domingo, 19 de enero de 2014

Berlín - Trepotwer Park - Spreepark

Pasamos por un puentecito sobre la calle Puschkinallee y lo vimos a nuestra derecha y también a nuestra izquierda: el Treptower Park.



A diferencia de la inmensidad descampada del Tempelhofer que habíamos visto unas horas antes, ahora teníamos enfrente un entramado copioso de árboles que invitaba a entrar. Entonces entramos. Doblamos a la derecha y circulamos por todos los caminitos de tierra, rodeados por árboles y más árboles. El parque no parecía abandonado pero tampoco estaba exageradamente cuidado. El pasto un poco alto, no mucho más. Llegamos a lo que parecía el final, un límite, una pared, una ligustrina (acá la memoria me está jugando una mala pasada y no recuerdo muy bien la imagen) y cuando pasamos ese obstáculo nos encontramos con dos filas de árboles altos y prolijos, un sendero en el medio y cuando terminamos de pasar por el sendero nos encontramos con el monumento -monumental, inmenso- a los soldados soviéticos caídos en la batalla de Berlín en abril/ mayo de 1945. No sé cuánto tiempo nos quedamos en el memorial, rodeándolo, recorriéndolo, unas partes caminando, otras en bici. Paramos en silencio, después hablamos un poco, era el primer espacio tan directamente dedicado a la memoria con el que nos encontramos en Berlín y yo me quedé pensando en algo sobre la memoria y los alemanes que después volví a pensar en el memorial del holocausto. Los alemanes y la memoria o los alemanes y su manera de recordar.







Había un lago. Una señora meando sin disimulo. Una pareja sentada en un banco. Un pedazo de parque con flores muy chiquitas de muchos colores. Me habían dicho que en el Treptower hay un sector nudista. No lo encontré. También me habían dicho que cayendo la noche se llenaba de tipos que iban a inyectarse bajo las copas oscuras de los árboles. No los vi.




Me habían dicho que al fondo del parque había un parque de diversiones abandonado al que uno podía colarse.

Lo encontré.

En el mapa que teníamos no aparecía o por lo menos no aparecía con el nombre del parque de atracciones. Aparecía un nombre similar bien arriba, un poco oculto y un poco inalcanzable. Lo primero que teníamos que hacer era cruzar al otro lado del parque. Cruzamos. Después de cruzar teníamos que lograr no distraernos con ese nuevo parque que se nos aparecía adelante: a orillas de río Spree, gente recién salida del trabajo tomando cerveza, tirados en el pasto, unos botecitos en el río, angosto, tranquilo, parecido a cualquier brazo del Delta. Quisimos quedarnos, teníamos que quedarnos, pero también teníamos que encontrar el parque abandonado. Seguimos. Bordeamos el río, por momentos empezábamos a rendirnos, por momentos yo pensaba que había mirado mal el mapa, por momentos sentía que el parque estaba cada vez más lejos e inalcanzable, por momentos me desconcentraba de la tarea mirando el sol que empezaba a caer sobre el río y teñía todo de amarillo, naranja, rojo. Y en eso estaba, medio distraída y medio de mal humor porque nunca llegábamos, cuando Juan me dice "Mirá" y cuando miro la veo: la vuelta al mundo.

Fuimos rodeando todo el parque pero desde afuera no se veía mucho más que esa vuelta al mundo oxidada. Seguimos el caminito esperando encontrar algún tramo de reja rota para poder meternos. Bajamos de las bicis y caminamos un poco, nos cruzamos con un chico que ya no me acuerdo si nos hablaba en inglés o en castellano, pero nos mostró por dónde había entrado él, nos dijo que nos ayudaba a trepar, que el lugar era alucinante, que había salido para acompañar a su novia que tenía miedo pero que ahora iba a volver a entrar a sacar unas fotos porque, repitió, el lugar era alucinante. Lo seguimos, atamos las bicis, nos trepamos, entramos.

El Spreepark se inauguró en el 1959 con el nombre de Kulturpark Plänterwald y fue el único parque de diversiones activo de Alemania del este. En 1989 cerró y reabrió con el nombre de Spreepark Berlin y siguió abierto hasta el 2001. Norbert Witte, uno de sus dueños a.k.a. "El Rey de los Crruseles", quería convertir el parque en uno de los más grandes del mundo.

Sumó atracciones y se fue transformando en un parque como cualquier otro, como los de Disney, por ejemplo. A partir de 1999 tuvo tantas deudas que en el 2001 el Spreepark cerró. En 2002 uno de sus dueños, Norbet Witte, se vino acá nomás, a Lima, con su familia y seis atracciones del parque berlinés para repararlas en Perú y armar un nuevo parque, el Lunapark. Para el 2003 todavía no había podido, se había llenado de deudas, su mujer se había tomado el palo con cuatro de los cinco hijos y el se quedó con Marcel, el hijo mayor, desesperanzado, e hizo lo que cualquier hombre de familia hace en un momento de desesperación: metió 167 kilos de cocaína en una de las atracciones que se había traído e intentó mandarla de vuelta a Berlín diciendo que ya estaba arreglada. Les dieron 20 años.








Una vez adentro del parque me acordé de todas las películas de terror que había visto en mi vida y me agarró un miedo inhumano. Me temblaban las piernas. Transpiraba. No podía hablar. Sentía que iban a aparecer cosas: un perro enfurecido, un muerto, un zombie, un monstruo, un guardia de seguridad. Cosas. Ver una foto de un lugar abandonado es una cosa pero estar ahí, entre ruinas, óxido, cosas podridas, cables sueltos y silencio, es otra. El abandono de un parque de diversiones es doblemente triste: todas las instalaciones tienen formitas amables y colores felices, algunas hasta tienen carita. Hay vías que no se saben de dónde vienen ni adónde llevan. La vuelta al mundo es altísima y estoy segura que los días de mucho viento chilla un poco. Hay dinosaurios gigantes intervenidos en todo el parque. Las plantas se las ingenian para ir haciéndose lugar en cada lugar. Hay salones vacíos con capas y capas de tierra y por todos lados hay marcas de que todavía ahí va gente. Graffitis. El aire del lugar es triste y melancólico. Quiero decir: es un parque de diversiones abandonado. Cerrado. Sin gente. Sin niños ni música ni colas ni empleados. Un parque de diversiones, un lugar donde uno se olvida de lo hostil que es el mundo y juega sin pensar. Un lugar en el que uno puede caer de 20 metros de altura atado a una silla sabiendo que no se va a morir. En el que uno puede sentir picos de adrenalina controlados. Mareos y vómitos que no significan embarazos, colas que no son burocracia, alegrías pasajeras, descargas emocionales. Un lugar que tiene todo para regalar felicidad y acá esa felicidad está apagada, muerta.






Juan caminaba adelante mio enloquecido, sacando fotos, mirando todo, queriendo llegar más lejos, atolondrado. Yo caminaba mirando al piso, adelante, a los costados, arriba y volviendo a empezar. No sé qué pasó. Me distraje con algo. O escuché un ruido. O solamente paré. Y cuando levanté la vista estaba sola. No quería gritar. No podía gritar. Dije "Juan" un par de veces, un grito ahogado. Di unas vueltas en el lugar estirando un poco el cuello pero veía: abandono, abandono, abandono. Lloré. Caminé con los ojos llenos de lágrimas, sentía los mocos cayéndome de la nariz pero no podía hacer nada con eso, no ahora, no en este momento en el que me había quedado sola en una realidad paralela en un lugar abandonado en completa soledad. Juan apareció muy poco después y trató de consolarme aunque no entendía qué me había pasado.







Afuera del parque intenté explicarle el miedo que me había agarrado. El me preguntaba cómo se me ocurría que me iba a dejar ahí sola y yo le decía que el miedo era mucho más irracional que eso. Hace unas noches soñé que toda mi familia se iba a un país que no me acuerdo de un momento a otro, casi sin avisarme, y yo tenía que despedirme de todos sabiendo que nunca jamás iba a volver a verlos. Me desperté y también lloré y estuve angustiada todo el día. Los miedos son así.

Anduvimos en bici por el bosque un rato más. Eran los últimos minutos de luz que quedaban. Nos cruzamos con un pedazo de cemento en el medio del bosque que decía "ghosts of Iraq". Elegimos un tronco, nos sentamos, brindamos con cerveza.


sábado, 18 de enero de 2014

Berlín - Tempelhofer Park

Yo no sé por qué quería conocer Berlín pero quería conocer Berlín.
Ahora que conozco Berlín digo que Berlín es el mejor lugar que pisé en la vida pero todavía no sé dos cosas: si conozco Berlín y si me gusta Berlín porque quería conocerla aunque no sé por qué quería conocerla o si realmente me gusta Berlín. De una u otra forma el diario de viaje quedó interrumpido cuando volví a Buenos Aires. Tengo una libretita que acusa qué hice cada día en Bélgica y qué hice cada día en Berlín y al menos una vez por semana desde mi vuelta me prometí terminar el diario. Pero cuando el tiempo pasa un diario deja de ser un diario y se vuelve imágenes mezcladas, anécdotas cruzadas, paseos inventados. Quedan recortes. Este, por ejemplo, es un recorte del primer día en Berlín.

Llegamos al Tempelhofer Park un poco después del mediodía. Fueron casi cinco kilómetros que hicimos, tranquilos, mirando cada pavada que se nos cruzaba, asombrándonos de todo y pensando, todavía, casi después de un mes de viaje, que no era posible que estuviéramos en Europa. Cosas de pobres.


El Tempelhofer era un aeropuerto que funcionó con interrumpciones, desde el 1923 hasta el 2008, pero hoy es un parque, el parque público más grande de Berlín y creo que el más grande que haya visto en mi vida. A simple vista (al primer vistazo) se presenta como un descampado enorme en el que a simple vista (al primer vistazo) no hay nada: no hay árboles, no hay juegos de plaza, no hay circuitos de circulación, no hay flores, no hay gente. Es cuestión de volver a mirar, de caminar un poco, de meterse más, para descubrir que el Tempelhofer es mucho más que un descampado sin árboles y mucho más que un parque en medio de la ciudad. Tiene mini golf, un templo shaolin, pistas para correr, andar en bicis, rampas de skate, a lo lejos la construcción que era el aeropuerto, pistas de aterrizaje, un festival anual de barriletes y de unos cosos inflables, recitales (por ejemplo, en septiembre de 2013 tocaron Blur, MIA, los Pet Shop Boys, Tomahawk). Es, de verdad y desde donde se lo mire, inmenso.


El parque tiene, por ejemplo, una sección de jardines (Allmende-Kontor, una traducción muy pobre sería "oficina para espacios comunitarios" y es una traducción muy muy pobre porque el proyecto tiene que ver con jardines comunitarios y no con oficinas grises con luces blancas): pequeños espacios en los que la gente arma su parquecito con flores, ingenio y creatividad. En cada lugar libre, un planta. Plantas adentro de botas, sillas en apariencia abandonadas pero en realidad perfectamente planificadas para que uno vaya, mire y disfrute de un verde que en primavera explota y en invierno desaparece casi por completo, una falsa cita de Borges pintada en una madera, un auto de juguete explotado de arbustos y mucha desprolijidad y mi primera y segunda lección sobre los alemanes:
-Son estricta y ordenadamente desprolijos. El paso está un poco alto, no hay "arreglos florales" sino flores, flores, flores, flores.
-No hacen nada porque sí. En este caso, la idea que sobrevuela los jardines comunitarios (estos en Tempelhofer y todos los que me vaya a cruzar en el viaje) es un planteo al problema social urbano, en especial lo relacionado al respeto por la diversidad cultura, social y biológico, la ecología, la educación, la proclamación de una vida saludable, la solidaridad y la inclusión social.






También hay un proyecto escolar que se llama Gecekondu - Über Nacht Gelandet, un proyecto de construcción hecho por niños inspirado en las casas que se construyen los turcos del campo que van a trabajar a la ciudad y no tienen donde dormir y no tienen plata para una casa propia y contruyen una en terrenos públicos donde no pueden contruirlos y las construyen de noche para que nadie se los impida (de hecho, "Gecekondu" son las "villas" turcas, "über nacht" es durante la noche y "gelandet", aterrizado: villas que aparecen por la noche) . O sea.

La idea es que los niños aprendan la importancia del "do it yourself" además de poner en funcionamiento los mecanismos creativos y prácticos para poder construir una casita y que no se desmorone. Y que además logren linkear ese trabajo práctico con otro teórico: el compromiso con la ciudad de la que uno es parte.

Y entonces aprendo mi tercera lección sobre los alemanes: son desprejuiciados. Pueden jugar a construir una villa sin que eso les plantee mayores problemas morales o si eso les plantea mayores problemas morales pueden enfrentarlos y superarlos y seguir jugando a que construyen una favela y pueden dejarlas en exposición ahí, rodeándose de pastos y con las maderas pudriéndose porque sí, no iba a ser de otra forma, los materiales que usan para sus favelitas son naturales y reciclables.



Lo anduvimos en bici de una punta a la otra, lo rodeamos lo más que pudimos aunque seguramente no lo visitamos enteramente. Terminamos preguntándole a un guardia cómo podíamos volvernos a casa, nos dibujó en las afueras del mapa del parque y nos fuimos como nos dijo pero no llegamos a casa: nos cruzamos con mi primer cementerio de Berlín.



miércoles, 8 de enero de 2014

Me despierto. Ya es de día y lo que me despierta es el silbido del viento más el viento cerrando y abriendo los postigos de mi cuarto, en el tercer piso de esta casona de Becar que cuidamos con Juan. Ya hicimos el chiste de que somos Jack Torrance más veces de las tolerables y aun así no han aparecido ni gemelas ni baños de sangre ni viejas muertas. Me levanto –la cama es cama de ricos: petisa, de madera, minimalista, con sábanas blancas 100% puro algodón, colchones finitos, almohadas blanditas- y camino hasta la ventana. Estoy medio dormida y no sé qué pienso encontrar más que árboles moviéndose. Me quedo parada frente a la ventana, estoy en bombacha y nada más, sé que Juan está dormido atrás mio y pienso que soy lo más fantasmal que hubo en esta casa desde que la estamos cuidando. También pienso que si se despierta y ve mi silueta inmóvil frente a una ventana puedo volverme poesía o terror. Pero no puedo moverme de ahí, creo ver el viento como algo que viene y arrasa y arrastra y lleva y trae. Las copas de los árboles se mueven, los postigos se abren, se cierran, se siente el chiflido, las gotas pesadas que caen, la enredadera de la casa es un murmullo, millones de voces susurrando algo. Me acuesto y al rato me vuelvo a despertar con el mismo silbido y no sé qué espero encontrar frente a la ventana pero repito el ritual y lo repito cuatro o cinco veces más. A la mañana siguiente Juan me pregunta qué me pasaba que me levanté tantas veces durante la noche. “La tormenta”, le digo. “¿Qué tormenta?”