viernes, 25 de abril de 2014

El blog es como ese ex novio al que nunca podés largar y al que volvés para llorar siempre por lo mismo

A fines de junio yo voy a estar en Croacia o en Serbia y mientras yo esté ahí conociendo algo o pasándola mal porque me duelen los pies de tanto caminar, se van a cumplir diez años del día que llamaron por teléfono a mi casa, dijeron que mi hermana había tenido un accidente de auto y algunas horas más tarde me dijeron que se había muerto. Diez años de las cuarenta y ocho horas más extrañas, tristes y desestabilizantes de mi vida. Diez años. Y ya casi no recuerdo nada.

Hace diez años yo era otra persona: no tomaba alcohol, tenía un novio camionero con el que hacíamos rondas de mate con azúcar hasta la madrugada, estudiaba, me sacaba puros dieces, era preceptora de un jardín de infantes. Todo lo que yo era hace diez años ya no existe, ni el novio, ni la abstemia ni el trabajo. Y mi hermana nunca va a saber en qué me convertí y eso es lo primero que me pasa con la muerte (la de mi hermana y la de todos los demás). Es egoísmo puro: yo pude estar con ellos todo el tiempo que ellos estuvieron acá y yo terminé viviendo más tiempo. Ellos no. Mi hermana no llegó a verme ni recibida, ni con concubino ni con convivencia fallida ni con nuevo concubino. No me vio enfrentarme a mi mamá ni me escuchó diciéndole “Ya estoy grande y si a vos no te gusta lo que hago de mi vida no es mi problema”. Mi hermana no conoció a sus sobrinos. En cambio yo pude ser testigo de todo. Amores y desamores y mudanzas y tristezas y alegrías. Y muerte, claro. Ser testigo de la muerte es como el punto máximo de la relación entre dos personas. Me gusta pensar que mi hermana queda en el recuerdo de todos eternamente joven y eternamente feliz. Pero eso tal vez sea porque odio la vejez.

Ya no recuerdo tanto. La memoria es traicionera y selectiva y aunque se intente evitarlo el muerto siempre termina idealizado. Mi hermana es mi persona preferida en todo el mundo pero si mi hermana estuviera viva, ¿seguiría siendo mi persona preferida? ¿En qué se hubiera convertido ella? ¿Nos hubiéramos gustado ella con cuarenta y yo con treinta? Y de nuevo, siempre de nuevo, ¿en qué se hubiera convertido ella?

Todo se va volviendo borroso, en especial la voz y la forma de moverse. Hay una presencia física que es imposible de recordar (bueno, y claro que mucho más imposible de reproducir), un olor, el tacto. ¿Mi hermana me acariciaba? ¿Abrazaba mucho o poco? Ya no recuerdo qué palabras usaba, me acuerdo algunos apodos que me decía y me acuerdo de algunos últimos momentos juntas pero no me acuerdo cómo se despidió de mi la última vez que la vi aunque después del accidente siempre decía “Nunca me voy a olvidar que ese día cuando se fue me dijo…”. Muchas de las cosas que yo pensaba justo después del accidente que nunca jamás iba a poder olvidar ya las tengo enterradas en el fondo de la memoria. Como también muchas de las cosas que yo pensaba que iban a pasar: yo pensaba que todos los días de mi vida a partir de ese día iba a llorar. Yo pensaba que todos los días de mi vida antes de dormirme iba a saludar a mi hermana, no sé, que le iba a contar cosas, que iba a imaginarme sus respuestas, sus caras, que iba a ser capaz de recordar todas las caras de mi hermana para imaginarla hablándome. Bueno, no. Ya no lloro y hace más de cinco años que no le cuento algo a mi hermana.

Ya no recuerdo cómo era estar parada al lado de ella aunque pasamos toda mi adolescencia mirándonos al espejo las dos juntas y tratando de entender por qué nos decían que éramos iguales si nosotras nos veíamos tan diferentes. Hace poco vi una foto mia y encontré su cara en mi cara, twiteé algo al respecto y alguien me dijo “Qué creepy eso” y me di cuenta de que yo naturalicé algo que para muchos todavía es imposible de entender aunque lo repitan muchas veces: la gente se muere todo el tiempo y uno se queda acá, viviendo.

La de mi hermana fue una de las últimas muertes anónimas y olvidables, en el sentido de que no queda ningún registro de nada. Apenas algunas fotos, la mayoría de ellas analógicas, y un vhs donde está escalando y que no me animo a volver a ver. Mi hermana se murió sin twitter ni facebook. Creepy de verdad es haber pensado alguna vez: si hubiera tenido twitter tal vez hubiera twitteado que estaba en la ruta yendo a escalar a Tandil. Tal vez hoy habría una última selfie.

Si yo muriera ahora mi ultimo twit sería alguna aseveración boludísima sobre la costumbra de algunas mujeres de colgar del lado de afuera un alcoholcito en gel.

Y por suerte pasan dos cosas: ni estoy por morirme ni se me ha ocurrido jamás empezar a hacer las cosas como si estuviera siempre a punto de. Sería de un nivel de intensidad abrumador.

Yo hablo pocas veces del accidente y al mismo tiempo es lo más omnipresente de mi vida: siempre estoy pensando en la muerte. Todas las muertes me parecen tontas y al mismo tiempo no puedo dejar de ponerme triste por la muerte de cualquier desconocido.
De vez en cuando me toca intercambiar la experiencia con alguien que acaba de enterarse que tengo una hermana que se murió y me despacho con algunas cosas:

“No hablo del tema con mi familia”. Eso es cierto. No hablo del tema jamás. Alguna vez mi mamá me ha preguntado alguna cosa y esquivé la pregunta porque me incomoda hablar así, de eso, y de tantas otras cosas. Y tampoco hablo porque después de diez años tengo demasiadas observaciones racionales sobre el tema de mi hermana y sobre la muerte en general, algunas tan frías que me espantan a mi misma. No es tanto así como que de lo que uno no habla o niega no existe y nunca existió pero un poquito sí. Si yo lo pienso dos minutos, un minuto, treinta segundos, se me viene el mundo abajo esté donde esté. Por eso no hablo. Y por eso no pienso.

“No volví al cementerio porque eso que está ahí no es mi hermana”. Eso es mentira. No volví al cementerio porque la única vez que volví casi me agarra una crisis nerviosa tratando de contener una crisis nerviosa. No volví porque eso que está ahí en un punto sigue siendo mi hermana. No volví porque soy fanática de los cementerios, porque los cementerios son para mi un lugar lúdico y atractivo: yo hago miniturismo de cementerio y toco lápidas anónimas y saco fotos de flores marchitas. Yo no puedo ir a un cementerio a pasarla mal.

“A lo que le tengo más miedo es a olvidarme”. Eso es medio verdad y medio mentira. Ya me olvidé muchas cosas, más de las que me hubiera gustado. Y si pasaron diez años y me olvidé tanto me pregunto cuánto va a quedar dentro de veinte, cuando hayan pasado treinta. De vuelta prefiero no pensar en eso.

El tiempo es muy duro pero a la vez piadoso: me olvido de las cosas pero otras se van aplacando y esa pena inmensa que sentía al principio ya no es tan asfixiante aunque siempre que vuelvo a hablar del tema siento esos ojos lastimosos encima mio y me quiero ir corriendo y gritando “Vos también te vas a morir, eh, no es tan grave”.

Siempre me toca volver a contarle a alguien nuevo el temita de mi hermana. Alguien que recién me conoce me pregunta cuántos hermanos tengo y a los treinta segundos, mientras yo todavía estoy explicando que éramos tres etcétera, puedo ver en sus caras el arrepentimiento, se preguntan para qué preguntaron y todos, absolutamente todos, me dicen: “Horrible, yo si se muere un hermano mio me muero, no sé como haría para seguir viviendo” y yo siempre respondo desde el lugar de la víctima que aprendió el discursito de memoria y a la que le están alcanzando una frazadita para que no tenga frío: “Y sí, es muy duro, hay que aprender a convivir con eso, no es nada fácil, algunos días es muy complicado pero de a poco se sale adelante”. Aunque por dentro, mi respuesta es siempre la misma, siempre más dura y categórica: “No entendés: no te queda otra”.