domingo, 30 de junio de 2013

25 / Londres. Día 03

Encontrarse con amigos de Buenos Aires en el exterior es una cosa maravillosa: es como estar un poco en casa (a esta altura ya estoy empezando a extrañar ciertas cotidianeidades porteñas) pero en un lugar del que ninguno conoce demasiado. Nosotros ya estuvimos con amigos en Mallorca, después en Barcelona y ahora nos tocó en Londres.

Nos encontramos con dos amigas mias en la estación Notting Hill Gate para ir a todos los parque que están cerca del palacio de Buckingham: Hyde Park, Kensington, Green Park y St. James. Tardamos media hora en encontrarnos y solamente había dos salidas de subte, es claro que ya nos olvidamos cómo arreglarnos y cómo encontrarnos sin celular. Nos abrazamos todos como si hiciera añares que no nos veíamos. Empezamos a caminar y para nuestra comodidad, las chicas conocían exactamente para dónde teníamos que caminar en cada momento.

En Kensington está el primer palacio. Los palacios son todo lo que uno piensa: cosas grandes, lujosas, recargadas, ostentosas. Para entrar hay que pagar una cantidad que no recuerdo porque no pagué, pero ya en la entrada hay algunos sillones pequeños imitación rey y reina donde los turistas vamos y nos sacamos unas fotos y nos sentimos recontra gansos. Hay una tienda de obsequios donde todo es lindo y romántico/ rococó o elegante/ aristocrático. Yo quise comprarme un juego de sellos para lacrar cartas pero me arrepentí porque era de esos impulsos de turista de los que uno después se burla toda la vida. También quise comprar tés (no tomo té), quise comprar un cepillo imitación de princesa (uso peine), un libro llamado “Teas and conversation”, otro “How to be a proper gentleman” y un último “How to prepare an exquisite english tea”. Porque siempre se puede ser un poco más boludo. Una de mis amigas me mostró un disfraz para niños que vendían en el lugar: un vestido de plebeya que se convertía en vestido de princesa. Le dedico el detalle a todos los que piensan que lo retrógrado no va más.

Llegamos al Memorial de la Princesa Diana: una fuente circular al ras del piso, está pensado para que el que quiera vaya y se refresque los pies. A mi me afectó un poco, justo ese día era el aniversario del accidente de mi hermana y yo estaba sensible. Toqué el agua y lamenté que no hiciera más calor, porque la corriente de esa agua limpia era bastante tentadora para mojarse un poco.

Caminamos por la orilla de uno de los lagos y hablamos de la cantidad de cuervos que hay en Europa, en los cisnes que estaban ahí, en los patos perfectos como los que disparábamos cuando existía el Family Game. Llegamos a la pileta del Hyde Park, un pedazo de lago semicerrado en el que la gente va a nadar. A Juan la idea le pareció tan brutal que si hubiera tenido malla se tiraba, a mi la idea me pareció divertida pero nada más, a una de mis amigas no me acuerdo y a la última directamente le pareció medio asqueroso.
Al agua pato


Cuando miré la hora me di cuenta de que aunque caminábamos rápido ya no íbamos a llegar a ver el cambio de guardia de Buckingham. Se supone que es bastante divertido como coreografía y musicalmente pero las chicas me dijeron que se junta muchísima gente y ya no me dieron tantas ganas de ir (estoy esperando muy ansiosa Berlín porque tengo la sensación de que ahí va a haber menos quilombo de gente sacando fotos). Llegamos al palacio de Buckingham, dijimos “Guau”, “impresionante”, “increíble”, “qué inmensidad”, “cuánto lujo”, “cuánto dorado”, “mirá ese ahí quietecito” y así. Un par de fotos y adiós.

Hicimos un semi pic nic en el parque St. James y nos separamos de las chicas: ellas iba a hacer un poco de shopping a un lugar al que yo ya había ido y yo había quedado con otra amiga para ir a tomar unas cervezas.


Bichito
Le dimos una merecida segunda oportunidad a Camden y ésta vez no fallamos (una de mis amigas me dijo exactamente a qué parte teníamos que ir para ver los mejores -o al menos los más antiguos- negocios). Llegamos a Camden y sin distraernos fuimos donde teníamos que ir: pasando el puente que dice Camden Lock y sobre el lado izquierdo hay un predio que alguna vez fue uno (o varios) establos y que después se convirtió en uno de los mercados más importantes del Londres de los ´70. Hay de todo: negocios punks, otros más hippies, disquerías, ropa vontage, bazares, chucherías, porquerías chinas, ropa fea, ropa cara, lámparas, muebles antiguos.

Los que más me gustaron fueron

-Un bazar atendido por una pareja de viejitos muy antipáticos los dos, tenían muebles bastante exclusivos y cada vez que alguien entraba le indicaban de manera bastante grosera que tuviera cuidado con no tirar ni golpear nada. Cada cosa que vendían tenía una etiqueta que decía el nombre del diseñador, el año de producción y el precio y eso le daba un áura de importancia a todo lo que vendían, tanto que uno realmente tenía mucho pero mucho cuidado de no romper nada.

-El local de un cuarentón extremadamente bien vestido que vendía un poco de todo. Algunos discos (Juan me dijo que había algunas rarezas), algo de ropa, objetos, libros viejísimos. Era más que simpático, apenas nos vio con los discos dijo que con placer podíamos escuchar el que quisiéramos y a mi sólo por eso ya me dieron ganas de comprarle todo.

-Un zapatero que tenía todas las “paredes” del local recubiertas con zapatos (no de utilería) y cada vez que lo vi sacando un par de zapatos se le venían cinco o seis encima. Se estaba burlando de las zapatillas de un posible cliente, diciéndole que no, que es a él no le interesaba ni un poco.

Buscamos algo para comer pero nada nos llamó demasiado la atención. Quizás el problema fue que en cada puesto de comida se desesperaraban para que compremos y gritaban para llamar la atención o sacudían un tenedor con comida seca y recalentada para que la probáramos. Yo hubiera comido unos wraps de espinaca que hacía una mina muy simpática pero se largó a llover y ya no pudimos ir a su puesto. Sentados esperando que pase la tormenta nos agarró tanto sueño que decidimos suspenderle a mi amiga que nos esperaba a la nochecita para tomar algo, venimos con un ritmo loco que suena tremendo, las piernas más musculosas que nunca y la cabeza a punto de explotar todo el tiempo.

Antes de subirnos al subte encontramos un bar bastante tradicional y nos tomamos una cerveza. Cara, la cerveza. Caro, Londres.


 

24 / Londres. Día 02

Disfruté muy poco la mañana: salir sin desayunar y con dolor de panza no fue la mejor decisión. No disfruté el café con leche que me compró Juan en un barcito de estación latino en el que le dijeron que ahí solamente se hablaba español ni disfruté el viaje en subte que siempre funciona bien ni disfruté la primera caminata buscando el mercado de Borough (en la estación London Bridge) que todavía estaba cerrado.

Empecé a disfrutar cuando cruzamos el London Bridge y nos dimos cuenta que teníamos que ir para el lado de Tower Bridge. Caminamos por la costanera que rodea el Thames junto a un grupo de estudiantes adolescentes que andaban por ahí de excursión. Por suerte no gritaban.


En el camino hacia el puente vimos algunos barquitos, edificios muy modernos contrastando con otros de principio de siglo o con otros de mucho antes: todos valían la pena. El día estaba nubladísimo y a mi me pareció que esas nubes y esa casi lluvia era Londres dándonos realmente la bienvenida. Llegamos a Tower Bridge para confirmar que para verla de adentro cobran más de 15 libras y ahí definimos que la constante de la ciudad es cobrarte por lo que sea que quieras hacer. También por ahí está Tower of London (también te cobran). Cruzamos el puente quedando de nuevo por debajo del río y caminamos hacia donde habíamos empezado el recorrido porque queríamos ir al Tate Modern, que es gratis. En el camino, de nuevo, vimos muchos edificios, negocios con cositas lindas (uno de ellos dedicado completamente a la navidad, suspiré mucho y pensé que esta ciudad en navidad debe ser bellísima pero que no creo que nunca venga porque yo soy de la banda del invierno pero tampoco la pavada). Entramos a una sucursal de Riverside y nos quedamos leyendo un rato, había un señor progre con su bebé y otro hijito, otro señor más grande al que confundí con Juan y miré para reirme de un chiste y cuando me di cuenta le pedí perdón y al hombre le pareció divertido, había un librito que se llama "How to be a btritish" que me pareció exquisitamente gracioso.

Un obrero impresionante
Juan mirando al obrero impresionante
Llegamos al Tate Modern y todavía sospechábamos que lo de la entrada gratis era un mito pero no, existe. Entrás y listo. Cuando salí te sugieren una colaboración de 4 libras y nada más. Lo más interesante del museo es que está dividido temáticamente: mi parte preferida fue Poet and Dreams. Recorrí todo lo que pude prestando atención pero no creo mucho en recorrer un museo por completo en unas poquitas horas. Mirar de reojo una obra no tiene mucho sentido.



De ahí salimos caminando para cruzar el puente Westminster y conocer uno de los puntos más turísticos de la ciudad. Para llegar pasamos por más lugares preciosos donde te cobran para entrar: London Eye (una vuelta al mundo gigante), el Nacional Theatre, el Royal Festival Hall. Había skaters en una pista haciendo piruetas, unos africanos haciendo un show callejero de acrobacia, otro tipo cantando y desafinando. Unos jardines que se llaman Queen´s Walk Windows Gardens que son básicamente unas ventanas y cuartos semiabiertos donde hay plantas, una instalación con timbres, una calesita con un cartel que decía All Ages Welcome, una china con su esposo, los dos vestidos con ropas de boda. Quién quiere pagar alguna atracción con todo lo que se puede ver gratis.



Cuando llegamos a Westminster y me encontré sacándole la foto al Big Ben me sentí bastante pelotuda pero después quise reconfortarme diciendo que dentro de muchos años voy a tener la foto de la hora exacta en la que conocí el reloj. Otra pelotudez pero bueno, no es tan fácil justificar las pavadas que uno hace estando de vacaciones (estoy a dos aviones de aplaudir un aterrizaje).



Recorrimos todos los alrededores avanzando como vacas al matadero, rodeados de doscientos millones de turistas que siempre se las arreglan para pararse a sacar una foto en el lugar más incómodo o donde estorban un poco más. Todo el tiempo me repetí mentalmente que está bien, que esta parte tenía que hacerla, que era media horita y volvía a los planes que me divierten más, que si no miro estas cosas después me arrepiento y que no sé cuándo voy a volver y eso.

Mientras caminábamos para ir al Soho y a Picadilly y así llegamos a Trafalgar Square y ya que estábamos nos metimos en la National Gallery: enorme e inabarcable y llena de gente. Si te interesa el arte claro que no vas a querer perderla pero igual: es enorme e inabarcble y llena de gente. El edificio es impresionante. Después de eso terminamos en el barrio chino porque se nos apareció antes que la calle que buscábamos así que nos metimos. Yo puse veinte centavos en una máquina, apoyé la mano en un sensor, me relajé y esperé el resultado: 83. Era una máquina para saber el estado mi estado de salud y ya sé que me cagaron, no se preocupen. Juan se comió un mango amarillo mientras yo miraba encantada las frutas y verduras que no conozco. Después se comió una especie de boio hecho al vapor con verduras adentro. Tenía sabor a masa cruda. Nos metimos en supermercados y compramos una salsa picante y comprobamos que no solamente en Londres te cobran por cualquier cosa sino que además es muy difícil encontrar algo por menos de 1 libra.



Terminamos yendo al Soho: bares y gente cancherísima, a Picadilly: chetos y Fortnum and Mason y chetos y tiendas tradicionales para sentirse por un rato un lord inglés, mucha gente, teatros, mucha gente, espectáculos callejeros, también caminamos por  Carnaby: más negocios, más gente canchera. Terminé la tarde pidiendo por favor salir de ese laberinto de gente y de compras que no puedo hacer y por suerte los subtes son tan eficientes que en cualquier boca que te metas podés planificar rapidísimo una combinación.

De nuevo compramos para hacer sanguchitos en el cuarto del hotel porque después de estar con tanta gente lo único que quiero es silencio, comida y la cama.
 

23 / Londres. Día 01

Ahora estoy en el cuarto de un hotelucho comiendo queso brie, fetas de pavita, un dip de cebollas caramelizadas y pitas y la estoy pasando bomba, pero hace trece horas pensaba que todo pero todo lo bueno del viaje se iba a transformar en una pesadilla.

En resumen: perdimos el tren que nos llevaba de Bruselas a Londres. Perdimos el tren por diez minutos y perdiendo el tren perdimos 132 euros. Perdimos esos 132 euros pero además tuvimos que pagar 280 (sí, 280) para el tren siguiente. La moraleja es: no llegar tarde.

Nos bajamos en la estación de tren St. Pancras que a su vez es la estación de subte King´s Cross y fuimos directo a tomar la Northern Line para ir a Elephant & Castle, la estación donde más o menos queda el hotel. Antes de eso nos conseguimos un mapa de Londres, uno de las estaciones de subte y bus y cambiamos plata recibiendo una noticia espantosa: para tener 200 libras tenés que entregar 370 dólares. Como dice mi amiga Flori “El que convierte no se divierte” pero acá es inevitable no convertir y llorar. Para ir al subte pasamos por un semi shopping donde había un piano con un letrero de “Play with me” y un niñito tocándose unos temas.

Juan pasó la Oyster Card por el molinete del subte y pasó con dos valijas y me pasó la tarjeta a mi para que pasara yo pero me lo negó varias veces hasta que el guardia nos explicó que tenemos que tener una tarjeta cada uno.

La Oyster Card es una tarjeta tipo la SUBE que sí o sí tenés que comprar cuando venís a Londres porque sino los boletos te salen recontra mil veces más caros. La tarjeta sale 5 libras y se supone que antes de irte podés devolverla y te dan esa plata y después le vas cargando crédito. Igual viajar en subte en Londres es caro. Cómodo, sí, pero carísimo (2,1 cada viaje).

El señor de la ventanilla que me vendió la tarjeta me habló tan fuerte la primera vez que pensé que me estaba retando y me habló tan fuerte la segunda que me di cuenta que realmente me estaba retando.

Caminé al hotel diciendo cada quince pasos “Estamos en Londres, guau” hasta que llegamos al hotel y casi me caí para atrás: de afuera parece un colegio o la casa de estudiantes en el campus universitario. Somos Delta Nu. Tuvimos que esperar casi dos horas para que nos entreguen la habitación y pasar la prueba de fuego: si todo estaba bien reservábamos el hotel para el resto de las noches que nos quedan y el cuarto pasó la prueba: sábanas limpias, baño limpio, todo blanco. Dormimos en camas separadas pero mejor: cada vez se siente más que no estamos acostumbrados a pasar tanto tiempo juntos.


Juan propuso ir a Candem Town y yo acepté sin pensarlo: hace muchísimo que quiero conocer ese lugar. Viajé en el subte emocionada como cuando me llevan a un parque de diversiones pero después llegué y me pasó algo horrible: no era lo que yo esperaba. Había muchos puestos de ropa y de cosas lindas pero nada que no se consiga en cualquier otra parte del mundo. La ropa eran unos montones de remeras con leyendas graciosas, vestidos todos iguales, afiches de películas de hace cincuenta años pero no afiches originales sino impresiones de las más comunes, nada era demasiado auténtico salvo alguna tienda de discos y no mucho más. Estaba lleno de olor a comida aceitosa y puestos de nacionalidades indefinidas y con mezclas imposibles: “¡Wok y pizza!”, “Smoothies y burritos”. Todos ofrecían fish and chips (yo tengo muchas ganas de comer y Juan también tenía hasta que ayer vio a una comiendo y con su peor cara de decepción me dijo “¿Pero es eso? ¿Pescado y papas fritas? Otra chantada más”) y nadie, pero nadie, pudo decirme dónde quedaba el mercado original de Candem.

Nos fuimos con la esperanza de volver y encontrar esa autenticidad que yo esperaba.

Mirando el mapa vi que estábamos cerca de Regent´s Park y del barrio Marylebone. Fuimos a las dos cosas. En el parque buscamos Queen Mary´s Rose Gardens y hasta encontrarlo pudimos recorrer casi todo el parque, pudimos llegar hasta la entrada del zoológico, vimos gente haciendo running, otros en botecito, otros andando en bici. Muchas mujeres musulmanas con sus hijos jugando en el parque con la mezquita de fondo. Fuimos a la mezquita. Entramos de una y cuando estábamos llegando vimos un cartel que decía que era un lugar sagrado y que había que respetarlo, que las mujeres no podían entrar ni en minifalda, ni con los hombros al desnudo ni con la cabeza al descubierto y yo estaba en minifalda, musculosa y luciendo mi cabellera interminable. Di medio paso y un guardia de seguridad se me vino corriendo y me dio un pañuelo para la cabeza. Cuando me lo estaba poniendo llegó otro y dijo que también necesitaba una pollera y me la alcanzó y cuando me vieron completamente cubierta respiraron aliviados y me dejaron entrar. Adentro de la mezquita los hombres estaban practicando El Salat. Nos quedamos mirándolos un rato en silencio y yo pensé varias veces que ese era un nivel de fe que yo jamás podría manejar. Un poco los admiré.






Saliendo de la mezquita y después de devolver toda la ropa terminamos encontrando los jardines de rosas y todo lo que había alrededor: ligustrinas que delimitaban semicírculos donde había conjuntos de flores de diferentes gamas de colores, en uno rojos y naranjas, otros lila, otros blancos. El pasto estaba perfectamente cortado y cada veinte o treinta metros había una pareja apretando muy sigilosamente, como si fueran los extras de cualquier película inglesa.

Caminamos un poco más el parque y después terminamos el día en Merylebone, un barrio que está medio de moda, pintoresco, lleno de esos edificios con ladrillos a la vista que a uno se le vienen a la cabeza cuando alguien habla de vivir en Londres. Nos metimos en un super que pensamos iba a ser carísimo pero terminamos comprando por 10 libras un montonazo de cosas (dos tipos de pan, dos tipos de queso, pavita, yogures, jugos, shampoo). Antes de subir al subte pasamos por Bakery Street y Juan sonrió. A las once de la noche nos dormimos.


Disclaimer

El salto temporal se debe al hueco Bélgica - Amsterdam que no escribí pero prometo que escribiré.

16 / Barcelona de nuevo. Día 07: Chau, Barcelona

Finalmente pudimos conocer por dentro la iglesia de Santa María del Mar. Es impresionante pero ya estoy podrida de ver iglesias y cosas católicas (aunque ésta, en particular, tiene algo llamativo en comparación con las otras: es austera, montones de concreto y cemento y casi nada de ornamentación).

En un shopping como cualquier shopping compré algunas cosas en H & M y prácticamente se convirtieron en mis únicas compras en todo el viaje, no porque no quiera comprar sino porque nada me convence del todo: lo que es lindo y original es caro y lo barato es lo mismo que hay en la calle Avellaneda.

Se termina Barcelona y eso significa que todavía tenemos mucho viaje por delante pero también que a partir de ahora ya no escucharemos a nadie hablar en español. Ya sacamos los pasajes para lo que resta del viaje:

-El 13 por la mañana volamos a Bruselas (este ya lo habíamos sacado en Buenos Aires y nos salió menos de 500 pesos a cada uno).
-El 19 vamos en tren a Londres (62 euros cada uno).
-El 24 vamos en tren a París (175 euros cada uno, el pasaje más caro en la historia de todos los pasajes).
-El 26 a la noche vamos en micro a Berlín (80 euros cada uno, DOCE horitas arriba del micro).

Barcelona me encantó, me acostumbró y me abrumó. Los últimos días sentí una cotideaneidad con la ciudad que no sé si llegaré a sentir con las demás ciudades, salvo con Berlín (ojalá suceda con Berlín, es el tramo del viaje que más espero).

Para una primera visita a Barcelona yo recomendaría lo que recomiendan todos: perderse por las callecitas del Gótico y del Raval, comer muchas tapas y tomar mucha cerveza. Caminar y entrar a cualquier barcito, tomar algo, seguir caminando, entrar a otro, tomar otra cosa y así. Barcelona es ideal para conocer con amigos, los días y las noches son interminables y siempre hay algo para hacer en la ciudad y cuando ya quedan pocas cosas siempre se puede ir a mirar el mar. Barcelona está siempre viva, a veces demasiado viva, está siempre llena de gente, a veces demasiado, pero es encantadora, con todo lo que es, con todo lo que tiene para ofrecer.

15 / Barcelona de nuevo. Día 06

La sensación de estar cansándome un poco de la ciudad vuelve a aparecer y por suerte nos vamos a Cadaqués, un pueblo en la frontera con Francia, el punto más oriental de la península, el pueblo donde vivió Salvador Dalí.
Nos levantamos casi al alba y fuimos hasta la agencia donde se retira el auto. Mi única tarea hoy era cebar mates y lo hice a la perfección porque es una de las tareas que más disfruto. En el medio del viaje en el medio de la ruta paramos dos minutos a estirar las piernas y sacarnos unas fotos en un campo de amapolas. Después de las fotos esperaba para cruzar la ruta y subirme al auto para seguir viaje y paró una camioneta de la policía:

Policía: ¿Han sufrido una avería?
Yo: ¡No! Estamos estirando las piernas solamente.
Policía: Pero aquí no pueden detenerse.
Yo: Perdón, no sabíamos.
Policía: No puede ser que no sepa las reglas de tránsito si son iguales en este país y en el suyo, aquí no hay banquina ni nada, podría enfrentarse a una multa de 500 euros.
Yo: Perdón, en serio, no sabíamos.
Policía: …

Esperé dos minutos para cruzar la ruta y fueron los dos minutos más largos de toda mi vida. Después arrancamos y se me pasaron los nervios mientras escuchábamos un programa de radio cuya consigna era: Anécdotas de cocina. La gente llamaba y contaba alguna pavada supuestamente graciosa, los conductores se reían un poco pero no remaban nada, los baches y las superposiciones entre conductores y oyentes hacían todo más confuso, no hubiera pasado la prueba piloto de una radio argentina, que de por sí son malas. 

Antes de llegar a Cadaqués hicimos una parada que quedaba más o menos en el camino (terminó siendo “más o menos” porque había que subir una montañita durante media hora) para ir a un monasterio que queda por ahí: Sant Pere de Rodes. No había nadie y caímos justo uno de esos días de admisión gratuita. En cada lugar cerrado se sentía un frío helado y la humedad se podía hasta respirar. Los lugares tan antiguos me dan una sensación muy extraña en el cuerpo, una especie de ansiedad o de incomodidad, como si estuviera pisando un lugar al que no correspondo.

Llegamos a Cadaqués y dejamos el auto, hay señales alrededor del pueblo que piden que se haga eso. Todas las calles (angostas, empinadas, con pedazos de piedra de montaña) eran más o menos peatonales, las casas todas blancas, todo lo que no era blanco era celeste o naranja: los techos de teja, las molduras, las ventanas, las puertas. Un celeste profundo, todo muy mediterráneo. Cada tres casas, una que vendía cerámicas de cualquier tipo: macetas, ensaladeras, tacitas, jarras, platos, adornos. Pensé que iba a haber más rosca con Dalí pero nada que ver. Caminamos por el centro de Cadaqués buscando un lugar donde comer: más callecitas empedradas, todos los negocios apuntando a una especie de de bahía con acantilados en la que se veían escalonadas todas las casas del pueblo, como un juego de encastres, todo blanco y celeste y con rectangulitos oscuros. Rectangulitos oscuros era todo lo que podía verse del interior de las casas. No había ni música ni gritos. Muchos franceses caminando con ropas ligeras, despreocupados, decidiendo si paella o calamares o langosta. Muchos vestidos amplios y blancos, esos que usan los hippies que tienen plata. Los lugares para comer eran todos uno peor que el otro (en todos los centros turísticos hay ofertas gastronómicas disímiles y desubicadas: en esta playa mediterránea vendían pastas, hamburguesas). Terminamos comiendo en uno de los últimos lugares que aparecían, parecía un chiringuito de la playa cualquiera y por momentos pensé que iba a tener que pedir una porción de papas fritas tristes. Nos atendió una peruana que vive en España hace doce años y que hace doce años hace temporada en Cadaqués. Fue una de las mejores vendedoras que conocí en la vida. Con total sinceridad agarró la carta y nos indicó qué pescados eran frescos y qué era congelado. Nos guió cuando le dijimos que queríamos compartir varios platitos y en algún momento hasta decidió si pan con tomate o ensalada para compartir la tortilla. Pedimos esas cosas: una ensalada con varias verduras, pasas de uva, queso feta, frutos secos; tortilla de papa y tortilla de zapallito, espárragos grillados, pan con tomate, calamares, escalivada y algunas cositas más que ahora no recuerdo. La tortilla fue la mejor que probé en todo el viaje: uno de los chicos dijo que la quería “babé” y los demás nos burlamos diciéndole que las tortillas las tienen hechas y las cortan y sirven frías pero no, acá la tortilla estaba recién hecha y bien babé, como se comen las tortillas.

De postre pedimos varios de los que había en la carta: higos en almíbar con queso (era como una ricota perfecta), un yogur con salsa de limón (por primera vez sentí que un yogur podía ser un postre), crema catalana. Tomamos claras algunos (yo no conocía, es cerveza con limón) y cervezas comunes otros. Gastamos muchísima plata, casi 100 euros entre los cuatro, pero lo valió. El resto de la tarde hablamos varias veces de lo perfecto que había sido el almuerzo.

Caminamos un poco y nos tiramos en la playa. Se veían las montañas alrededor, las casitas blancas, algunas personas en el agua helada, barcos anclados, el cielo despejado, una pareja de gigantes vestidos con traje de neoprene a punto de hacer snorkel (y un rato después sus cuerpos flotando en el Mediterráneo, moviéndose lenta pero constantemente). Sin darnos cuenta se nos pasó casi toda la tarde y no habíamos hecho lo que teníamos que hacer: conocer la casa de Dalí.

Le preguntamos a unos chicos muy Costa Esperanza (bronceados hasta el hartazgo, todos adolescentes lugareños, lindos, frescos, contentos, casi isleños, muy catalanes) cómo llegar y una chica preciosa nos indicó el camino, usando una entonación muy catalana y hasta un poquito portuguesa que después me la pasé imitando durante dos horas.

La casa de Dalí queda en el norte de Cadaqués, en la bahía de Portlligat. Es toda blanca y estaba cerrada, para hacer la visita hay que reservar lugar por la web sí o sí. Caminamos por los alrededores, no había nadie salvo unos pescadores charlando entre ellos y ofreciendo paseos en barcos (uno en el que supuestamente Dalí también paseaba). Un viejito le contó a nuestro a amigo que ayudó a Dalí a hacer un cuadro. Una señora se sentó en la punta de un barquito y se quedó un rato mirando el agua. La pileta del único hotel que hay en la bahía ya estaba cerrada. De la casa de Dalí sólo se veían algunas puertas y los huevos gigantes de yeso blanco que hay en los techos.

miércoles, 26 de junio de 2013

14 / Barcelona de nuevo. Día 05

Un poco empiezo a querer irme de la ciudad. No sé si es que ya repetimos lugares, si me cansé un poco o es solamente la ansiedad de saber que todavía me queda muchísimo viaje por delante. Para dejar de sentir que con Barcelona ya estamos hicimos una lista de pendientes:

-Probar la crema catalana
-Comer tortilla
-Ir al Romesco
-Shopping por Plaza Catalunya
-Palau de la Música

Nos juntamos con amigos a almorzar en el Romesco, un bolichito en el Raval atendido por varios viejos (el último ítem que nos quedaba por tachar en otra lista, la de nuestro amigo, y, como todas las recomendaciones que nos tiró para el viaje, ésta tampoco falló). El lugar es parecido a esos que hay en Avenida Corrientes (Banchero, por ejemplo), sólo que acá venden cosas típicas catalanas: gazpacho, tortilla, pescado, butifarra. Nico, uno de los amigos que estaba comiendo con nosotros y que ya conocía el lugar dijo que había que pedir sí o sí hígado o bacalao así que él y Juan pidieron eso y yo, que no soy fan ni del hígado ni del pescado, comí tortilla de papas y croquetas de algo que no me acuerdo. Todo recién hecho y riquísimo. Tomamos cerveza y fue una de las comidas en las que más gastamos en todo el viaje: 22 euros los dos.

Queda en Sant Pau, 28


Ah: crema catalana. Exquisita. Como un flan o una creme brulée, sé que hay una diferencia en la preparación pero no recuerdo cuál ahora. De nuevo: exquisita.

Yo quería empezar a comprar algunos regalitos así que las chicas del grupo me aconsejaron que fuera a Tiger y mientras me anotaba la dirección dijeron que podíamos ir ya porque estábamos cerca. Es como un bazar no muy grande donde hay de todo un poco y muchas chucherías y pavaditas baratas y lindas para regalar. Todas las cosas que se encuentran ahora o se van a encontrar en seis meses en cualquier tienda de diseño de Buenos Aires pero bastante más baratas. Ni más lindas ni más feas: muchas y baratas.

Como si no hubiera sido suficiente la playa en Mallorca fuimos también a la playa de Barcelona, una horita de tren para caer en un lugar que no tiene nada diferente a Villa Gesell en noviembre: agua fría, no mucha gente, paradores cada cien metros, vendedores ambulantres, música fuerte. Pero queda a una hora del Arco del Triunfo de España y con eso ya dan ganas de ir sí o sí. En la estación de tren mientras esperábamos y los que conocían trataban de decidir dónde nos convenía ir, un viejito medio desarmado se acercó para preguntarnos dónde queríamos ir y cuando le dijeron contestó que no conocía pero que su playa preferida era el lugar donde él vivía: Costa Brava. Me lo anoté mentalmente para conocer la próxima vez que vaya a Barcelona. Nosotros terminamos bajando en Montgard Nord.

Aprovechando que la playa se parecía a Villa Gesell ranchamos como lo haríamos ahí: mantas mezcladas, mate con galletitas, alguno durmiendo, otro tomando sol, otro fumando. Volvimos con el mismo tren y fue la primera vez que yo quería seguir de joda y Juan quería volver al departamento. Gané. Fuimos con todos los mismos amigos a varios bares a tomar cerveza, primero a uno irlandés donde trabaja el novio uruguayo de una de las chicas (tomamos cerveza y comimos unos nachos con queso y guacamole  y mucho picante), caminamos buscando un bar que tenía no sé cuántos tipos de cerveza pero llegamos y había demasiada gente (yo le dije al uruguayo que Barcelona me hacía acordar un poco a Montevideo y me contestó con tono de obviedad “Es igual”), fuimos a otro que se llama La luna, queda cerca de la iglesia Santa María del Mar (el bar es la vieja caballeriza) y ahí, saliendo, el uruguayo nos contó que se dice que Colón citó a un par de paisanos en esa iglesia y les dijo “Hay otro continente” y después la historia es sabida (Wikipedia no lo confirma, pero qué importa). Terminamos la velada en Oviso tomando otra cerveza (ya habíamos ido, queda en la plaza George Orwell) y comiendo un wrap tipo shawarma pero griego (en un localcito chiquito que hay en la misma plaza).

Volvimos al departamento y preparamos todo para el día siguiente: con una pareja amiga alquilamos un auto y nos íbamos a Cadaqués.

viernes, 21 de junio de 2013

13 / Barcelona de nuevo. Día 04

Lo bueno de viajar sin haber averiguado nada, o casi nada, es que te sorprenden las cosas más triviales que te cruces pero también se te aparecen las más monumentales casi sin darte cuenta. Algo así pasó con el Parc Guell. Sabía que lo había diseñado Gaudí (garantía de confianza) pero nada más. No sabía si era una plaza mediana o un parque inabarcable o si era una farsa o el mejor lugar del mundo. Muchos me habían dicho que iba a encantarme.

Llegamos al parque en subte, la estación era la misma a la que habíamos ido el día anterior para recorrer el barrio de Gracia: Lesseps. Caminamos hasta el parque y lo primero que sentí fue rechazo, la calle era tan empinada y yo tan dormida que se me hizo muy cuesta arriba (literalmente).

El parque es inmenso y me encantó si no fuera porque había una cantidad de gente mayor a la que hay en el microcentro cualquier día hábil. En toda la parte más baja están las cosas que hizo Gaudí: mosaicos de todo tipo, galerías perfectas, terrazas con venecitas de todos los colores, detallecitos en cada techo, en cada columna. Empezamos a subir como locos (en general nos pasa que llegamos a un lugar y no paramos de caminar hasta que nos sangran los pies y en el medio a veces nos perdemos varias cosas por la ansiedad de llegar a algún punto final aunque casi nunca tenemos claro cuál es) porque Juan había leído algo sobre un dragón y quería verlo. En cada mapa que nos cruzamos nos pareció que nos estábamos equivocando en el recorrido y dimos varias vueltas en redondo poniéndonos cada vez de peor humor.






Volvimos al principio pensando que habíamos errado en algo para darnos cuenta que sí: el dragón no era algo monumental y está en la entrada, solo que no lo habíamos visto porque estaba tapado de turistas intentando sacarse fotos con él, tocándolo, molestándolo, estorbando, todo junto. Un poco decepcionados pero ya más tranquilos volvimos a caminar el parque, había manteros por todos lados vendiendo souvenires de todo tipo y color. No terminé de chequearlo pero me pareció que no era legal que estuvieran ahí, siempre estaban en rinconcitos más o menos tapados, con un camarada que hacía guardia parado a unos metros y siempre con todo listo para salir corriendo. En otra parte hay tres cruces y la gente gusta mucho de escalarlas para sacarse unas fotos. Yo me subí porque parecía divertido pero me bajé rápido porque me dio vértigo y porque pensé que era una buena idea sacarle una foto a Juan (que se quedó arriba) para jugar después a “¿Dónde está Wally?”, pero quedó trunco porque ni siquiera pude encontrarlo con la vista para sacar la foto.

A cada paso pensaba cómo se habían construido esas galerías (parecían cavernas, como si fueran ruinas antiguas, había hasta una especie de trono tallado en la piedra donde se podía jugar a ser el rey), por dónde se habría empezado a construir, cuánta gente habría trabajado, si el proyecto se finalizó o quedó inconcluso, y en cada pregunta me prometí investigar un poco más y claro que no lo cumplí.

En todos los recovecos había un músico o una banda dando un espectáculo. Uno tocando la cítara, unos pibes tocando unas cumbias medio latinoamericanas, uno con guitarra, un hombre orquesta. Los turistas se enganchaban con cada uno de los músicos y aplaudían y la pasaban bien, Juan se quejaba porque quería un poco de silencio y yo me debatía entre las dos posiciones, un rato en cada una.

Ibamos caminando por uno de los corredores y empezamos a escuchar una señora cantar desafinado. Cantar un poco y gritar otro poco, algo entre confuso y desordenado. Perseguimos la voz hasta que encontramos la fuente: en una casa vecina, con banderas de varios lugares del mundo, estaba en su terraza sentada en una mesa y cantando algunas canciones medio patrióticas. Cuando le saqué una foto me gritó “Respeteume, respeteume, respeteume”. Tenía razón.

Una vez vistas todas las partes arquitectónicas, lo que queda -o lo que aconsejo- es caminar el parque y perderse un poco. hay caminos entre los bosquecitos y todos están bastante delimitados como para que ningún citadino sienta que ha perdido control total del recorrido que está haciendo. Hay unos cuantos miradores desde donde mirar toda la ciudad y son especialmente interesantes si no conocés Monjuic o el Tibidabo. Buscamos entre los bosquecitos un lugar donde acampar para comer un poco pero no encontramos: más que lugares para quedarse hay lugares para recorrer, para pasar caminando. Terminamos comiendo en uno de los miradores y seguimos caminando. Sin querer salimos del parque por un lateral y lo rodeamos por fuera viendo unas casas y un barrio en la montaña más que lindo.

Volvimos a entrar al parque justo cuando se largaba a llover y todos los manteros que hasta hace diez minutos tenían souvenires de repente ofrecían paraguas y pilotos descartables y la gente compraba: el turista debe ser uno de los públicos más fáciles de todos. Terminamos de comer sentados en una de las galerías donde había otro montón de gente haciendo lo mismo así que nos fuimos, suficientes turistas para un solo día.

Repetimos San Felipe Neri, habíamos ido una sóla vez y nos había agarrado un evento que había contaminado de muchedumbre y ruido esa pequeña plaza tan bonita. Nos sentamos un rato en silencio y después caminamos hacia un bar que nos había recomendado el amigo que nos recomendó casi todo lo que conocimos en Barcelona: en la plaza George Orwell está Oviso, ideal para comer alguna cosita a la tarde/noche. Cuando le dijimos a nuestra amiga de Buenos Aires que estábamos yendo para allá dijo con mucha naturalidad “¡Ah! ¡La plaza del tripi!”. En el momento no entendimos pero después googleamos: la plaza al principio no tenía un nombre oficial y se la conocía como “la del tripi” por el monumento que tiene, y porque ahí se juntaban a trapichear. Más tarde “la del tripi” terminó haciendo referencia a la época en la que muchos, muchísimos, iban a drogarse a la plaza. De hecho, esta plaza fue la primera en la que se instalaron cámaras de video para controlar la ciudad.




Nos comimos un sanguchito en Oviso y tomamos unos cafés con leche. Después fuimos a hacer un poco de shopping. Los negocios de ropa cierran el domingo. Un fiasco.

Se nos hizo de noche mientras decidíamos si íbamos a dormir o a comer o a bailar o a tomar cerveza o a seguir caminando o etcétera. Para terminar de completar todo lo que nuestro amigo nos había recomendado para Barcelona elegimos ir a Andú, un pequeño lugar para comer y tomar algo (en Palermo seguramente le llamarían “bistró”). Tardamos en encontrarlo porque estaba en el Gótico pero el Gótico es imposible salvo que hayas pasado mucho tiempo ahí o seas oriundo de Parque Chas y sepas de cortadas y calles que desaparecen y vuelven a aparecer. Llegamos a Andú preguntando al mozo de un bodegón al que prometimos volver pero al que ya no llegamos. En Andú abandonamos la cerveza y nos tomamos unos tragos, comimos quesos, guacamole, humus, todo perfecto, recién preparado, fresco, los quesos divinos. Un poco caro (fue la comida más cara que pagamos hasta el momento, salió 25 euros).

Volvimos caminando y hablando de lo lindo que era todo y de lo inagotable pero a la vez apabullante de Barcelona. Porque siempre se puede seguir hablando de Barcelona.