lunes, 27 de agosto de 2018

Ayer en el parque

Salí a caminar. Empecé por enésima vez ese entrenamiento para arrancar en el sillón y terminar corriendo 5 kilómetros. Parece un delirio y posiblemente lo sea, porque ¿quién quiere levantarse de un sillón para correr? Lo escribo y lo leo y mejor ni lo pienso porque abandono antes de terminar la primera semana de ocho semanas.
En el parque vi: unos viejos haciendo yoga, unas viejas bailando ¿salsa? ¿zumba? ¿ritmos latinos? No sé cómo se le llamará a eso que hacían, quise capturarlas pero estaba más ocupada en escupir los pulmones y en tratar de no morir ni de pisar caca de perro que, en mi universo, son cosas bastante parecidas. A las señoras bailando (por supuesto, como siempre), les envidié el desparpajo y en una de mis vueltas quise unirme a ellas y dejarme llevar. ¡Se las veía tan frescas y divertidas y yo tan a punto de morir! Mi preferida fue una de esas guardias del parque que no se aguantaba y desde su puesto de trabajo se balanceaba un poco y le bailaba otro poco a su parco compañero, que no supo apreciar nada de la alegría que le regalaba esa mujer.
Había también un grupo que estaba intercambiando algo que después determiné que eran monedas (también podían ser estampillas o medallas, la verdad que ni idea pero da lo mismo). Y cada vez que los miré me impresionó que lo único que pensaba era: ¡qué vírgenes! Me pasa seguido que me espanto con mis prejuicios y me doy cuenta de que tengo un prejuicio preparado para cada mierda que se me cruza. Igual soy piola, no crean.