martes, 25 de noviembre de 2008

Una historia de amor

Anoche lloré un montón. Lloré un monton apenas comenzó el fundido a negro que declaraba como finalizada "Before Sunset". La película es tan, pero tan romántica, que me puso muy triste.

Me dio la horrible sensación de que esas historias de amor no existen. Que esas historias de amor son utópicas, mentirosas y caprichosas. Que son "divinas". Y que en el mundo real las historias de amor son "terrenales". Entonces lloré. Lloré porque nadie me miró nunca como el personaje mira a Celine. Porque sentí que Celine es una mujer perfecta -aun con su neurosis- y que soy disto mucho de ser perfecta. Y tampoco sé si quiero ser perfecta, pero sí quiero que me miren con esos ojos enamorados.

Fui al baño, que es el lugar preferido de mi casa, y me senté en el borde de la bañadera, y lloré desconsoladamente unos minutos. Me lavé la cara y volví a la cama. Ahí le conté por qué lloraba. Y se enojó mucho. Y ahí me di cuenta, que esa historia de amor es una ficción, y que yo tenía al lado una persona que me mira con sus ojos enamorados, y que me lleva café a la cama a la mañana y que me abraza cada vez que me ve. Entonces me pregunté, mientras volvía a llorar, por qué siempre necesito más, por qué nunca me parece suficiente, por qué quiero vivir en otro mundo, en otra realidad, cuando la mia esta perfecta. O no. Pero por lo menos me hace feliz.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Enamoradita

Lo lindo de hoy fue cómo me despertó. Anoche fuimos a un cumpleaños y yo no tomaba nada, me hacía la que no, gracias, dame coca nomás. Después, cuando la mayoría se fue me tomé dos vasos de cerveza que se me subieron a la cabeza en un santiamén y ahí nomás, de una, de puse a escupir pavada tras pavada. Pero no tanto, tampoco para tanto. Algunas pavadas, un poco de risas gordas y los ojitos achinados.

Hoy a la mañana me desperté y lo moví insistentemente reclamando café. Ayer, que él me pedía café, yo hice cualquier cosa para no preparar. Porque preparar café en casa es todo un trámite, y nos habíamos quedado dormidos. Así que ayer desayuné chocolatada fría. Helada. Igualmente estuvo bien, porque hacía mucho que no tomaba chocolatada y la chocolatada es infancia, es secundaria, es mamá, es Ramos.

Hoy a la mañana en un momento se levantó, aunque no me acuerdo bien porque estaba demasiado zombi. Al rato, creo que fue al rato, vino y se me acostó al lado y empezó a darme unos besos que no se pueden creer. Me hacía caricias en la cabeza y me hablaba despacito. Es demasiado hermoso despertarse de esa manera. Abrir los ojos y ver a la persona que necesitás ver. Me dolían los ovarios.

Me duelen los ovarios.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Sábado de super acción

Ayer volvió el señor que vive conmigo. No ganó, pero está feliz como si hubiera.

Aproveché el frío y, con la excusa de hacer un research de historias de amor, me enterré en el sillón gigante, y vi películas de amor, y de no tanto. Películas que ya vi, que veo siempre, que me gustan un poco más.

Match Point. High Fidelity. 50 first dates. 9 songs. Ésta última es impresentable. 10 minutos y apagué. Canción, garche, canción, garche. Pero garche porno, con todo. Sin reparos. Planos detalle, acercamientos, zooms y cualquier artilugio de película triple equis. Para eso me veo una de Jenna Jameson. No sé.

Las demás, un placer. Como siempre. Después leí un montón y escribí pavadas. Y me senté al poco sol que hubo, y ahora me voy a comer chinese.

Objetivamente leo lo que hice y fue morsear all day long. Subjetivamente sé que no. Que todo lo que pensé hoy no lo había pensé en la semana entera.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Los sueños, sueños son

Antes de anoche soñé que salía al patio de mi casa y mi concubino me había eliminado un tercio del cantero. Lo había llenado de cemento. Lo había convertido en patio. Yo lloraba desconsoladamente y le gritaba un montón de cosas horribles. Y él no me daba bola.
Por último le preguntaba dónde había trasplantado el jazmín, y él decía que a ningún lado, que no se había dado cuenta. Yo le pegaba fuerte. Pasa que mi jazmín estuvo cachuzo mucho tiempo y recién ahora, después de un montón que le charlé, está reviviendo. Tiene cuatro pimpollos. Apenas me levanté salí a saludar mi jazmín.

Anoche soñé que no sé por qué unos amigos mios se ponían de novios y me llevaban a Uruguay. Yo me sentía horriblemente soltera.

Al margen: el señor que vive conmigo ayer tuvo un día muy importante. Parece que se viene su segunda película.

martes, 11 de noviembre de 2008

¡Truco!

Ibamos casi todos los viernes (o sábados) a la casa de una de mis tías, hermana de mi mamá. Ahí nos juntábamos con todos los tíos, tías, y primos. Solíamos ser aproximadamente treinta. Comíamos asado o empanadas fritas (caseras caserímas, por supuesto). Para los adultos las damajuanas de vino eran ilimitadas. Para nosotros, los gurrumines, había jugo concentrado Swing (que venía una botellita de un litro que se convertía, de a poco, en cinco o seis litros del jugo más espantoso que jamás haya probado alguien). El jugo Swing, que era feísimo, era un poco meno horrible si en vez de agua se utilizaba soda. Pero como la soda era más cara, también era propiedad de los adultos.
Comíamos mucho y depués todos los hombres se sentaban afuera a jugar al truco. Mientras tanto, las damajuanas seguían circulando y los gritos eran cada vez más fuertes.

“¡Truco!” A veces yo me colgaba de mi padre y me quedaba ahí espiando las cartas que le habían tocado. No entendía si eran buenas o malas, pero me divertía engancharlos cuando se hacían las señas (especialmente la del besito). Se burlaban unos de otros y fumaban muchos cigarrillos. Mientras tanto, los primos corríamos por el lugar sin rumbo específico, y las mujeres charlaban en la cocina tranquilas, mientras terminaban de lavar los platos. Sonaban de fondo las cumbias más viejas, las que yo considero más auténticas: La Nueva Luna, Media Luna, Alcides o Ricki Maravilla. Cuando hacía calor todo se trasladaba al patio. Yo solía sentarme en el hall de entrada de la casa de mi abuela, que estaba en la parte delantera del mismo terreno donde vivía una de mis tías. A veces me daban miedo algunos vecinos que pasaban por la vereda, entonces corría y me tiraba encima de mi padre, que estaba completamente en otro mundo. Las damajuanas, mientras tanto, mágicamente seguían apareciendo y apareciendo. “¿Cuándo nos vamos?”, le preguntaba finalmente a mi madre después de pasar varias horas aburrida y con miedo a esos vecinos siniestros.

“¡Quiero retruco!” Mi madre me mandaba a preguntarle a mi padre y ahí quedaba oficialmente inaugurado el ping pong que me acompañó durante toda la vida. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Después de varios minutos de ir de uno al otro tratando de saber cuándo corno nos iríamos a casa, mi madre gritaba con voz medio gangosa e impostada el nombre de mi padre, estirando por dos segundos la última consonante. A ese llamado seguían las burlas correspondientes. Es que mi madre había hecho de ese grito estirado al final su marca registrada. Las tías la imitaban, los hombres se reían de mi padre, que terminaba siendo el más pollerudo. A mi me causaba mucha gracia el grito de mi madre y la burla de mis tíos y tías, que sigue hasta hoy día.

“¡Quiero vale cuatro!” Esta noche en particular volvíamos en el Taunus verde por la ruta. El camino entre la casa de mi tía y la nuestra no era largo, pero sí lo suficiente para que yo me quedara dormida. Me recosté en el asiento trasero y empecé a mirar por la ventanilla, fui cerrando los ojos y me dormí. Me desperté con un sollozo de mi madre, que peleaba con mi padre. El estaba muy borracho y ella le reprochaba cosas en las que ni siquiera llegué a reparar. Él decía que le dolía mucho la cabeza, ella que se lo merecía. Yo empecé a sentirme mal, pero no entendía bien qué estaba pasando. Estaba incómoda, triste, porque mi papá no se reía como antes, porque mi mamá lloraba como nunca. Esa sensación extraña, pesada, me acompañó hasta que llegamos a casa. Mientras tanto, seguí recostada mirando la luna y las estrellas al revés.

“No quiero” Al día siguiente mi madre se levantó mucho más temprano que de costumbre. Tenía los ojos hinchados y sacaba y guardaba y sacaba y guardaba un pañuelito blanco del puño de su buzo. Desayunó conmigo y, pasado un largo rato, me dio un mate para que se lo llevara a mi padre. Yo me acosté al lado de él y lo desperté para darle el mate. Al ratito llegó mi mamá con la pava. Ellos se quedaron tomando mate, yo me fui a jugar a la galería. La puerta quedó cerrada un rato largo. Yo volví a sentir esa sensación de extrañeza. La primera vez que fuimos a la casa de mi tía después del incidente borracho/ peleador, me prometí no quedarme dormida en el auto para que no pasara nada. Hice todos los esfuerzos posibles y, si se me cerraban los ojos, en seguida empezaba a contar autos rojos, o verdes, o amarillos. Esa vez, todo salió perfecto. Entonces llegué a esa conclusión: la pelea había sucedido porque yo me había dormido. La pelea se podría haber evitado si yo me hubiera quedado con los ojos abiertos. La pelea podría no haber existido, entonces mi papá se hubiera reído como siempre y mi madre no hubiera llorado como nunca. Las cosas podrían haber sido diferentes. Yo podía torcerlas.

A partir de ese día, y durante mucho mucho tiempo, viví ese recorrido con los nervios de saber que si me dormía, se armaba quilombo. Sintiendo que estaba en mis manos, en mis ojos, en mi sueño, la conservación de la armonía familiar. Yo podía hacer que existiera, o que desapareciera. Nunca me volví a dormir durante ese recorrido. Y durante ese recorrido, mientras yo no me dormía, mis papas no volvieron a pelear.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Competencia

Y mirá que tengo un montón de paciencia, pero ya no estoy para competencias pelotudas de féminas hambrientas de sexo casual pero romántico. Me aburren. En particular cuando llegan a extremos subnormales. Empino el codito y me ahogo en un gin tonic. No puedo hacer otra cosa. Me supera.

Saber los intereses ocultos detrás de esa competencia, tener ganas de arengar y que de una vez por todas se agarren a las mechas. Cagarme de la risa. Pero quedarse callada. Porque, después de todo, y bien en el fondo, todavía me queda un poco de bondad.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Random

No está para nada bueno quedar en el medio de quilombos ajenos. Que los intereses te vayan estrujando y vos cada vez más en el medio, cada vez más chiquita y apretadita. Un día explotás, seguro.

Las gentes vinieron a mi casa y todos dicen qué linda es, qué buena está, cuánta buena onda el patio. Y yo, que durante mucho la odié, de repente me le enamoro.

Llama una de sus ex para reprocharle no sé cuántas pavadas de trabajo. "¿Sabés lo que me dijo". "No, y francamente me chupa un huevo, es una conchudita". Auriculares y adiós.

Recién me llamaron esos de los autos que dicen que ganaste. Los escuché de pe a pa. La soledad hace estragos en mi persona.

Cuchá: estoy escribiendo un montón de historias de amor con finales horriblemente trágicos. ¿Será un vaticinio?

Es sábado, hace calorcito lindo, y yo no puedo levantarme del sillón. Soy un desperdicio.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Ortografía

Últimamente se potenció la obsesión que siempre tuve por la buena ortografía. Me molesta muchísimo que la gente escriba con faltas de ortografía, me molestan a la vista y, sin importar quién me esté escribiendo, me dan ganas de corregirle, de pegarle con un palito en la mano y hacer que escriba en una hoja mil veces la palabra “herbívoro” (puede ser cualquier otra, eso no es lo importante). Es insoportable. Realmente me pone muy nerviosa encontrarme con faltas. Aunque también me ofuscan los brutos errores de redacción y/o conjugaciones verbales.

Desde que soy muy chica tengo una excelente ortografía. Tal vez porque empecé a leer y escribir de muy nena (entre los cuatro y los cinco se me despertaron esas ganas) y eso debe haber hecho que tenga como un amor incondicional por el lenguaje escrito y por ese amor debe ser que me gusta que se lo cuide y no se lo maltrate de ninguna manera.

Por qué “herbívoro”. Estaba en tercer grado. Era el primer año que yo asistía al colegio de monjas (venía de una estatal super tumba). Nuestra seño Begonia (o Begoña), nos tomó una prueba de lengua a fin de año. Era un dictado de cien palabras. Había que hacerlo en lapicera de tinta (ese fue el primer año que la usé, y me manché el uniforme absolutamente todos los días), en hojas nº 3, rayadas y marca Rivadavia (Begonia practicamente obligaba a nuestros padres a comprar esa marca, supongo que tendría acciones con don Rivadavia, o algo similar). La cosa es que hicimos el dictado, me acuerdo que era un día muy caluroso porque ya estábamos a pasitos del verano, así que en vez de camisa y corbata teníamos cancheras chombas celestes. Todo venía bastante bien hasta que apareció la palabra “herbívoro”, que suena amenazante, aunque no tanto como “carnívoro”, que es mucho más peligrosa (pero sabrosa). Fue la única palabra, de las cien, que escribí mal. Le puse el acento correspondiente, pero se me enrocaron las v y b. Claro, después mi madre me dijo el secreto y nunca más la escribí mal.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Obrera

En cambio, ir a trabajar con mi madre era totalmente diferente. Íbamos a la fábrica de ropa donde trabajaba ella y yo quedaba especialmente fascinada con el espacio. Lamentablemente, mis recuerdos no cuentan exactamente cómo era la disposición del lugar, aunque la sensación está intacta. Sin embargo, vagamente, medio fuera de foco, me acuerdo que todo era un gran galpón y en el fondo trabajaba mi madre, con otras señoras.

La tarea de mi madre era embolsar prendas, ponerle etiqueta y hacerles alguna otra cosita. Pero en ese mismo sucucho sin ventanas al exterior donde trabajaba ella, también estaba la planchadora, que tenía una de esas planchas gigantes de tintorería, que hacen ruido a sifón de soda y largan humo blanco por un instante. Un humo que invadía todo y te hacía transpirar.

En el galpón había muchos anaqueles colmados de prendas infantiles. La cantidad de estanterías color marrón se convertían en el perfecto ecenario para jugar a Laberinto. Yo caminaba, corría, saltaba y cantaba mientras jugaba a que estaba en la película, jugando a que tenía que ser una heroína.

A la hora del amuerzo íbamos a la cocina de la fábrica y casi siempre comíamos salchichas y huevo duro, o arroz y salchichas. A veces comíamos solas, a vece comíamos con las compañeras de mi madre, otras veces comíamos con Raúl (aunque no sé si en realidad se llamaba así). Raúl era cortador. Trabajaba en un salón grande con mesas que, de verdad, eran enormes. Había muchos metros y centímetros y tijeras de todas las formas, tamaños y colores. Sobre las paredes laterales del salón reposaban, esperando que su sentencia de muerte se cumpliera, los rollos de tela. Las telas eran de colores estridente, muy 90´s, estampados de camisas muy Versace, y lycras para mallas y bikinis con lunares de varios colores. Rául cortaba las telas exactamente por la línea que le indicaban sus tizas, sus moldes de papel madera, pero sobre todo, su talento para saber de dónde a dónde y para qué talle cada corte.

Después del almuerzo me tocaba la siesta. Nunca me gustó dormir la siesta (ahora que soy grande, vieja y vaga me parece el mejor invento del mundo), pero en la fábrica era diferente, porque yo subía a un cuarto que había en un entrepiso donde había kilos y kilos de telas y recortes de telas que ya no se usaban, o de prendas ya cortadas pero nunca cosidas (que habían sobrado de temporadas anteriores). Y recostarse ahí era como vivir en un mundo de fantasía, donde todo era acolchado y colorido. De cualquier cosa se podía armar una almohada gigante, o dos, o mil. Y con cualquier otro pedazo uno se tapaba. Y el aroma era el aroma al peor negocio de ropa coreana en Once, pero en ese momento, en ese lugar, era el olor a la máxima comodidad.

La odisea era a la vuelta. Tomábamos el 162 a unas pocas cuadras de la fábrica y teníamos un viaje eterno hasta Ramos (curiosamente, no tengo ni la más pálida idea de la ubicación de la fábrica) en un colectivo atestado de gente, todos con caras de cansado, con amargura en los rostros, con infelicidad en las miradas.

A medida que pasaban las temporadas quedaban prendas que eran repartidas entre los empleados. También se repartían las prendas que habían salido mal, o los recortes de tela que nunca se habían cosido. Mi madre todavía guarda bolsas de consorcio con bikinis a lunares, conjuntos de jogging (buzo con volado al cuello y pantalón), remeras y camisas con colores flúo. Yo, en cambio, conservo un vestido de friza floreado que vestí en mi cumpleaños número nueve y que me hacía sentir tan diosa como Flavia Palmiero.