lunes, 23 de febrero de 2009

Hoy me pasa esto

domingo, 22 de febrero de 2009

Me pone muy triste que no se respete la opinión ajena, y que todo sea hacer mierda al otro porque no piensa como yo.

Qué mundo menos civilizado.

viernes, 20 de febrero de 2009

Miedo a la oscuridad

Cuando todavía vivíamos en Transradio, las noches de extremo calor dormíamos todos en la habitación de papá y mamá, que tenía aire acondicionado. Mis hermanos tendrían doce o trece años, y yo cuatro o cinco.

A mi me tocaba dormir en la cama grande con papá y mamá, mientras mis hermanos traían de la habitación de ellos sus respectivos colchones y los acomodaban al costado de la cama grande. El aire se prendía tipo ocho de la noche, y se cerraba la puerta de la habitación para que se fuera enfriando el ambiente. Mientras tanto nos bañábamos, cenábamos y lavábamos los platos (yo todavía era pequeña, así que en el momento de la tarea hogareña no tenía otro trabajo que mirar y aprender).

Nos acostábamos todos. Mamá era la última en apoyar la cabeza sobre la almohada. Llegaban algunos minutos de jolgorio familiar: papá hacía bromas pavas y todos nos reíamos porque cuando papá quiere puede ser muy gracioso. Pero sólo cuando quiere, sino parece un ogro sin remedio. Después de las bromas llegaba la hora de apagar las luces, y yo había inventado un método infalible para no sentir tan de sopetón la presencia de la horrible oscuridad. Antes que mamá fue a presionar el botón del velador, yo me acurrucaba muy cerca de la panza de papá y cerraba los ojos con tanta fuerza que podría haber sufrido un calambre en el cuello. Así, mientras mamá apagaba la luz, yo iba acostumbrándome a la oscuridad amparada en la panza de papá.

Me quedaba un ratito así, hasta que sentía que estaba acostumbrada a lo oscuro y abría los ojos, justo en el momento en que papá me cantaba (bien bajito para no molestar a los demás): Te voy a hacer los calzones, como los usa el ranchero, te los comienzo de lana, te los termino de acero. Yo me reía bajito, él me daba un beso, mamá pedía silencio por favor, y nos dormíamos.

Amanecíamos tapados con dos o tres frazadas.
No termino de entender que al maniquí del negocio la ropa le queda mucho mejor que a mi. Caigo como una chorlita, vuelvo a entrar, pido, pruebo, me frustro. Y le digo, a la mujer esa con sonrisa de oreja a oreja: "Es que esos muñequitos que vos tenés son demasiado altos y flacos. Nadie es así en el mundo real". Y la mujer esa, que sigue sonriendo de oreja a oreja me mira pero se nota en sus ojos sobre abiertos que no sabe qué carajo decirme. Y cómo si fuera una empleada de local de comidas rápidas, en vez de ofrecerme agrandar el pedido por cincuenta centavos mas, saca de la galera una respuesta y me dice (muy sueltita de ropa y cancherita como pocas): "No quedan mas grandes. Aparte, a todas les entra la ropa de acá, así que es evidente que el problema no lo tiene el muñequito alto y flaco".

No la agarré de las chuzas porque en el fondo soy una dama.

jueves, 19 de febrero de 2009

Bendita memoria I

Los fines de semana papá y mamá ponían algunas cosas en un bolso chiquito y emprendíamos viaje hacia la casa donde vivíamos antes de vivir en Ramos. Quedaba lejos, para el lado de Lomas, en Transradio.

El sábado por la noche en la tele pasaban repeticiones de No toca botón. Y yo me sentía grande. Porque armaba el sofá cama que estaba en el living y me acostaba a mirar la tele ahí. No había algo en el mundo que perteneciera tanto al mundo adulto como la posibilidad de mirar la tele desde la cama. Me acostaba ahí y miraba en un televisor de catorce pulgadas todos los sketches que me hacían reír, aunque no tanto porque no los terminaba de entender del todo (no comprendía, por ejemplo, qué era lo que hacían el Manosanta y la chica cuando salían de escena).

Al rato terminaba el programa y la televisión se llenaba de un ruido que no tenía nada de atractivo. Era la hora de dormir. Y ahí volvía a ser una nena indefensa, porque cuando apagaba la luz y el aparato, un miedo empezaba a recorrerme todo el cuerpo y tardaba minutos, que parecían eternos, en quedarme dormida.

Desde donde apoyaba la cabeza veía la puerta de entrada a la casa, que tenía en la parte superior una especie de vitreaux con un dibujo que no recuerdo claramente: puede haber sido un árbol, o un barco, o una forma indefinida. Lo mismo da qué forma tenía, porque al fin y al cabo el miedo estaba igual. Era una odisea terrible a la que me exponía porque, después de haber visto a Olmedo, tenía que seguir comportándome como una persona grande y no podía (bajo ninguna circunstancia) salir corriendo a la habitación de mamá y papá.

Entonces miraba fijo al vitreaux y lo desafiaba con la mirada, sin saber (porque era chiquita y la palabra "desafío" no estaba en mi vocabulario) que la estaba desafiando. Me quedaba unos minutos mirándola, inspeccionando cuáles eran las sombras que se repetían y cuáles podían ser inusuales. Mientras miraba el dibujo afinaba el oído y trataba de escuchar más allá de lo de siempre. Identificaba perros vecinos, grillos cantantes e incansables, y el sonido lejano de los autos que pasaban a toda velocidad por la ruta.

Así me quedaba un largo rato, registrando los ruidos del silencio nocturno y viendo en las luces del vitreaux las formas que luego poblarían mis sueños. En algún momento, terminaba por cerrar los ojos. Cuando los abría, los ruidos eran matutinos (para nada silenciosos) y las formas del vitreaux, aburridas, insulsas y para nada atemorizantes.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Maldita memoria

Hoy por la tarde me acordé algo de cuando era chiquita (muy chiquita). Era más que nada una sensación mezclada con un recuerdo, un momento puntual. Me dije a mi misma que tenía que escribirlo en ese mismo instante. Pero no lo hice.

Recién bajaba del colectivo y me acordé que hoy a la tarde había recordado algo de cuando era chiquita (muy chiquita). Pero no me acordé qué era.

Ahora sé que recordé algo de cuando era chiquita (muy chiquita) y también sé que lo olvidé. Maldita memoria, maldita fiaca.

Yo creo

Para mi todos somos buenos. Me cuesta imaginar que alguien puede hacerle cosas malas a otro, a propósito. No entiendo por qué debería reinar la desconfianza en un mundo plagado de personas buenas y con "lindas" intenciones. No me sale ir por la vida pensando que todos me quieren cagar, traicionar, mentir o maldecir. No puedo creer cuando alguien me dice que "hasta que no lo conozca no le creo nada". No entiendo esas posturas. No puedo siquiera pensar que alguien es malo aun haciendo esfuerzos.

De hecho, cuando me entero de alguna maldad que hizo alguien, paso varios minutos barajando la posibilidad de que haya sido sin querer, que no haya tenido mala intención, que no se haya dado cuenta que estaba haciéndole mal a alguien. Después, si llego a la conclusión de que fue a propósito, que es maldad lisa y llanamente, que hay gente que no es naturalmente buena, lloro.

No importa si estoy viendo una noticia en la televisión, o leyendo un libro o viendo una película, hablando con mi madre o escuchando de qué hablan los vecinos. Si descubro que en el mundo hay alguien mas (una persona más, un ser más, otro que se suma a la lista) que no es bueno, me angustio tanto que lloro un buen rato, porque no me parece justo que teniendo la posibilidad de hacer cosas lindas y buenas, algunas personas elijan ser malas.

(resalto elección. hay gente que termina haciendo cosas malas no por elección, sino por imposición, o porque no le queda otra, o por un montón de motivos así de grandes y sociológicos, e importantes, y difíciles de explicar, más para una burrita como yo)

Enquilombada

¿Hasta qué punto uno tiene que aceptar al otro cuando lo que es el otro está lastimándolo a uno? La pregunta tiene un poco de olor a frase pedorra, mal construida, confusa y de libro de autoayuda.

Pero anoche, en una de las tantas veces que me desperté, me pregunté eso. Y tal vez la mala formulación responde, justamente, a que estaba recontra dormida y cuando estoy en estado somnoliento no puedo pegar dos palabras juntas sin armar líos gramaticales. Más allá de la mala construcción, el tema de la aceptación del otro me quita el sueño. Pero no fue hasta hace un par de años, en el que conocí a una persona que es muy egoísta y complicada. Igualmente ese no es el tema central del día de la fecha.

El poder del otro sobre mi tal vez sí lo es. Quiero decir: ayer me prometí que no hablaría de mi relación en el blog porque no, ni da, no sé quién lo lee, bla bla bla. Y no sé cómo, de repente estoy hablando de lo mismo, de nuevo, una vez más. Supongo que es el poder que otro tiene sobre mi. Me canso.

Trato de ocupar la cabeza en mil cosas al mismo tiempo, y por momentos lo logro. Me anoté en la facultad, estoy leyendo un libro buenísimo, viendo series y películas geniales, trabajando un montón, escribiendo más, pensando en todo y nada a la vez. Pero de repente vuelve a aparecer el tema recurrente y mis mil cosas se opacan y se convierten en lágrimas que escupo no sé bien por qué.

Anoche, antes de dormir y empezar a pensar en eso de la aceptación del otro, hablamos de todo un poco. Y es cierto: las cosas están como siempre, nada cambió, no hay nada nuevo que yo tenga que aceptar. ¿Será que nunca terminé de aceptar en realidad cómo es el otro y de a ratos esa no acpetación vuelve para complicarme la existencia? Si de él nada cambió, ¿entonces soy yo? ¿Qué es lo que me anda pasando?

Estoy cansada. Aburrida. Enquilombada. Confundida. Contracturada.

Y muy, pero muy sensible. Insoportablemente sensioble. Y vulnerable.

Todo eso me pasa.
"Mi vida, ahora, es eso"

"Eso", claramente, no hacía referencia a mi.

martes, 17 de febrero de 2009

Abstinencia

Estoy tratando de fumar menos. No de dejar de fumar, porque por ahora no. Pero fumar menos. De un atado pasé a diez cigarrillos como máximo. Bastante bien, creo.

Pero se me está haciendo complicado, especialmente en este momento, en el que no tengo mucho para hacer en el trabajo, tengo hambre y no hay nada para comer y para colmo acabo de hacer unas cuentas mensuales que dieron que de acá a un año no puedo comprarme ni un par de medias.

Las malditas ganas no me van a vencer.

No... bueno, sí

No sé decir NO. Siempre termino accediendo a lo que sea, aunque por dentro sepa que no puedo, o que no quiero.

"¿Te quedás conmigo hasta las seis de la mañana mientras termino esto?" "Sí, claro".
"¿Venís a trabajar el fin de semana para entregar esto?" "Sí, por supuesto".

Así toda la vida. En eso, por ejemplo, es que soy idéntica a papá. Papá tampoco sabe decir que no. Es un ser extremadamente bueno, que a veces puede pasar por boludo. Pero no lo es, sólo que no sabe decir que no. Como yo, que termino llorando sola mientras trabajo el domingo porque no quiero estar ahí, porque necesito un poco de aire fresco, porque siento impotencia, porque estoy enojada conmigo, porque no puedo decir que no.

Mamá, en cambio, es ideal para decir que no. Ante el primer signo de interrogación, siempre dice "No", después escucha lo que querías preguntar, después vuelve a repetir "No". Es aburrido, porque tanto ella como mi papá y yo somos previsibles en ese aspecto. Uno sabe que mamá siempre dice que no y que nosostros siempre decimos que sí.

Creo que si un día tengo hijos, van a ser terriblemente mal educados. Porque si no puedo decirlo NO a un jefe, mucho menos a mis hijos. ¿No?

lunes, 16 de febrero de 2009

Lo que haría

Hoy, por ejemplo, con esta lluvia tan melancólica, me encantaría poder llamar a mi hermana y decirle que pase por mi casa después de dar clases.

Correría a mi casa y le prepararía alguna cosita rica: unos brownies no porque no le gustaba el chocolate, pero tal vez sí una cremona, o algo así con mucho hidrato de carbono y millones de calorías.

Le daría los mates más ricos y menos lavados porque no le gustaban, le ponían de horrible humor los mates lavados.

Le mostraría el vestido que me regaló mi novio y le contaría algún secreto íntimo.

Pero además, así con toda esta lluvia melancólica, me encantaría que me viniera a visitar y que juntas viéramos Flashdance. O que alquiláramos todas las Alien y tomáramos mate y comiéramos cremona viéndolas. Es una maratón que nos debemos.

Es una lluvia para que me visites. Y la puta madre que lo parió, hace casi cinco años que no me puedo tomar un mate con vos. Y lo peor es que nunca más voy a poder hacerlo.

¿Algún día entenderé por qué?

domingo, 15 de febrero de 2009

Papá

Papá no habla de su infancia. De su infancia habla mamá (de la infancia de papá). A veces lo miro y quisiera preguntarle millones de cosas. Pero entiendo por qué decidió no hablar de su infancia: a veces es más fácil callar que narrar. No negar, sino silenciar. Saber que existió, tener el recuerdo conciente, la foto de la niñez, el episodio violento, el golpe, la corrida, el miedo, el terror. Tener todo eso, saber que estuvo (tal vez alguna vez soñarlo) pero no contarlo. No. Callarlo.

Papá y yo somos parecidos, casi idénticos. Se nota cuando no queremos hablar de algo, y en general nunca queremos. O por lo menos no de aquello que nos lastimó, que nos dio miedo, que nos oscureció por un ratito.

Entonces le pregunto a mamá. Cuando papá duerme la siesta le pregunto a ella y me cuenta. Todo. Con lujo de detalles, como alguna vez (supongo que alguna única vez) papá le contó. Cuando decidió no callarlo. La escucho y siento las lágrimas brotar incontrolables, descaradas, irrespetuosas. Entonces corro al baño porque tampoco me gusta que mamá me vea llorar. Ella no necesita ver a una hija llorando. No a la hija que le queda viva. No puedo hacerle eso.

Cuando papá se levanta lo miro y lo entiendo. Lo veo y lo reconzco. Me habla a través de sus ojos celestes, esos ojos tan tristes que son lo único de su cuerpo que no puede callar. Y lo miro a los ojos y le hablo con mis ojos, porque somos parecidos, casi idénticos, y yo tampoco puedo silenciar a mis ojos.

Nuestros ojos se hablan unos minutos, las palabras que usualmente son escupidas por la boca son ahora innecesarias. Lo abrazo. Porque es mi papa, porque lo entiendo, porque lo escucho, porque sé que él también me escuchó.

viernes, 13 de febrero de 2009

¿Viste cuando te das cuenta que estás remando como una loca y tu acompañante se tiró a tomar sol?

Bueno, eso.

lunes, 9 de febrero de 2009

Perdones

Me llamó un sábado por la mañana. Yo estaba recién levantada, malhumorada, y había cruzado algunas puteadas con el señor que vive conmigo, pero no me acuerdo bien por qué.
Hacía varias semanas que ella estaba mal, me llamaba llorando, me contaba sus problemas, problemones, que no sabía se quedarse, o irse, o putear o gritar, o llorar, o revolear todo o callarse la boca.
Yo no tenía paciencia en ese momento, la escuché un poco, me reprochó algunas cosas que por suerte olvidé y después la mandé al psicólogo. Se me enojó.
Estuve todo el fin de semana, y algún día mas, afligida por el enojo, le mandé mensajes (porque no tenía ganas de llamarla y que siguiera reprochándome cosas). Ella me contestaba con monosílabos, y al leerla a mi se me hacía un nudo en la garganta que no podía desatar. 
El martes (o miércoles o jueves, da lo mismo), me manda un mail pidiéndome disculpas. Había empezado la psicóloga y estaba mucho mejor. Yo la leía mejor. Me puse a llorar cuando leí su mail. Es que hay días en los que estoy tan sensible que doy asco. Lloro por cualquier cosa, cualquier cosa, cualquier cosa, la cosa más estúpida. Me puse a llorar y así, con las lágrimas rodando por mis cachetes regordetes, le contesté cosas lindas. "Pase lo que pase, siempre nos vamos a tener, y eso es lo que está bueno".

Ahora estamos como siempre. Hermanitas del alma, o algo por el estilo. Lo que sí, me di cuenta de algo, estos últimos días, y a raíz de este episodio: cuando perdonamos a un amigo, o un amigo nos perdona, no queda un ápice de resentimiento, ni rencor, ni orgullo. El perdón a un amigo -dado o recibido- es el más auténtico de todos. O por lo menos eso es lo que me pasa a mi.

Yo acomodo, no ordeno.

Arriesgada

Hace algunos días, una persona dijo, en relación a mi convivencia: "¿25 y ya convivís? ¡Qué arriesgada!".

Y sí, el momento de la decisión fue eso: arriesgar a un futuro juntos. Ese futuro juntos, esa jugada que hicimos, tan arriesgada, funcionó como el culo los primeros seis meses. Pero después de a poco, empezamos a jugar mejor, a entendernos un poco mas y a ganar con cada movimiento de fichas.

En ese momento fue arriesgado, y en ese momento salió mal, pero ahora, después de casi dos años de vivir con él, puedo decir, con firmeza absoluta, que "el que no arriesga no gana".