jueves, 17 de agosto de 2017

Una cantidad limitada de anécdotas

Una vez íbamos caminando y se distrajo y se dio la frente contra un poste de luz. Otro día me llevó en auto al colegio y se enojó porque yo no paraba de reírme y pensó que me reía de cómo estaba manejando (yo, en realidad, me estaba riendo de nervios porque desde el auto veía al chico que me gustaba). Era chiquita y estaba parada en una silla, al lado de mi mamá, mientras mi mamá hacía milanesas. Entonces dijo "qué rica está la papa, mami" y cuando mi mamá la miró tenía un cacho de carne cruda colgando de la boca. Mirábamos El espinazo del diablo y preguntó, mirando el plano de un aljibe: "¡¡¿¿eso es una bomba??!!". Llegamos con mis papás de un cumpleaños familiar y se había quedado encerrada en el cuarto con su noviecito. Se puso triste cuando volvió de Cuba y en el aeropuerto no la esperamos con un cartel de bienvenida, lloró de emoción cuando llegó a casa y vio que yo había decorado todo para recibirla. Me agarró de la mano cama a cama cada vez que tuve miedo a la hora de dormir. Me malcrió. Me llevó de Transradio a Microcentro cuando tenía doce y yo tres. Me peinó: peinado de princesa, una trenza, colita alta. Animó algunos de mis cumpleaños, me llevó a pasear, me consiguió trabajo. En una época nos dormíamos escuchando José Luis Perales a todo volumen. En otra, a Julio Iglesias. Los casettes de la banda sonora de Grease los gastamos. Le conté algunos secretos, hablamos mal de mi mamá, se enojó cuando no pude enfrentar algunas situaciones, después me abrazó. Un domingo almorcé con ella, le regaló a mi papá un estuche para guardar cds (era el día del padre), comimos sorrentinos con salsa, antes de irse se llevó ropa suya que me había prestado porque yo tenía un trabajo donde tenía que ir más o menos elegante. No recuerdo si lo dijo pero sé que se llevó esa ropa porque yo la descuidaba un poco. Y sé, también, que yo me enojé aunque ella tenía razón. Esa fue la última vez que la vi.

El lunes pasado me levanté pero no quería levantarme. Quería taparme y quedarme ahí y pensé que era raro, haber estado tan bien hasta el domingo a la noche y ahora este sopor. Duró todo el día, un bicho molesto zumbándome en el oído. El martes a la tarde volví del trabajo, me senté en el sillón a jugar jueguitos en el celular, de repente fueron las once de la noche y yo lloré porque sí.

Hoy mi hermana hubiera cumplido años.

Yo me olvido que no me olvido y eso me tortura bastante: la sensación de que no la tengo presente, que no la pienso lo suficiente, que no hablo de ella lo necesario. Y también pienso que siempre cuento lo mismo. Las mismas historias, las mismas imágenes, los mismos furcios, los mismos gags. Me da tristeza pensar eso porque confundo falta de memoria con un límite real: tengo una cantidad limitada de anécdotas con mi hermana. Siempre voy a terminar contando las mismas porque nunca voy a tener otras. Pensé esto justo antes de dormirme el martes, después de entender que ese llanto porque sí tenía que ver con el día de hoy. Fue un ladrillazo en la cabeza y esa noche dormí mal, me desperté varias veces y siempre pensé lo mismo: una cantidad limitada de anécdotas.

Nunca antes lo había visto desde este lado. Había pensado, sí, todo lo que me pasó a mi y mi hermana no conoció. Todo lo que podría haberle pasado a ella. Todos los lugares por los que no viajó y los sobrinos que no conoció. Cómo hubiera sido nuestra familia de haber seguido todos vivos. Qué mierda que, además de todo eso, ahora me haya dado cuenta de que tenemos una cantidad limitada de anécdotas.

El olvido parece estar agazapado, esperando para atacar, arrancando los recuerdos y escodiéndolos en lo más inaccesible de la cabeza. Me angustia no recordar la voz de mi hermana, ni cómo era estar parada al lado de ella, ni cómo éramos cuando nos mirábamos al espejo para compararnos porque todos nos veían iguales menos nosotras mismas. Tampoco recuerdo la forma de su cuerpo, su andar, su olor. Su sonrisa sí: está plasmada en demasiadas fotos. ¿Mi hermana puteaba? ¿Contaba chistes? ¿Qué cosa era lo que más la hacía reír? No sé, no recuerdo, no tengo idea. ¿Existe algo más desolador que un recuerdo que inevitablemente se borronea con el tiempo? Spoiler: no.

Pero la memoria es traicionera. La memoria trae lo que el olvido quiso esconder. Hace poco más de un año yo estaba recién separada, viviendo de prestado en la casa de unos amigos. Una noche no podía dormirme y puse música en un parlantito en la mesa de luz. Me dormí perfecto. Al día siguiente tuve que hacer lo mismo. Recién después de varias noches de repetir lo mismo me di cuenta de que hacía añares que no dormía con música y que todas las veces que lo había hecho fue cuando compartía cuarto con mi hermana. Lloré cuando me vi conectada en ese gesto, lloré mucho más cuando me di cuenta que había hecho eso a pocos días de cumplirse otro año del accidente.

Esta semana pasó lo mismo. No estuve bien y no sabía por qué hasta que le puse un motivo y el motivo siempre termina siendo ese, esa muerte, ese tiempo que pasa para todos los demás menos para ella. Está ahí. Estoy atravesada por esa falta. Siempre estoy pensando un poco en la muerte, en lo que no pudo ser, en lo que se escapa de nuestro control, en cómo convivir con la auencia.

Siempre estoy repitiéndome que aunque el olvido actúe implacable para que el recuerdo se borronee, va a suceder que abrís un cajón cualquiera y encontrás un cuaderno cualquiera y adentro una carta de tu hermana que te quiebra. O vas a escuchar una canción y vas a sentir su voz cantándola mal. O vas a ver una película y reirte en la parte que ella imitaba. O vas a elongar las piernas sin rebotar porque ella te explicó que eso le hace mal al músculo. O vas a oler su perfume en el colectivo. Y puede que esas cosas aparezcan de repente, porque sí y de la nada. Y es bastante posible que te hagan llorar un poco pero también sonreir con cierta melancolía. Porque esas cosas son la única prueba de que aunque parezca que sí, hay cosas que nunca desaparecen.


martes, 15 de agosto de 2017

Sueño con tequila

Estoy en un after (¡yo! ¡en un AFTER!) con mis compañeros de trabajo, que no son mis compañeros de trabajo de ahora ni de ningún trabajo que haya tenido sino unos compañeros de trabajo de sueños, compañeros de trabajos jóvenes y viriles, de esos que van a afters.

Tomamos cerveza en un local profundo y angosto, con piso de paja, luces amarillentas, mesas altas de madera. Es tan feo y tan ruidoso que no entiendo bien quién habla y de qué, pero las cevezas circulan con entusiasmo y sin pausa, un poco se vuelca pero está todo bien, estamos todos contentos. ¿Comemos algo?

Me gusta un chico. Es un cheto carilindo mucho más joven que yo. De esos que son graciosos en su universo de niño de papá, un chacarero sin conciencia social pero con buenos chistes. Lo miro y no entiendo por qué me gusta, cómo me va a gustar ese pibe, ¡está bronceado por el sol del invierno de cuando fue a esquiar! Eso es lo mismo que decir: ¡es de otro planeta!

Estamos festejando un cumpleaños, pero en algún momento todo se distorsiona y empieza lo más movido: shots de tequila. Con lo que odio el tequila. No sé qué hacer en medio de este tequilazo. No sé cómo protegerme de esta lluvia de tequila.

El pico más alto del festejo involucra fuego y boludos. La paja está empezando a prender, los boludos le tiran tequila puro, las explosiones son festejadas con gritos y más alcohol. ¡Que se avive el fuego! ¡Que se prenda todo! Yo, que estoy en el fondo del local, quiero irme pero qué pena irme sola, por qué el nene de papá no me da cabida, ¿tengo que prender un fuego yo también? ¿qué hay que hacer? ¿cómo te gustaría que me rebaje para que me des un poquito de amor?

Las llamas crecen y mis compañeros de trabajo y mi cheto gracioso y su padre (que también anda por ahí) se han convertido en unas bestias de ojos rojos, unos incendiarios gritones, excitados como chicos en un pelotero, rojos por el calor, las ropas empapadas de sudor y alcohol. ¡Yo lloro! Atravieso los fuegos tapándome la cara con el brazo derecho mientras se me caen las lágimras y los mocos. Esquivo flamas y esquivo también los tequilazos que me tiran encima mientras corro hasta la salida, un camino interminable y una puerta a la que nunca llego porque me despierto.

Me da pena no saber si en el sueño escapaba, cierro los ojos y trato de sentir esa misma desesperación y por un segundo creo poder largarme a llorar nuevamente, meterme en el incendio y tratar de zafar pero no. Creo que me pongo a soñar otra cosa. O nada.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Lo malo, si breve, no tan malo

En mis fantasias más recurrentes la gente se gira para mirarme: soy deslumbrante.
Hoy en el colectivo un tipo iba con un escarbadiente enganchado en la boca, una señora tomaba mate, un chico vomitó y un niño se durmió arriba mio. Las ventanas estaban empañadas y no sé qué pasa con la gente y el lavado de dientes de la mañana o mejor dicho con la higiene personal en general. Fue bastante mejor que la película de terror que vi ayer con dos amigas, The house from Willow Street: una banda de malhechores secuestra a una chica y resulta que la chica tiene *algo siniestro*. Me quedé dormida al final porque ya había pasado lo que más me interesa de una película de terror: el comienzo, cuando todavía no se entiende de qué la va y todo es misterioso y todo parece guardar un oscuro secreto y los monstruos aparecen por primera vez, haciendo que nos sobresaltemos en nuestro lugar. Qué placer esa descarga. Estaba tan mal actuada la película que las tres que mirábamos pensamos que podríamos haberlo hecho mucho, muchísimo mejor.

martes, 8 de agosto de 2017

Apuntes para un cuento que nunca voy a escribir

Mi boliche-puterío abandonado preferido queda sobre avenida Rivadavia a la altura de Ciudadela. Siempre que pasé de noche vi, desde el tren, una copita o una chica hechas de luces de neón que parecía vaciarse si era una copita o bailar si era una chica (¿tal vez era una chica con una copita?). En fin, una fachada oscura con ese motivo incandescente, un primer piso que creo tenía un cartel. ¿Qué decía el cartel? Pasé tantas veces que me enoja no tener almacenado cómo se veía, exactamente.
Cerró hace bastante, pero me di cuenta una noche, porque solamente en la oscuridad podía vislumbrarse qué era ese lugar. De día era simplemente una pared negra, una puerta negra, un toldo negro. Ahora está cerrado y ocupado. A veces paso y de las ventanas de ese primer piso cuelgan ropas que se secan al sol. Un día vi una chica asomada. Era joven y flaquísima, esa delgadez que confunde un cuerpo de mujer con uno de niño. Fumaba y miraba enfrente, donde están las vías del Sarmiento. Tenía una expresión aburrida, casi vacía. Entonces pensé que habían quedado atrapadas ahí.
Un par de prostitutas solas se habían apropiado del lugar. No habían echado a patadas a nadie, no las vi haciendo una revolución. Las vi la última noche de trabajo -ya con poco trabajo, con pocos clientes-, las vi esquivando la luz del día que empezaba a colarse esa madrugada de domingo, las vi despidiendo al último de los tipos, recordando las últimas palabras del dueño (imaginé un dueño horrible): esto no va más, hoy es la última noche. Las vi cerrando la puerta que da a la calle, las vi mirándose entre ellas una vez que las luces violetas estuvieron apagadas, una vez que el lugar se iluminó por los rayos de un sol que ya no intentaron tapar. Una vez que la música dejó de sonar, que lo único que se escuchaba era el tren pasar cada no sé cuántos minutos. Las vi mirando el piso alfombrado de colillas, los sillones húmedos, los vasos con marcas de rouge barato. Las vi sacándose los zapatos, caminando y acariciando los muebles, despidiéndose de andá a saber cuántas noches ahí. Las vi sonriendo. Las vi en tetas acomodando las sillas, descalzas y con las plantas de los pies negras. Las vi inmóviles, firmes frente a la ventana, a contraluz, escuchando sin moverse los golpes en la puerta de metal, los gritos pidiendo abran la puerta, la concha de su madre. Las vi inmóviles, firmes frente a la ventana, a contraluz, mirando el tren pasar.

lunes, 7 de agosto de 2017

Lo que creo estar consumiendo aunque tal vez esté abandonando

Ayer en Parque Chacabuco estaban dos de los hermanos Pauls y muchas chicas disfrazadas de Sailor Moon (¿se dice "disfrazadas" o ese es un término burlón?). Nunca me gustó Sailor Moon ni mangas  ni animé ni cómics ni novelas gráficas y envidio bastante a los que saben, conocen o gustan de. Tampoco es que lo intenté demasiado. En el parque también estaba Luis Zamora haciendo campaña por sí mismo. A la noche vi The warriors y lamenté haber demorado casi treinta y cuatro años en llegar a ella y también quise que fuera posible viajar al pasado para viajar a mis diecipocos y verla por primera vez siendo una adolescente. Quisiera ser adolescente de nuevo para hacer muchas cosas diferentes. Almorcé chipa traída directamente de Posadas, merendé una empanada frita cuando volvía del parque y cené un sushi bastante flojo que venía con rolls de cosas fritas y salsa de mostaza (¡salsa de mostaza!). Antes de dormir empecé un libro y lo cerré cuando llegué al segundo capítulo pensando: ¿por qué acabo de empezar otro libro cuando tengo tantos sin terminar?

Cada vez me cuesta más terminar libros. No, no es que me cueste, es que los considero leídos cuando llego a la mitad aunque objetivamente considere que eso no es haber leído el libro. Los abandono sin darme cuenta y los retomo como si nada y los vuelvo a abandonar. En este momento tengo empezados y considero que voy a terminar en algún momento y recomiendo como si hubiera terminado:

Jajaja de Inés Acevedo. Ella me hace reír mucho, creo que no la comprendo del todo, se mueve en una sintonía que me encanta. Me compré este libro de cuentos incluso antes de haber leído su novela anterior, Una idea genial. No sé bien por qué me arrisgué así, creo que me hablaron de ella con tanto entusiasmo que me contagié. La novela me la morfé una tarde de domingo y pensé que sucedería lo mismo con los cuentos de Jajaja pero el libro está ahí en una pila de libros empezados, esperando que lo retome y yo lo quiero retomar porque tengo el reuerdo de haber pasado un momento muy divertido mientras duraron esas pocas páginas que leí.

Alias Grace y El señor de las muñecas y otros cuentos de terror, ambos de Margaret Atwood. Es así: por algún motivo empecé a seguir a Margaret en twitter. Me sonaba su nombre y me parecía que era alguien a quien había que admirar aunque nunca había leído nada suyo. Me cayó mil puntos. Es una divina graciosa amante de los gatos que se la pasa subiendo fotos del lugar donde vive. Me gusta mucho la gente que profesa cierto amor por su hogar (cierto amor porque tampoco sea cosa que lleguemos al fanatismo, cómo me deprime el fanatismo). Arranqué el de cuentos de terror y me venía gustando un montón, me angustiaba demasiado y después soñaba, por eso dejé de leerlo justo antes de dormir y por eso lo tengo en pausa (un día soñé que me violaban en mi casa, extensión directa de uno de estos cuentos). En el medio leí casi de un tiró El cuento de la criada porque justo empecé la serie y la ansiedad de saber qué venía en uno y otro fue un impulso que no falló. Y como ahora van a hacer una serie sobre Alias Grace, lo empecé y leí dos o tres capítulos y me quedé dormida. Seguramente lo retome cuando arranque la serie.

Florentina de Eduardo Muslip. Lo considero LEÍDO porque sé que me resta sentarme cuarenta minutos a terminarlo. Es adorable de principio a fin (sí, a FIN), me hizo pensar mucho en mi madre y en mi abuela y en ese proyecto que tengo de escribir alguna vez un todo sobre mi madre.

Fóllame de Virgine Despentes. Leí más de la mitad pero no puedo explicar de qué va. No es que no lo haya entendido, simplemente me di ese saque de un tirón un viernes, sola, en un bar, tomando muchas cervezas y pensando y llorando por algo muy triste que me habían contado la noche anterior (¡qué linda imagen!) Yo leía y avanzaba las páginas pero lo único que volvían a mi cabeza eran las palabras tristes que había escuchado menos de un día antes.

Cómo se hace una chica de Caitlin Moran. Lo empecé anoche y no puedo creer haber pensado que era de ensayos, como el otro que leí (Cómo ser mujer). En fin, ya me enganchó: historia familiar de familia numerosa pobre en Londres, padre músico frustrado, madre depresiva y creo que alcohólica, chica de catorce, obesa, virgen y jamás besada. Ay, las coming of age.

La casa de los eucaliptus de Luciano Lamberti. Lo que tienen los libros de cuentos es que tranquilamente uno puede eternizar su lectura y nunca sentir que realmente lo abandonó. El cuento uno me gustó mucho, el cuento dos me gustó demasiado, el tres me gustó para un corto, el cuarto lo salteé y el quinto lo abandoné porque la segunda persona siempre me agobia un poco. Pero el terror me gusta, Lamberti me encanta, no hay chance de que no lo termine en una o dos sentadas más que pueden suceder esta misma semana o el año que viene.

Todo cuanto amé de Siri Husvedt. De toda esta lista, este es posiblmente el único que considero haber realmente abandonado. Me resulta lento y un poco tedioso o no tedioso pero sí solemne. O ampuloso. O vueltero. O algo que no identifico del todo pero por momentos me hace bostezar. Es un mambo mio, no tiene nada que ver con el libro, al punto que le diría a cualquiera que esté leyendo esto que VAYA Y LO LEA.

Maniobras de evasión de Pedro Mairal. También lo empecé ayer y estoy tan fascinada que creo haber vuelto al blog por el subidón que me dio leerlo a Mairal. Estúpida y sensual literatura del yo.

Este fin de semana también: vi la de Francella enano (el otro día me di cuenta que lloro con cualquier película, ésta no fue la excepción), vi la de Suar y los swingers, me teñí el pelo de rosa, entre sábado y domingo caminé catorce kilómetros e intenté revolear una llave desde una planta baja hasta la ventana de un primer piso, fallando como una campeona y estableciedo, posiblemente, un récord en mala puntería.

domingo, 6 de agosto de 2017

Sobre mi relación con las stories de instagram

Mi relación más intensa en los últimos tiempos es con las stories de instagram. Tienen ese aparente encanto del recorte instantáneo, poco preparado, sin edición. Esa urgencia de compartir algo: es ahora, rápido, lo digo, lo grabo, le saco una foto, le pongo un filtro, una etiqueta. Se imprime. Total, en un rato desaparece.

Estoy obsesionada. Miro stories de toda la gente que conozco pero también de gente de twitter que no conozco en la vida real, de famosos que me caen bien y de los que me caen pésimo y de todas los que me sugiere instagram. A la noche, con la luz apagada, justo antes de dormir, son mi canción de cuna. Mi aspiracional, pero también eso que nunca quisiera ser. El compendio de mis sueños y pesadillas y lo que más me gusta hacer en el mundo: chusmear vidas ajenas. Mi paco.

Ya sé que es mentira, ya sé que es un recorte, ya sé que es algo que no existe. Quiero decir: trabajo de editar imágenes y de reordenarlas para darles el sentido que se me cante a mi, al guionista o al productor a cargo. Y sin embargo las creo. Aunque sean inverosímiles, aunque se note la actuación, aunque se vea el paréntesis. Son una ilusión perfecta porque, además de todo, desaparecen a las veinticuatro horas. No quedan rastros, y al no quedar rastros generan una falta de vergüenza que es asombrosa. Me fascina ver a mis amigas con una corona de espinas, mirando a cámara con los ojos un poco desorbitados. Me fascina ver a mis amigos caminando y contando hacia dónde están yendo. Me fascinan el antifaz con ojitos dormidos, las orejitas de perro, los filtros de GOT. Me encanta que no les importe y que se diviertan. Me da envidia no poder hacerlo.

Hace un tiempo, cuando todavía no habían explotado las stories de instagram, muchos usaban snapchat. Me moría por estar. Por participar. Por convertir mis ojos en ojos de animé, por vomitar un arcoiris, por poner mi cara y transformarla en un animal, en un rey, en un zombie. Mis amigas me insistían: te vas a cagar de la risa, te vas a enganchar, bajatela. Y yo que no, ya sé que no, ya sé que podría divertirme pero la verdad es que no estoy ta segura de mi misma como para ponerme un filtro de abejita y cantar una canción y dejar que los demás se diviertan. No sé reirme de mi de esa forma, me da una vergüenza bárbara que quede instalado el sí, la conozco, la sigo en snapchat, es una pelotuda. Como si eso importara demasiado.

Viajé a NY unos días y mi amiga Rocío, con quien fui, me convenció: empecé a hacer mis propias stories de Instagram. Lo cierto es que soy vieja. Soy lenta, no entiendo bien cómo funcionan, siempre llego un poco tarde, me olvido. Ni siquiera saco tantas fotos. Y, para peor, no me gusta aparecer en cámara. Tengo un sólo ángulo de selfie que me permito en la vida y fuera de ese pienso que en absolutamente todas las fotos y videos del mundo salgo sencillamente mal.

Mis stories del viaje fueron desparejas: algunos días dos fotos, otros días ocho fotos de algo muy parecido. Replicaban el entusiasmo que tengo por todo: por la mañana arrancaba siendo detallista y minuciosa y con el correr del día me iba olvidando de postear o posteaba todo con el mismo filtro. Para la noche ya me había olvidado por completo. Cuando volví del viaje no volví a hacer ni una story de instagram hasta hoy.

El domingo pasado me levanté y sentí una felicidad que hacía mucho no sentía. No había pasado nada en particular. Simplemente me había levantado sola en mi casa, estaba tomando mate y miraba una serie que terminé hace unos días y me encantó (¡es esta, mírenla!). Nada del otro mundo y sin embargo tenía un subidón de alegría que me resultó extraño. Unas horas más tarde estaba enroscada: había perdido todo el domingo tirada en un sillón mirando una serie y tomando mate. Lo hablé en terapia: cómo podía ser que esa felicidad se hubiera convertido tan fácil en amargura. Cómo lo mismo que me hizo sonreir sola en mi casa de repente era un yunque que me había hundido. Todavía estoy trabajando en una respuesta posible.

Hoy me levanté y lo mismo: hice mate y abrí un libro y en la primera oración me di cuenta de que me iba a encantar (¡es este, leanlo!). Entonces decidí registrarlo. En mi story de hoy aparece la primera página del libro, después aparece un mate perfecto, después aparece esto que estoy escribiendo acá. 

Sobre mi story de hoy descansa la esperanza de no olvidarme que hoy me levanté muy feliz y que hice cosas que me hacen feliz y que sostuve esa felicidad hasta que llegó la tarde y me puse a sufrir porque sí. Pero fue lindo mientras duró.