lunes, 15 de diciembre de 2008

Ultimamente estoy demasiado enamoradita. Un poco insoportable.

La noche

Tuviste una pesadilla. Te movías muy fuerte y sacudías los brazos. No decías nada, pero hacías gemidos que indicaban que no la estabas pasando para nada de nada bien. Yo te sacudí un poquito pero ni te despertaste. Estabas transpirado y pegoteado. Aun así, te abracé y te hice mimos en la cabeza hasta que te quedaste dormido de nuevo.

Al rato pasó al revés. Yo estaba dormida y me desperté sobresaltada por un sueño feo. Aunque, a decir verdad, no tengo idea qué había soñado. Algo relacionado con esa película de mierda que vimos antes de dormir. Me hice la tonta y te sacudí hasta que te despertaste y me preguntaste qué me pasaba. "Tengo miedo". "Vení que te cuido". Me abrazaste y nos dormimos todos pegoteados, todos apretados.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La mañana

Y a la mañana, miré un ratito por el ventanal del cuarto, como hipnotizada, queriendo quedarme ahí, inmóvil, en esa comodidad, en ese lugarcito lindo, en esa luz, en esa felicidad. Me recordó a los sábados en la casa de mi infancia. La primera, no el departamento. Los sábados limpiábamos. Barrer, pasar el trapo, pasar la cera, enceradora. Limpieza de muebles, limpieza de cocina, de baño, de lavadero. Y después el exterior.

Al final, todo el exterior, todas esas baldosas rotas, desprolijas y mal colocadas, quedaban húmedas algunas horas. El sol les pegaba despacito y en los charquitos de agua se formaban unos destellos que te dejaban medio tarambana. Ese clima, ese aroma a tierra y baldosa mojada, ese solcito mañanero, ese vientito, calorcito. Todo eso se reprodujo hoy en el ventanal de mi cuarto. Y yo sentí, por un ratito, que era esa nena, mirando esos destellos, sintiendo ese calorcito, que estaba en la otra casa, que estaban mi mamá, mi papá, mi hermano y mi hermana. Y que corría por el jardín del costado y me escondía entre las plantas, que me hamacaba en el ciruelo y apostaba quién se comía una manzana ácida. Que corría porque tenía miedo a los sapos y lloraba porque no le gustaba la oscuridad.

Al ratito, me interrumpieron con el café con leche. Estaba riquísimo.
En dos semanas me voy de vacaciones.

Ya estoy teniendo pesadillas por el viaje en micro.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Y dale con los sueños

Hace un par de noches soñé que estaba por salir y me miraba en el espejo y tenía un bigote frondoso, oscuro. Lo tocaba y no podía creer que hubiera crecido tanto y yo nunca lo hubiera notado.

Peor anoche. Lo que me pasó fue como medio sobrenatural, tétrico y hasta un poco morboso. No me acuerdo qué carajo era lo que soñaba. Pero sí, que tipo cuatro de la mañana, cuando llegó el señor que vive conmigo le pregunté "¿Llegaron?". Yo no sé a cuánta gente esperaba ni qué tenía que ver, pero esa pelotudez le pregunté. Y después, se sentó al lado mio y yo no entendía. No entendía bien quién era, le preguntaba donde estaba la mami. Después le pregunté por mi hermana. Pero no como inquietudes sin sentido. Yo le preguntaba porque suponía que mi hermana era la pareja de mi novio, que a la vez eran mi padre y mi madre. ¡Y estaba despierta! Después me enojé por no sé qué estupidez, y me volví a dormir.

Estos últimos días fueron demasiados complicados. Y creo que estoy asquerosamente confundida con todo y todos.

martes, 25 de noviembre de 2008

Una historia de amor

Anoche lloré un montón. Lloré un monton apenas comenzó el fundido a negro que declaraba como finalizada "Before Sunset". La película es tan, pero tan romántica, que me puso muy triste.

Me dio la horrible sensación de que esas historias de amor no existen. Que esas historias de amor son utópicas, mentirosas y caprichosas. Que son "divinas". Y que en el mundo real las historias de amor son "terrenales". Entonces lloré. Lloré porque nadie me miró nunca como el personaje mira a Celine. Porque sentí que Celine es una mujer perfecta -aun con su neurosis- y que soy disto mucho de ser perfecta. Y tampoco sé si quiero ser perfecta, pero sí quiero que me miren con esos ojos enamorados.

Fui al baño, que es el lugar preferido de mi casa, y me senté en el borde de la bañadera, y lloré desconsoladamente unos minutos. Me lavé la cara y volví a la cama. Ahí le conté por qué lloraba. Y se enojó mucho. Y ahí me di cuenta, que esa historia de amor es una ficción, y que yo tenía al lado una persona que me mira con sus ojos enamorados, y que me lleva café a la cama a la mañana y que me abraza cada vez que me ve. Entonces me pregunté, mientras volvía a llorar, por qué siempre necesito más, por qué nunca me parece suficiente, por qué quiero vivir en otro mundo, en otra realidad, cuando la mia esta perfecta. O no. Pero por lo menos me hace feliz.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Enamoradita

Lo lindo de hoy fue cómo me despertó. Anoche fuimos a un cumpleaños y yo no tomaba nada, me hacía la que no, gracias, dame coca nomás. Después, cuando la mayoría se fue me tomé dos vasos de cerveza que se me subieron a la cabeza en un santiamén y ahí nomás, de una, de puse a escupir pavada tras pavada. Pero no tanto, tampoco para tanto. Algunas pavadas, un poco de risas gordas y los ojitos achinados.

Hoy a la mañana me desperté y lo moví insistentemente reclamando café. Ayer, que él me pedía café, yo hice cualquier cosa para no preparar. Porque preparar café en casa es todo un trámite, y nos habíamos quedado dormidos. Así que ayer desayuné chocolatada fría. Helada. Igualmente estuvo bien, porque hacía mucho que no tomaba chocolatada y la chocolatada es infancia, es secundaria, es mamá, es Ramos.

Hoy a la mañana en un momento se levantó, aunque no me acuerdo bien porque estaba demasiado zombi. Al rato, creo que fue al rato, vino y se me acostó al lado y empezó a darme unos besos que no se pueden creer. Me hacía caricias en la cabeza y me hablaba despacito. Es demasiado hermoso despertarse de esa manera. Abrir los ojos y ver a la persona que necesitás ver. Me dolían los ovarios.

Me duelen los ovarios.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Sábado de super acción

Ayer volvió el señor que vive conmigo. No ganó, pero está feliz como si hubiera.

Aproveché el frío y, con la excusa de hacer un research de historias de amor, me enterré en el sillón gigante, y vi películas de amor, y de no tanto. Películas que ya vi, que veo siempre, que me gustan un poco más.

Match Point. High Fidelity. 50 first dates. 9 songs. Ésta última es impresentable. 10 minutos y apagué. Canción, garche, canción, garche. Pero garche porno, con todo. Sin reparos. Planos detalle, acercamientos, zooms y cualquier artilugio de película triple equis. Para eso me veo una de Jenna Jameson. No sé.

Las demás, un placer. Como siempre. Después leí un montón y escribí pavadas. Y me senté al poco sol que hubo, y ahora me voy a comer chinese.

Objetivamente leo lo que hice y fue morsear all day long. Subjetivamente sé que no. Que todo lo que pensé hoy no lo había pensé en la semana entera.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Los sueños, sueños son

Antes de anoche soñé que salía al patio de mi casa y mi concubino me había eliminado un tercio del cantero. Lo había llenado de cemento. Lo había convertido en patio. Yo lloraba desconsoladamente y le gritaba un montón de cosas horribles. Y él no me daba bola.
Por último le preguntaba dónde había trasplantado el jazmín, y él decía que a ningún lado, que no se había dado cuenta. Yo le pegaba fuerte. Pasa que mi jazmín estuvo cachuzo mucho tiempo y recién ahora, después de un montón que le charlé, está reviviendo. Tiene cuatro pimpollos. Apenas me levanté salí a saludar mi jazmín.

Anoche soñé que no sé por qué unos amigos mios se ponían de novios y me llevaban a Uruguay. Yo me sentía horriblemente soltera.

Al margen: el señor que vive conmigo ayer tuvo un día muy importante. Parece que se viene su segunda película.

martes, 11 de noviembre de 2008

¡Truco!

Ibamos casi todos los viernes (o sábados) a la casa de una de mis tías, hermana de mi mamá. Ahí nos juntábamos con todos los tíos, tías, y primos. Solíamos ser aproximadamente treinta. Comíamos asado o empanadas fritas (caseras caserímas, por supuesto). Para los adultos las damajuanas de vino eran ilimitadas. Para nosotros, los gurrumines, había jugo concentrado Swing (que venía una botellita de un litro que se convertía, de a poco, en cinco o seis litros del jugo más espantoso que jamás haya probado alguien). El jugo Swing, que era feísimo, era un poco meno horrible si en vez de agua se utilizaba soda. Pero como la soda era más cara, también era propiedad de los adultos.
Comíamos mucho y depués todos los hombres se sentaban afuera a jugar al truco. Mientras tanto, las damajuanas seguían circulando y los gritos eran cada vez más fuertes.

“¡Truco!” A veces yo me colgaba de mi padre y me quedaba ahí espiando las cartas que le habían tocado. No entendía si eran buenas o malas, pero me divertía engancharlos cuando se hacían las señas (especialmente la del besito). Se burlaban unos de otros y fumaban muchos cigarrillos. Mientras tanto, los primos corríamos por el lugar sin rumbo específico, y las mujeres charlaban en la cocina tranquilas, mientras terminaban de lavar los platos. Sonaban de fondo las cumbias más viejas, las que yo considero más auténticas: La Nueva Luna, Media Luna, Alcides o Ricki Maravilla. Cuando hacía calor todo se trasladaba al patio. Yo solía sentarme en el hall de entrada de la casa de mi abuela, que estaba en la parte delantera del mismo terreno donde vivía una de mis tías. A veces me daban miedo algunos vecinos que pasaban por la vereda, entonces corría y me tiraba encima de mi padre, que estaba completamente en otro mundo. Las damajuanas, mientras tanto, mágicamente seguían apareciendo y apareciendo. “¿Cuándo nos vamos?”, le preguntaba finalmente a mi madre después de pasar varias horas aburrida y con miedo a esos vecinos siniestros.

“¡Quiero retruco!” Mi madre me mandaba a preguntarle a mi padre y ahí quedaba oficialmente inaugurado el ping pong que me acompañó durante toda la vida. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Después de varios minutos de ir de uno al otro tratando de saber cuándo corno nos iríamos a casa, mi madre gritaba con voz medio gangosa e impostada el nombre de mi padre, estirando por dos segundos la última consonante. A ese llamado seguían las burlas correspondientes. Es que mi madre había hecho de ese grito estirado al final su marca registrada. Las tías la imitaban, los hombres se reían de mi padre, que terminaba siendo el más pollerudo. A mi me causaba mucha gracia el grito de mi madre y la burla de mis tíos y tías, que sigue hasta hoy día.

“¡Quiero vale cuatro!” Esta noche en particular volvíamos en el Taunus verde por la ruta. El camino entre la casa de mi tía y la nuestra no era largo, pero sí lo suficiente para que yo me quedara dormida. Me recosté en el asiento trasero y empecé a mirar por la ventanilla, fui cerrando los ojos y me dormí. Me desperté con un sollozo de mi madre, que peleaba con mi padre. El estaba muy borracho y ella le reprochaba cosas en las que ni siquiera llegué a reparar. Él decía que le dolía mucho la cabeza, ella que se lo merecía. Yo empecé a sentirme mal, pero no entendía bien qué estaba pasando. Estaba incómoda, triste, porque mi papá no se reía como antes, porque mi mamá lloraba como nunca. Esa sensación extraña, pesada, me acompañó hasta que llegamos a casa. Mientras tanto, seguí recostada mirando la luna y las estrellas al revés.

“No quiero” Al día siguiente mi madre se levantó mucho más temprano que de costumbre. Tenía los ojos hinchados y sacaba y guardaba y sacaba y guardaba un pañuelito blanco del puño de su buzo. Desayunó conmigo y, pasado un largo rato, me dio un mate para que se lo llevara a mi padre. Yo me acosté al lado de él y lo desperté para darle el mate. Al ratito llegó mi mamá con la pava. Ellos se quedaron tomando mate, yo me fui a jugar a la galería. La puerta quedó cerrada un rato largo. Yo volví a sentir esa sensación de extrañeza. La primera vez que fuimos a la casa de mi tía después del incidente borracho/ peleador, me prometí no quedarme dormida en el auto para que no pasara nada. Hice todos los esfuerzos posibles y, si se me cerraban los ojos, en seguida empezaba a contar autos rojos, o verdes, o amarillos. Esa vez, todo salió perfecto. Entonces llegué a esa conclusión: la pelea había sucedido porque yo me había dormido. La pelea se podría haber evitado si yo me hubiera quedado con los ojos abiertos. La pelea podría no haber existido, entonces mi papá se hubiera reído como siempre y mi madre no hubiera llorado como nunca. Las cosas podrían haber sido diferentes. Yo podía torcerlas.

A partir de ese día, y durante mucho mucho tiempo, viví ese recorrido con los nervios de saber que si me dormía, se armaba quilombo. Sintiendo que estaba en mis manos, en mis ojos, en mi sueño, la conservación de la armonía familiar. Yo podía hacer que existiera, o que desapareciera. Nunca me volví a dormir durante ese recorrido. Y durante ese recorrido, mientras yo no me dormía, mis papas no volvieron a pelear.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Competencia

Y mirá que tengo un montón de paciencia, pero ya no estoy para competencias pelotudas de féminas hambrientas de sexo casual pero romántico. Me aburren. En particular cuando llegan a extremos subnormales. Empino el codito y me ahogo en un gin tonic. No puedo hacer otra cosa. Me supera.

Saber los intereses ocultos detrás de esa competencia, tener ganas de arengar y que de una vez por todas se agarren a las mechas. Cagarme de la risa. Pero quedarse callada. Porque, después de todo, y bien en el fondo, todavía me queda un poco de bondad.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Random

No está para nada bueno quedar en el medio de quilombos ajenos. Que los intereses te vayan estrujando y vos cada vez más en el medio, cada vez más chiquita y apretadita. Un día explotás, seguro.

Las gentes vinieron a mi casa y todos dicen qué linda es, qué buena está, cuánta buena onda el patio. Y yo, que durante mucho la odié, de repente me le enamoro.

Llama una de sus ex para reprocharle no sé cuántas pavadas de trabajo. "¿Sabés lo que me dijo". "No, y francamente me chupa un huevo, es una conchudita". Auriculares y adiós.

Recién me llamaron esos de los autos que dicen que ganaste. Los escuché de pe a pa. La soledad hace estragos en mi persona.

Cuchá: estoy escribiendo un montón de historias de amor con finales horriblemente trágicos. ¿Será un vaticinio?

Es sábado, hace calorcito lindo, y yo no puedo levantarme del sillón. Soy un desperdicio.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Ortografía

Últimamente se potenció la obsesión que siempre tuve por la buena ortografía. Me molesta muchísimo que la gente escriba con faltas de ortografía, me molestan a la vista y, sin importar quién me esté escribiendo, me dan ganas de corregirle, de pegarle con un palito en la mano y hacer que escriba en una hoja mil veces la palabra “herbívoro” (puede ser cualquier otra, eso no es lo importante). Es insoportable. Realmente me pone muy nerviosa encontrarme con faltas. Aunque también me ofuscan los brutos errores de redacción y/o conjugaciones verbales.

Desde que soy muy chica tengo una excelente ortografía. Tal vez porque empecé a leer y escribir de muy nena (entre los cuatro y los cinco se me despertaron esas ganas) y eso debe haber hecho que tenga como un amor incondicional por el lenguaje escrito y por ese amor debe ser que me gusta que se lo cuide y no se lo maltrate de ninguna manera.

Por qué “herbívoro”. Estaba en tercer grado. Era el primer año que yo asistía al colegio de monjas (venía de una estatal super tumba). Nuestra seño Begonia (o Begoña), nos tomó una prueba de lengua a fin de año. Era un dictado de cien palabras. Había que hacerlo en lapicera de tinta (ese fue el primer año que la usé, y me manché el uniforme absolutamente todos los días), en hojas nº 3, rayadas y marca Rivadavia (Begonia practicamente obligaba a nuestros padres a comprar esa marca, supongo que tendría acciones con don Rivadavia, o algo similar). La cosa es que hicimos el dictado, me acuerdo que era un día muy caluroso porque ya estábamos a pasitos del verano, así que en vez de camisa y corbata teníamos cancheras chombas celestes. Todo venía bastante bien hasta que apareció la palabra “herbívoro”, que suena amenazante, aunque no tanto como “carnívoro”, que es mucho más peligrosa (pero sabrosa). Fue la única palabra, de las cien, que escribí mal. Le puse el acento correspondiente, pero se me enrocaron las v y b. Claro, después mi madre me dijo el secreto y nunca más la escribí mal.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Obrera

En cambio, ir a trabajar con mi madre era totalmente diferente. Íbamos a la fábrica de ropa donde trabajaba ella y yo quedaba especialmente fascinada con el espacio. Lamentablemente, mis recuerdos no cuentan exactamente cómo era la disposición del lugar, aunque la sensación está intacta. Sin embargo, vagamente, medio fuera de foco, me acuerdo que todo era un gran galpón y en el fondo trabajaba mi madre, con otras señoras.

La tarea de mi madre era embolsar prendas, ponerle etiqueta y hacerles alguna otra cosita. Pero en ese mismo sucucho sin ventanas al exterior donde trabajaba ella, también estaba la planchadora, que tenía una de esas planchas gigantes de tintorería, que hacen ruido a sifón de soda y largan humo blanco por un instante. Un humo que invadía todo y te hacía transpirar.

En el galpón había muchos anaqueles colmados de prendas infantiles. La cantidad de estanterías color marrón se convertían en el perfecto ecenario para jugar a Laberinto. Yo caminaba, corría, saltaba y cantaba mientras jugaba a que estaba en la película, jugando a que tenía que ser una heroína.

A la hora del amuerzo íbamos a la cocina de la fábrica y casi siempre comíamos salchichas y huevo duro, o arroz y salchichas. A veces comíamos solas, a vece comíamos con las compañeras de mi madre, otras veces comíamos con Raúl (aunque no sé si en realidad se llamaba así). Raúl era cortador. Trabajaba en un salón grande con mesas que, de verdad, eran enormes. Había muchos metros y centímetros y tijeras de todas las formas, tamaños y colores. Sobre las paredes laterales del salón reposaban, esperando que su sentencia de muerte se cumpliera, los rollos de tela. Las telas eran de colores estridente, muy 90´s, estampados de camisas muy Versace, y lycras para mallas y bikinis con lunares de varios colores. Rául cortaba las telas exactamente por la línea que le indicaban sus tizas, sus moldes de papel madera, pero sobre todo, su talento para saber de dónde a dónde y para qué talle cada corte.

Después del almuerzo me tocaba la siesta. Nunca me gustó dormir la siesta (ahora que soy grande, vieja y vaga me parece el mejor invento del mundo), pero en la fábrica era diferente, porque yo subía a un cuarto que había en un entrepiso donde había kilos y kilos de telas y recortes de telas que ya no se usaban, o de prendas ya cortadas pero nunca cosidas (que habían sobrado de temporadas anteriores). Y recostarse ahí era como vivir en un mundo de fantasía, donde todo era acolchado y colorido. De cualquier cosa se podía armar una almohada gigante, o dos, o mil. Y con cualquier otro pedazo uno se tapaba. Y el aroma era el aroma al peor negocio de ropa coreana en Once, pero en ese momento, en ese lugar, era el olor a la máxima comodidad.

La odisea era a la vuelta. Tomábamos el 162 a unas pocas cuadras de la fábrica y teníamos un viaje eterno hasta Ramos (curiosamente, no tengo ni la más pálida idea de la ubicación de la fábrica) en un colectivo atestado de gente, todos con caras de cansado, con amargura en los rostros, con infelicidad en las miradas.

A medida que pasaban las temporadas quedaban prendas que eran repartidas entre los empleados. También se repartían las prendas que habían salido mal, o los recortes de tela que nunca se habían cosido. Mi madre todavía guarda bolsas de consorcio con bikinis a lunares, conjuntos de jogging (buzo con volado al cuello y pantalón), remeras y camisas con colores flúo. Yo, en cambio, conservo un vestido de friza floreado que vestí en mi cumpleaños número nueve y que me hacía sentir tan diosa como Flavia Palmiero.

martes, 28 de octubre de 2008

Pintar de plateado

Atesoro momentos que ocurrieron en un espacio que reconozco como específico. Del tiempo no puedo decir lo mismo. Sé que era chica o que era grande. Pero no sé cuan chica ni cuán grande. Se me confunden los momentos y por más que haga esfuerzos, los tiempos se desdibujan y pasan a ser solamente tiempos felices, aburridos o tristes.

Cuando era chica hubo una época en la que ayudaba a mi padre a trabajar en la casa donde pasé mi primera infancia (una casa que tenía un ciruelo, de donde colgaba mi improvisada hamaca, y un manzano con frutos verdes que no se comían porque eran muy ácidos). No recuerdo, por ejemplo, si todavía vivíamos ahí, si ya estábamos en Ramos, o si fue un verano o un invierno. Lo que si sé, con perfección indiscutible, es que siempre me gustó (debería decis me fascinó, encandiló, divirtió, y más etcéteras) ir a trabajar con mi padre (o madre).

Sé que mi tarea, por esos días, era pintar chapas. Situadas sobre dos banquetes de madera yacía una chapa que yo pintaba de color plateado. Los banquetes, y por consiguiente la chapa, estaban a la izquierda del enorme jardín, cerca de la parrilla (sobre la tierra reseca, una parrilla bajita, y medio destartalada de donde salieron los asados más ricos que comí en mi vida).

El pincel era chiquito, previsiblemente para que no se escapara de mis diminutas manitas. Mi padre me había enseñado la técnica perfecta: la lata se abría con un palito de madera que tenía como misión en su vida abrir latas de pintura y remover el líquido. Una vez abierta (para eso se hacía una especie de palanca) se introducía el palito (por supuesto que de antemano ya se sabía qué lado se hundía en el líquido) y se revolvía un poco para que el color fuese uniforme. La pintura es un líquido denso con el cual uno puede hipnotizarse fácilmente. Al sacar el palito, la pintura quedaba chorreando y en la superficie de la pintura se dibujaban hilos de pintura que hacían formas raras y desaparecían en un parpadeo.

Se mojaba la mitad de las cerdas del pincel en la pintura y se descargaba un poquito sobre el borde de la lata. Y después, sin ansiedad (porque la ansiedad es el peor enemigo de cualquier tarea hogareña) se iba pintando la chapa de a pequeños rectñangulos. El pincel iba y venía varias veces, lento, empapando la chapa opaca de un color brillante que iba reflejando el sol y terminaba molestando un poc a la vista. Una vez que ese rectángulo estaba listo, se procedía a mojar nuevamente el pincel y el ciclo comenzaba de vuelta.

Al finalizar, se cerraba la lata de pintura y se le daba a la tapa algunos golpes con el palito, para que trabara bien y la pintura no se secara. El pincel se enjuagaba con aguarras y quedaba descansando hasta el día siguiente, en el que toda la operación volvía a repetirse.

domingo, 26 de octubre de 2008

Trabajadora

Cuando tenía seis, o siete años, lloraba todos los días en la puerta de la escuela porque no quería quedarme, quería irme al trabajo con mi mamá. Y parece una pelotudez, pero siempre me sentí más cómoda (léase contenta) en ámbitos laboras que en escolares. De hecho, cuando trabajé en una escuela disfruté todo mucho más que cuando estudiaba en otra (y eso que tenía que usar un guardapolvo espantosísimo que me llegaba a los tobillos).

Empecé a trabajar cuando tenía dieciséis años y nunca paré. O sí, paré el primer año de facultad (después de haber aprobado el fatídico CBC). Pero me pareció tan raro no trabajar que al año siguiente volví al ruedo. A mi me gusta trabajar.

Puteo un montón y a veces reniego porque no sé si lo que elegí como profesión es realmente lo que me gusta hacer. Me da un miedo enorme despertarme el día de mañana (esta es una expresión que detesto, porque es como una metáfora de cabotaje, como que decís el día de mañana pero en realidad estás hablando del futuro, me parece medio pelotuda) y darme cuenta que en realidad yo tenía que ser abogada, o contadora o ingeniera. Igualmente, no creo que sucedan todas esas cosas porque, a pesar de putear y enojarme con mi profesión varias veces a la semana, yo amo mi trabajo. Como amaba acompañar a mi padre al taller o a mi madre a la fábrica.

jueves, 23 de octubre de 2008

Mecánica

A veces me aburre bañarme. Me aburre porque ya sé de memoria todos los movimientos, el orden de acciones, el comienzo de la historia y, por supuesto, también el final. Y aunque el baño me relaja y me hace sentir fresca y con rico olor, ya no soporto que cada movimiento esté predeterminado, que no haya lugar para las equivocaciones o para las sorpresas.

Jabón
Shampoo
Acondicionador
Lavado de dientes
Secado
Cambiado

Y es que tampoco sé si se puede innovar mucho a la hora del baño. Tal vez debería hacer un baño de inmersión, o llevarme un grabador y poner alguna cumbia bien tumba mientras me baño. Tal vez debería olvidarme la toalla o la ropa y podría pegar un grito para que alguien me los alcanzara. Tal vez podría usar la canilla y no la ducha, tal vez podría bañarme en malla o invitar al señor que vive conmigo para que me ayude un poco (esto es como medio de película porno, ¿no?).

Pero soy vaga. Y a veces prefiero aburrirme a tener que planificar un olvido de toalla o una invitación a uno que seguramente ni siquiera esté en casa. Tal vez debería dejar de joder con estas estupideces, y pensar sólo en la relajación post baño, o en el olorcito rico del jabón. Tal vez debería conformarme con esas cosas aburridas y no insistir en sorpresas que nunca llegan o que, si llegan, me asustan y bloquean.

Tal vez. O tal vez no. Tal vez no debería conformarme un carajo. Tal vez debería dejar de ser tan histérica y pensar qué carajo quiero hacer. Si aburrimiento y tranquilidad o sorpresas y adrenalina. Y todo por un baño de mierda.

Hoy estoy insoportablemente neurótica. Sepan disculpar.

Santo remedio

Cuando estoy sola y no puedo dormirme, voy hasta el living y agarro “American Dreamz” (así, con z). La pongo en el dvd y sé que me gusta, que me divierte, que me parece una película hermosa. También se que, como un cuento para un niño, esta película es el mejor somnífero para mi mundo. En la mitad de cualquier escena, no importa si estoy en el piso doblada de la risa, me quedo dormida. Es inexplicable. Pero pasa eso.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Virtudes familiares

Y así como con la familia de mi padre la humillación era moneda corriente, con la familia de mi madre era todo lo contrario.

Por ejemplo, una Nochebuena fuimos a cenar a la casa de una de mis tías. El trato era este: cada uno llevaba lo que podía. Había algunos que llevaban un pollo al horno, o una ensalada rusa, o un matambre, o una botella de jugo Swing. No importaba lo que fuera, había que llevar alguna cosa. Y había otra condición: todos los adultos y los que ya sabían de la no existencia de Papá Noel, tenían que llevar regalos de un valor menor a $5. Podía ser menos, por supuesto, pero nunca más. La cantidad de regalos podía variar, pero había un mínimo: uno por persona.

Cuando llegamos, y escapando de los más pequeños, que ya andaban mirando al cielo para ver si se encontraban con Rudolph o alguno de esos, todos los regalos se metieron en bolsas de consorcio y se escondieron en una habitación que prácticamente quedó clausurada hasta la llegada de Papá Noel.

A las doce en punto todos los chicos corrieron a la entrada de la casa, y salieron a la calle para ver si pasaba el regordete simpaticón. Mientras tanto, adentro, sacábamos apurados las bolsas y las acomodábamos en el medio del patio. Cuando los chicos llegaran, Papá Noel ya se harbía ido.
Pero Papá Noel no había dejado sólo las bolsas, también había dejado un sobre, y dentro del sobre una esquela. Los nenes miraban fascinados las bolsas y deducían la manera en que el regordete se había escapado. Miraban al cielo y trazaban líneas imaginarias, de recorridos fantásticos, o tiraban una tipo “él desaparece cuando quiere… ¡¡es Papá Noel!”.

Cuando más o menos se tranquilizaron un poco, una tía los sentó en ronda y leyó en voz alta la carta de Papá Noel: “Mis queridos, este año vamos a hacer un juego. Todos se van a poner en filita y van a ir pasando a sacar un regalo de la bolsa. El que saquen, será su regalo. Disfrútenlo. Los veo el año próximo”.

Para los chicos ese ya era un regalo casi supremo. Que Papá Noel mismo, de puño y letra, les hubiera escrito una carta a ellos era mucho más de lo que podían pedir. A ningún nene del mundo el regordete le escribe, pero a ellos sí. Y eso ya los había hipnotizado de manera tal que por lo menos por un año más creerían en él.

Así, todos nos pusimos en fila y fuimos pasando a sacar de la bolsa nuestro regalo. Y nada era mecánico. Con cada familiar se armaba una ceremonia divertida en la que se cantaba, se mareaba al participante o se le hacía encontrar la bolsa con los ojos tapados (onda piñata).

Cuando terminó la primera ronda, todavía quedaban muchos regalitos en las bolsas. Así que hicimos dos rondas más, todas igual de jolgoriosas y colmadas de felicidad. Los chicos no salían de su asombro. Los grandes nos mirábamos de manera cómplice adivinando quién había comprado qué, y riéndonos de ciertas ocurrencias regaleriles.

Tipo tres de la mañana, con tres regalos cada uno de los adultos y cuatro los chicos, nos fuimos a nuestras casas. Esa fue una de mis mejores navidades: mi navidad semi comunista.

Pelotuda casualidad

Bueno, como sea. Todavía no sé si creo o descreo de las casualidades. Pero sí sé, y con mucha certeza, es que cuando me veo envuelta en una casualidad me pongo re contenta y quiero gritarlo a los cuatro vientos.

Hoy por la tarde, mientras esperaba un eterno render que empezó ayer a las diez de la mañana y terminó recién, me puse a ver "Silvia Prieto". Me encantó. Me encantó y traté toda la peli de saber quién hacía de una de las Prieto, hasta que cinco minutos antes de terminar, me acordé que esa era Rosario Blefari. Y también me acordé que me encanta como canta, aunque nunca la escuche.

La cosa casual es que cuando llegué a mi casa revisé en el pilarcito del hall de entrada la correspondencia, para ver si me había llegado algo. No había nada para mi, como de costumbre, pero sí había otro sobre, para otra persona: Rosario Bléfari. Casi casi que voy a tocarle el timbre para ver si es mi vecina. Me rescaté a tiempo.

martes, 21 de octubre de 2008

Miserias familiares

Hubo un día que fue triste y humillante para nosotros, pero especialmente para mis padres. Era el tiempo en el que pasábamos Navidad con la familia de mi madre y Año Nuevo con la familia de mi padre.

Aquella vez habíamos ido a la casa de mi padrino (que creo era primo de mi padre o algo así). Nosotros vivíamos en Transradio y ellos en Martínez. El trato era el siguiente: mi padrino y su familia ponían el asado para todos y los demás tenían que llevar ensaladas y bebidas.

El treinta de diciembre mis padres fueron al supermercado a comprar lo que les tocaba llevar. El treinta y uno de diciembre mi madre cocinó ensaladas varias durante el día y mi padre preparó una heladerita portátil (esas de telgopor) con mucho hielo dentro y varias botellas de vino y jugo.

En el parque grande, lleno de planas, se disponía una mesa muy larga donde todos íbamos a comer. Nos sentamos y mi papá colocó junto a él la heladerita portátil. La abrió, con cuidado, y sacó la primera botella de vino. Mi padrino y mi tío (el hermano de mi padre), se acercaron a el lentamente y se colocaron uno a cada lado. Bajaron las cabezas a la altura de la cabeza de mi padre, y mi padrino, tomándolo del hombro y haciendo un poquito de presión, le dijo: “Dejá J, esos vinos son muy berretas, llevátelos y tomátelos en tu casa”. Mi padre miró a mi tío, que rápidamente tomó la botella de la mesa y volvió a guardarla en la heladerita. Mi padre se tragó las lágrimas, pero cerró en silencio su heladerita.

Esa fue la última fiesta que pasamos en la casa de mi padrino.

lunes, 20 de octubre de 2008

Abandónica

Absolutamente todas las actividades que empecé en mi vida las abandoné de un día para el otro, en su mejor momento, y sin excusa alguna.

Hice natación durante muchos años, y cuando comencé a competir, cuando nadaba muchísimos metros en una hora, cuando tenía una técnica perfecta, decidí que ese deporte no era para mi. Lo mismo sucedió con otras actividades deportivas tales como handball, hockey y voley. Una vez incluso tuve la feliz idea de salir a correr por lo menos tres veces por semana. Fui un día y me embolé de tal manera que nunca más accedí a jugar siquiera una carrerita de media cuadra.

Toqué el piano durante diez años. Sabía temas hermosos y los tocaba de memoria. Tenía talento y mi profesora siempre me felicitaba por todo lo que transmitía al tocar. Sin embargo, cuando terminé el secundario decidí que nunca más tocaría nada. Es el día de hoy que me siento en un piano y me largo a llorar porque todo ese talento que tenía se perdió en estos años de abstinencia musical.

Hace algún tiempo empecé a escribir algo asi como una novela. Investigué mucho sobre el tema a escribir y cuando llegué a la página treinta y cinco cerré el documento de la computadora y nunca lo volví a abrir.

Así con otros miles de actividades, que quedan en el camino truncas y, con el tiempo, olvidadas. La fórmula se repite durante toda la vida. También hice danza, estudié idiomas y amenacé con empezar otra carrera todos los años desde que terminé la anterior. Me compré libros de cocina para aprender a cocinar mejor y ahí están, abandonados en la biblioteca. No termino nunca nada. Supongo que tampoco terminaré de…

Sobredosis de afecto

A veces mi jefa es tan amorosa que me molesta mucho incluso ir a saludarla. Porque me dice bombón, hermosa, me sonríe, acaricia el brazo o pasa su mano por mi pelo despeinado. Y yo soy virginiana. A mi no me gusta que me toque cualquiera en cualquier momento.

viernes, 17 de octubre de 2008

Verborragia escrita II

Es que también lo que sucede es que me conozco demasiado y sé que esta necesidad de escribir todo el tiempo cuaquier cosa puede desaparecer de un segundo a otro. Entonces hago como en los programas de televisión, que hacen notas y las dejan en parrilla para tener qué programar si la semana que viene no hay nada nuevo.

Tengo una parrilla enorme, que a la vez va quedando obsoleta. Entonces debería publicar todo de una y dejarme de joder. Pero sé que si hago eso me quedo sin parrilla y cuando se venga la sequía de escritura, una época nefasta en la que no te sale ni media palabra, voy a abandonar los blogs, como ya lo hice anteriormente, y me voy a deprimir, y voy a sentir que no sirvo para nada, que no me suceden cosas interesantes, que me estoy quedando sin recuerdos, que me estoy olvidando.

Estoy entre esa espada y esa pared: dejar en parrilla todas las pavadas que escribo y publicarlas de a poco, aunque vayan quedando obsoletas (me gusta esa palabra) o bien (o mal), publicar todo, absolutamente todo a medida que lo escribo y después bancarme, como una nena grande, la sequía. No sé, todavía lo estoy pensando.

jueves, 16 de octubre de 2008

Verborragia escrita I

Últimamente estoy escribiendo como si estuviera escupiendo. De una, todo lo que tenía para decir en la vida necesita ser escrito y luego leído. Son como cataratas. Como que no me quedo sin palabras, necesito apurarme y escribir absolutamente todo lo que se me viene a la cabeza porque sino, tal vez, quien sabe, se me escape y no pueda volver a encontrarlo. Entonces escribo, en cualquier momento en cualquier lugar a cualquier hora.

La otra noche, sin ir más lejos, me desperté tipo cuatro de la mañana y tuve la imperiosa necesidad de ponerme a escribir. Pero hacía mucho, mucho frío y la cama estaba muy, pero muy calentita. Lamenté no tener una laptotp y planifiqué, así, rapiditio y al pie, cuándo podría comprarla. En el transcurso del pelotudo plan de compra de laptop, me olvidé todo lo que quería escribir. Me di media vuelta y volví a dormir.

miércoles, 15 de octubre de 2008

A veces sí

Por ejemplo, algunas semanas soy una ama de casa de ley. Y no sólo realizo tareas de ama de casa, sino también tareas de “jefe de hogar”. Cocino el lunes mil cosas para toda la semana, compro frutas y verduras, preparo salsas, tomates disecados, hago milanesas y organizo las comidas de lunes a viernes. Pero también, y esto es lo que me hace el “hombre de la casa”, reparo canillas que pierden, instalo apliques de luz o pinto marcos de puertas o ventanas.

Y es que me da la siguiente sensación: vengo de ser la menor de tres, y la preferida de mi padre. Eso hizo que siempre fuera la elegida a la hora de ver quién, en verano y cuando no había nada que hacer acompañaba, a papá a trabajar en el taller. Y todas esas tardes en el taller grasiento hicieron de mi un ser absolutamente masculino a la hora de resolver problemas hogareños.
De aquella época, recuerdo con cierta melancolía los almuerzos y la vuelta a casa.

En el almuerzo vestíamos la mesa con un elegante papel de diario e íbamos al almacén de al lado a comprar pan, fiambre, sobrecito de mayonesa, sobrecito de mostaza y una gaseosa. Almorzábamos los tres (mi tío, mi papá y yo) mientras nos reíamos de pavadas (en realidad ellos reían y yo los acompañaba, aunque no tuviera idea qué era lo gracioso del momento). Luego seguíamos trabajando y antes de volver a casa nos lavábamos las manos con aserrín y detergente. Era la única manera de sacar la grasa de nuestras manos. Recuerdo el tachito blanco lleno de aserrín húmedo y la botellita de detergente genérico. Y por esas tardes de laburo en taller es que yo no me perdono no poder reparar las cosas que se van rompiendo en el hogar.

Me cuesta un poco arrancar. Por ejemplo, la luz de la cocina estuvo rota durante meses. Y todos los días de esos meses yo prometía arreglarla aunque nunca lo hacía. Pero cuando me pongo, me pongo. Y soy obstinada, caprichosa. No me rindo facilmente.

Tengo la suerte de poseer un aliado: el ferretero de enfrente de casa. Un ferretero al que yo suelo referirime como Tino, aunque perfectamente sé que su nombre es Guillermo. Tino me explica cómo hacer la reparación y me vende los elementos e instrumentos necesarios. A pesar de ser un excelente maestro, siempre me da la sensación de que Tino no tiene fe en mi. Es por eso, que cada vez que salgo airosa en las reparaciones (o sea, siempre), corro hasta el ferretero y practicamente le grito desde la puerta que pude realizar el trabajo. Para mi sorpresa, Tino nunca muestra signos de alegría.

Podría llamar a mi padre y pedirle explicaciones a él, pero prefiero contarle después del arreglo. Lo llamo por teléfono y le cuento que cambié un cuerito, que arreglé una ventana que no cerraba o que instalé el aplique (no dejo de nombrar la infimnidad de herramientas que utilicé, aunque silencio los inconvenientes que se hayan presentado, haciendo como si nunca huberan existido). En el momento me felicita y yo noto su alegría. Pero más la noto cuando voy a visitarlo el fin de semana y me abraza, contento, casi al borde de las lágrimas, diciendo “hija ´e tigre”.

En cambio, otras semanas, como esta, llego del trabajo y me interno en el estudio a hacer nada, esucho música pedorra y alquilo películas malas, pido delivery y me ofusco si se quema una lamparita. Me enojo porque el señor que vive conmigo reclama alimento y me voy a dormir tipo once de la noche, sintiendo que, salvo las pocas horas que estuve en el trabajo, el día fue un derroche de nada. Lloro un poco y prometo que mañana haré tal o cual cosa. Después mañana no hago nada de lo que prometí, hasta que pasados unos días, o una semana, vuelve la ama de casa, vuelve el señor del hogar.

martes, 14 de octubre de 2008

Genética materna

Recuerdo que cuando era una nena me molestaba muchísimo que mi madre se enojara conmigo y en vez de decirme el motivo del enojo se quedara con cara de ojete esperando que yo sola me de cuenta lo que le pasaba, revirtiera la situación y todo volviera a la normalidad. Algunas veces me daba cuenta en el momento que había dejado la habitación desordenada y que de ahí venía el enojo. La ordenaba y todos contentos. Millones de veces le reproché esta actitud, le dije que yo no era ninguna bruja y que no podía darme cuenta qué era lo que le pasaba.
Ahora, un montón de años más tarde, me encuentro frente al señor que vive conmigo diciéndole que no, que no me pasa nada, cuando en realidad estoy esperando que el solito se de cuenta por qué estoy enojada, revierta la situación y todo vuelva a la normalidad. El me reprocha esta actitud, me dice que no es ningún brujo y que no puede darse cuenta qué es lo que me pasa. Aun utilizando las mismas expresiones que usaba yo con mi madre, no reparo en lo similares que somos –mi madre y yo- hasta que, sacado, me dice que soy igual a mi madre.
Recién ahí, muerta de vergüenza, trato de comunicarle qué carajo era lo que me molestaba. La mayoría de las veces pasa tantísimo tiempo entre que me enojo y termino por decirlo que ya ni me acuerdo cuál era el motivo del enojo.

No me olvidaré

En la vida pasan cosas hermosas y divertidas, otras no tanto y otras que para nada. Sin embargo, el día de mañana prefiero recordar todas esas cosas que me han pasado, las hermosas, divertidas, no tanto y para nada. Así podré contarme mi historia y me reiré de las diversiones y lloraré con las desgracias. Y reordaré cada uno de esos momentos tratando de nunca olvidarlos.

Pero la memoria me está jugando una mala pasada, y yo ni siquiera me acuerdo qué pasó anoche, ni por qué, o con quién. Es por eso que empiezo esto. Porque no quiero olvidar. No quiero que mis recuerdos queden, paradójicamente, olvidados en el fondo de mi cabeza, ahogados, dando manotazos atolondrados, para salir a la superficie de mi realidad.

No me olvidaré del día que me recibí ni del día que murió mi hermana. No me olvidaré de mi primera vez, pero tampoco de la última. No me olvidaré palabras, ni aromas, ni caras o cuerpos, desnudos o vestidos. No me olvidaré el día que conocí al señor que ahra vive conmigo y tampoco me olvidaré si un día me abandona (aunque desearía que ese recuerdo ni siquiera existiese). No me olvidaré de la gente que me quiso o que me sobre-quiso, de aquellos que me odiaron o putearon, pegaron o amaron.

Porque no quiero olvidar. Tiene que estar planteado así, en negativo, porque se siente imperativo y dan ganas de cumplir la propia orden. O porque soy bastante pesimista y sé que si no me presiono con esa obligación, de seguro que pasado mañana me quedo sin recuerdos. Por eso estoy acá, tratando de no ovlidar, o tratando de recordar, quién fui y quién soy.

Adivinando, tal vez, quién seré. Bienvenidos.