lunes, 27 de agosto de 2018

Ayer en el parque

Salí a caminar. Empecé por enésima vez ese entrenamiento para arrancar en el sillón y terminar corriendo 5 kilómetros. Parece un delirio y posiblemente lo sea, porque ¿quién quiere levantarse de un sillón para correr? Lo escribo y lo leo y mejor ni lo pienso porque abandono antes de terminar la primera semana de ocho semanas.
En el parque vi: unos viejos haciendo yoga, unas viejas bailando ¿salsa? ¿zumba? ¿ritmos latinos? No sé cómo se le llamará a eso que hacían, quise capturarlas pero estaba más ocupada en escupir los pulmones y en tratar de no morir ni de pisar caca de perro que, en mi universo, son cosas bastante parecidas. A las señoras bailando (por supuesto, como siempre), les envidié el desparpajo y en una de mis vueltas quise unirme a ellas y dejarme llevar. ¡Se las veía tan frescas y divertidas y yo tan a punto de morir! Mi preferida fue una de esas guardias del parque que no se aguantaba y desde su puesto de trabajo se balanceaba un poco y le bailaba otro poco a su parco compañero, que no supo apreciar nada de la alegría que le regalaba esa mujer.
Había también un grupo que estaba intercambiando algo que después determiné que eran monedas (también podían ser estampillas o medallas, la verdad que ni idea pero da lo mismo). Y cada vez que los miré me impresionó que lo único que pensaba era: ¡qué vírgenes! Me pasa seguido que me espanto con mis prejuicios y me doy cuenta de que tengo un prejuicio preparado para cada mierda que se me cruza. Igual soy piola, no crean.

jueves, 17 de agosto de 2017

Una cantidad limitada de anécdotas

Una vez íbamos caminando y se distrajo y se dio la frente contra un poste de luz. Otro día me llevó en auto al colegio y se enojó porque yo no paraba de reírme y pensó que me reía de cómo estaba manejando (yo, en realidad, me estaba riendo de nervios porque desde el auto veía al chico que me gustaba). Era chiquita y estaba parada en una silla, al lado de mi mamá, mientras mi mamá hacía milanesas. Entonces dijo "qué rica está la papa, mami" y cuando mi mamá la miró tenía un cacho de carne cruda colgando de la boca. Mirábamos El espinazo del diablo y preguntó, mirando el plano de un aljibe: "¡¡¿¿eso es una bomba??!!". Llegamos con mis papás de un cumpleaños familiar y se había quedado encerrada en el cuarto con su noviecito. Se puso triste cuando volvió de Cuba y en el aeropuerto no la esperamos con un cartel de bienvenida, lloró de emoción cuando llegó a casa y vio que yo había decorado todo para recibirla. Me agarró de la mano cama a cama cada vez que tuve miedo a la hora de dormir. Me malcrió. Me llevó de Transradio a Microcentro cuando tenía doce y yo tres. Me peinó: peinado de princesa, una trenza, colita alta. Animó algunos de mis cumpleaños, me llevó a pasear, me consiguió trabajo. En una época nos dormíamos escuchando José Luis Perales a todo volumen. En otra, a Julio Iglesias. Los casettes de la banda sonora de Grease los gastamos. Le conté algunos secretos, hablamos mal de mi mamá, se enojó cuando no pude enfrentar algunas situaciones, después me abrazó. Un domingo almorcé con ella, le regaló a mi papá un estuche para guardar cds (era el día del padre), comimos sorrentinos con salsa, antes de irse se llevó ropa suya que me había prestado porque yo tenía un trabajo donde tenía que ir más o menos elegante. No recuerdo si lo dijo pero sé que se llevó esa ropa porque yo la descuidaba un poco. Y sé, también, que yo me enojé aunque ella tenía razón. Esa fue la última vez que la vi.

El lunes pasado me levanté pero no quería levantarme. Quería taparme y quedarme ahí y pensé que era raro, haber estado tan bien hasta el domingo a la noche y ahora este sopor. Duró todo el día, un bicho molesto zumbándome en el oído. El martes a la tarde volví del trabajo, me senté en el sillón a jugar jueguitos en el celular, de repente fueron las once de la noche y yo lloré porque sí.

Hoy mi hermana hubiera cumplido años.

Yo me olvido que no me olvido y eso me tortura bastante: la sensación de que no la tengo presente, que no la pienso lo suficiente, que no hablo de ella lo necesario. Y también pienso que siempre cuento lo mismo. Las mismas historias, las mismas imágenes, los mismos furcios, los mismos gags. Me da tristeza pensar eso porque confundo falta de memoria con un límite real: tengo una cantidad limitada de anécdotas con mi hermana. Siempre voy a terminar contando las mismas porque nunca voy a tener otras. Pensé esto justo antes de dormirme el martes, después de entender que ese llanto porque sí tenía que ver con el día de hoy. Fue un ladrillazo en la cabeza y esa noche dormí mal, me desperté varias veces y siempre pensé lo mismo: una cantidad limitada de anécdotas.

Nunca antes lo había visto desde este lado. Había pensado, sí, todo lo que me pasó a mi y mi hermana no conoció. Todo lo que podría haberle pasado a ella. Todos los lugares por los que no viajó y los sobrinos que no conoció. Cómo hubiera sido nuestra familia de haber seguido todos vivos. Qué mierda que, además de todo eso, ahora me haya dado cuenta de que tenemos una cantidad limitada de anécdotas.

El olvido parece estar agazapado, esperando para atacar, arrancando los recuerdos y escodiéndolos en lo más inaccesible de la cabeza. Me angustia no recordar la voz de mi hermana, ni cómo era estar parada al lado de ella, ni cómo éramos cuando nos mirábamos al espejo para compararnos porque todos nos veían iguales menos nosotras mismas. Tampoco recuerdo la forma de su cuerpo, su andar, su olor. Su sonrisa sí: está plasmada en demasiadas fotos. ¿Mi hermana puteaba? ¿Contaba chistes? ¿Qué cosa era lo que más la hacía reír? No sé, no recuerdo, no tengo idea. ¿Existe algo más desolador que un recuerdo que inevitablemente se borronea con el tiempo? Spoiler: no.

Pero la memoria es traicionera. La memoria trae lo que el olvido quiso esconder. Hace poco más de un año yo estaba recién separada, viviendo de prestado en la casa de unos amigos. Una noche no podía dormirme y puse música en un parlantito en la mesa de luz. Me dormí perfecto. Al día siguiente tuve que hacer lo mismo. Recién después de varias noches de repetir lo mismo me di cuenta de que hacía añares que no dormía con música y que todas las veces que lo había hecho fue cuando compartía cuarto con mi hermana. Lloré cuando me vi conectada en ese gesto, lloré mucho más cuando me di cuenta que había hecho eso a pocos días de cumplirse otro año del accidente.

Esta semana pasó lo mismo. No estuve bien y no sabía por qué hasta que le puse un motivo y el motivo siempre termina siendo ese, esa muerte, ese tiempo que pasa para todos los demás menos para ella. Está ahí. Estoy atravesada por esa falta. Siempre estoy pensando un poco en la muerte, en lo que no pudo ser, en lo que se escapa de nuestro control, en cómo convivir con la auencia.

Siempre estoy repitiéndome que aunque el olvido actúe implacable para que el recuerdo se borronee, va a suceder que abrís un cajón cualquiera y encontrás un cuaderno cualquiera y adentro una carta de tu hermana que te quiebra. O vas a escuchar una canción y vas a sentir su voz cantándola mal. O vas a ver una película y reirte en la parte que ella imitaba. O vas a elongar las piernas sin rebotar porque ella te explicó que eso le hace mal al músculo. O vas a oler su perfume en el colectivo. Y puede que esas cosas aparezcan de repente, porque sí y de la nada. Y es bastante posible que te hagan llorar un poco pero también sonreir con cierta melancolía. Porque esas cosas son la única prueba de que aunque parezca que sí, hay cosas que nunca desaparecen.


martes, 15 de agosto de 2017

Sueño con tequila

Estoy en un after (¡yo! ¡en un AFTER!) con mis compañeros de trabajo, que no son mis compañeros de trabajo de ahora ni de ningún trabajo que haya tenido sino unos compañeros de trabajo de sueños, compañeros de trabajos jóvenes y viriles, de esos que van a afters.

Tomamos cerveza en un local profundo y angosto, con piso de paja, luces amarillentas, mesas altas de madera. Es tan feo y tan ruidoso que no entiendo bien quién habla y de qué, pero las cevezas circulan con entusiasmo y sin pausa, un poco se vuelca pero está todo bien, estamos todos contentos. ¿Comemos algo?

Me gusta un chico. Es un cheto carilindo mucho más joven que yo. De esos que son graciosos en su universo de niño de papá, un chacarero sin conciencia social pero con buenos chistes. Lo miro y no entiendo por qué me gusta, cómo me va a gustar ese pibe, ¡está bronceado por el sol del invierno de cuando fue a esquiar! Eso es lo mismo que decir: ¡es de otro planeta!

Estamos festejando un cumpleaños, pero en algún momento todo se distorsiona y empieza lo más movido: shots de tequila. Con lo que odio el tequila. No sé qué hacer en medio de este tequilazo. No sé cómo protegerme de esta lluvia de tequila.

El pico más alto del festejo involucra fuego y boludos. La paja está empezando a prender, los boludos le tiran tequila puro, las explosiones son festejadas con gritos y más alcohol. ¡Que se avive el fuego! ¡Que se prenda todo! Yo, que estoy en el fondo del local, quiero irme pero qué pena irme sola, por qué el nene de papá no me da cabida, ¿tengo que prender un fuego yo también? ¿qué hay que hacer? ¿cómo te gustaría que me rebaje para que me des un poquito de amor?

Las llamas crecen y mis compañeros de trabajo y mi cheto gracioso y su padre (que también anda por ahí) se han convertido en unas bestias de ojos rojos, unos incendiarios gritones, excitados como chicos en un pelotero, rojos por el calor, las ropas empapadas de sudor y alcohol. ¡Yo lloro! Atravieso los fuegos tapándome la cara con el brazo derecho mientras se me caen las lágimras y los mocos. Esquivo flamas y esquivo también los tequilazos que me tiran encima mientras corro hasta la salida, un camino interminable y una puerta a la que nunca llego porque me despierto.

Me da pena no saber si en el sueño escapaba, cierro los ojos y trato de sentir esa misma desesperación y por un segundo creo poder largarme a llorar nuevamente, meterme en el incendio y tratar de zafar pero no. Creo que me pongo a soñar otra cosa. O nada.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Lo malo, si breve, no tan malo

En mis fantasias más recurrentes la gente se gira para mirarme: soy deslumbrante.
Hoy en el colectivo un tipo iba con un escarbadiente enganchado en la boca, una señora tomaba mate, un chico vomitó y un niño se durmió arriba mio. Las ventanas estaban empañadas y no sé qué pasa con la gente y el lavado de dientes de la mañana o mejor dicho con la higiene personal en general. Fue bastante mejor que la película de terror que vi ayer con dos amigas, The house from Willow Street: una banda de malhechores secuestra a una chica y resulta que la chica tiene *algo siniestro*. Me quedé dormida al final porque ya había pasado lo que más me interesa de una película de terror: el comienzo, cuando todavía no se entiende de qué la va y todo es misterioso y todo parece guardar un oscuro secreto y los monstruos aparecen por primera vez, haciendo que nos sobresaltemos en nuestro lugar. Qué placer esa descarga. Estaba tan mal actuada la película que las tres que mirábamos pensamos que podríamos haberlo hecho mucho, muchísimo mejor.

martes, 8 de agosto de 2017

Apuntes para un cuento que nunca voy a escribir

Mi boliche-puterío abandonado preferido queda sobre avenida Rivadavia a la altura de Ciudadela. Siempre que pasé de noche vi, desde el tren, una copita o una chica hechas de luces de neón que parecía vaciarse si era una copita o bailar si era una chica (¿tal vez era una chica con una copita?). En fin, una fachada oscura con ese motivo incandescente, un primer piso que creo tenía un cartel. ¿Qué decía el cartel? Pasé tantas veces que me enoja no tener almacenado cómo se veía, exactamente.
Cerró hace bastante, pero me di cuenta una noche, porque solamente en la oscuridad podía vislumbrarse qué era ese lugar. De día era simplemente una pared negra, una puerta negra, un toldo negro. Ahora está cerrado y ocupado. A veces paso y de las ventanas de ese primer piso cuelgan ropas que se secan al sol. Un día vi una chica asomada. Era joven y flaquísima, esa delgadez que confunde un cuerpo de mujer con uno de niño. Fumaba y miraba enfrente, donde están las vías del Sarmiento. Tenía una expresión aburrida, casi vacía. Entonces pensé que habían quedado atrapadas ahí.
Un par de prostitutas solas se habían apropiado del lugar. No habían echado a patadas a nadie, no las vi haciendo una revolución. Las vi la última noche de trabajo -ya con poco trabajo, con pocos clientes-, las vi esquivando la luz del día que empezaba a colarse esa madrugada de domingo, las vi despidiendo al último de los tipos, recordando las últimas palabras del dueño (imaginé un dueño horrible): esto no va más, hoy es la última noche. Las vi cerrando la puerta que da a la calle, las vi mirándose entre ellas una vez que las luces violetas estuvieron apagadas, una vez que el lugar se iluminó por los rayos de un sol que ya no intentaron tapar. Una vez que la música dejó de sonar, que lo único que se escuchaba era el tren pasar cada no sé cuántos minutos. Las vi mirando el piso alfombrado de colillas, los sillones húmedos, los vasos con marcas de rouge barato. Las vi sacándose los zapatos, caminando y acariciando los muebles, despidiéndose de andá a saber cuántas noches ahí. Las vi sonriendo. Las vi en tetas acomodando las sillas, descalzas y con las plantas de los pies negras. Las vi inmóviles, firmes frente a la ventana, a contraluz, escuchando sin moverse los golpes en la puerta de metal, los gritos pidiendo abran la puerta, la concha de su madre. Las vi inmóviles, firmes frente a la ventana, a contraluz, mirando el tren pasar.