martes, 28 de octubre de 2008

Pintar de plateado

Atesoro momentos que ocurrieron en un espacio que reconozco como específico. Del tiempo no puedo decir lo mismo. Sé que era chica o que era grande. Pero no sé cuan chica ni cuán grande. Se me confunden los momentos y por más que haga esfuerzos, los tiempos se desdibujan y pasan a ser solamente tiempos felices, aburridos o tristes.

Cuando era chica hubo una época en la que ayudaba a mi padre a trabajar en la casa donde pasé mi primera infancia (una casa que tenía un ciruelo, de donde colgaba mi improvisada hamaca, y un manzano con frutos verdes que no se comían porque eran muy ácidos). No recuerdo, por ejemplo, si todavía vivíamos ahí, si ya estábamos en Ramos, o si fue un verano o un invierno. Lo que si sé, con perfección indiscutible, es que siempre me gustó (debería decis me fascinó, encandiló, divirtió, y más etcéteras) ir a trabajar con mi padre (o madre).

Sé que mi tarea, por esos días, era pintar chapas. Situadas sobre dos banquetes de madera yacía una chapa que yo pintaba de color plateado. Los banquetes, y por consiguiente la chapa, estaban a la izquierda del enorme jardín, cerca de la parrilla (sobre la tierra reseca, una parrilla bajita, y medio destartalada de donde salieron los asados más ricos que comí en mi vida).

El pincel era chiquito, previsiblemente para que no se escapara de mis diminutas manitas. Mi padre me había enseñado la técnica perfecta: la lata se abría con un palito de madera que tenía como misión en su vida abrir latas de pintura y remover el líquido. Una vez abierta (para eso se hacía una especie de palanca) se introducía el palito (por supuesto que de antemano ya se sabía qué lado se hundía en el líquido) y se revolvía un poco para que el color fuese uniforme. La pintura es un líquido denso con el cual uno puede hipnotizarse fácilmente. Al sacar el palito, la pintura quedaba chorreando y en la superficie de la pintura se dibujaban hilos de pintura que hacían formas raras y desaparecían en un parpadeo.

Se mojaba la mitad de las cerdas del pincel en la pintura y se descargaba un poquito sobre el borde de la lata. Y después, sin ansiedad (porque la ansiedad es el peor enemigo de cualquier tarea hogareña) se iba pintando la chapa de a pequeños rectñangulos. El pincel iba y venía varias veces, lento, empapando la chapa opaca de un color brillante que iba reflejando el sol y terminaba molestando un poc a la vista. Una vez que ese rectángulo estaba listo, se procedía a mojar nuevamente el pincel y el ciclo comenzaba de vuelta.

Al finalizar, se cerraba la lata de pintura y se le daba a la tapa algunos golpes con el palito, para que trabara bien y la pintura no se secara. El pincel se enjuagaba con aguarras y quedaba descansando hasta el día siguiente, en el que toda la operación volvía a repetirse.

domingo, 26 de octubre de 2008

Trabajadora

Cuando tenía seis, o siete años, lloraba todos los días en la puerta de la escuela porque no quería quedarme, quería irme al trabajo con mi mamá. Y parece una pelotudez, pero siempre me sentí más cómoda (léase contenta) en ámbitos laboras que en escolares. De hecho, cuando trabajé en una escuela disfruté todo mucho más que cuando estudiaba en otra (y eso que tenía que usar un guardapolvo espantosísimo que me llegaba a los tobillos).

Empecé a trabajar cuando tenía dieciséis años y nunca paré. O sí, paré el primer año de facultad (después de haber aprobado el fatídico CBC). Pero me pareció tan raro no trabajar que al año siguiente volví al ruedo. A mi me gusta trabajar.

Puteo un montón y a veces reniego porque no sé si lo que elegí como profesión es realmente lo que me gusta hacer. Me da un miedo enorme despertarme el día de mañana (esta es una expresión que detesto, porque es como una metáfora de cabotaje, como que decís el día de mañana pero en realidad estás hablando del futuro, me parece medio pelotuda) y darme cuenta que en realidad yo tenía que ser abogada, o contadora o ingeniera. Igualmente, no creo que sucedan todas esas cosas porque, a pesar de putear y enojarme con mi profesión varias veces a la semana, yo amo mi trabajo. Como amaba acompañar a mi padre al taller o a mi madre a la fábrica.

jueves, 23 de octubre de 2008

Mecánica

A veces me aburre bañarme. Me aburre porque ya sé de memoria todos los movimientos, el orden de acciones, el comienzo de la historia y, por supuesto, también el final. Y aunque el baño me relaja y me hace sentir fresca y con rico olor, ya no soporto que cada movimiento esté predeterminado, que no haya lugar para las equivocaciones o para las sorpresas.

Jabón
Shampoo
Acondicionador
Lavado de dientes
Secado
Cambiado

Y es que tampoco sé si se puede innovar mucho a la hora del baño. Tal vez debería hacer un baño de inmersión, o llevarme un grabador y poner alguna cumbia bien tumba mientras me baño. Tal vez debería olvidarme la toalla o la ropa y podría pegar un grito para que alguien me los alcanzara. Tal vez podría usar la canilla y no la ducha, tal vez podría bañarme en malla o invitar al señor que vive conmigo para que me ayude un poco (esto es como medio de película porno, ¿no?).

Pero soy vaga. Y a veces prefiero aburrirme a tener que planificar un olvido de toalla o una invitación a uno que seguramente ni siquiera esté en casa. Tal vez debería dejar de joder con estas estupideces, y pensar sólo en la relajación post baño, o en el olorcito rico del jabón. Tal vez debería conformarme con esas cosas aburridas y no insistir en sorpresas que nunca llegan o que, si llegan, me asustan y bloquean.

Tal vez. O tal vez no. Tal vez no debería conformarme un carajo. Tal vez debería dejar de ser tan histérica y pensar qué carajo quiero hacer. Si aburrimiento y tranquilidad o sorpresas y adrenalina. Y todo por un baño de mierda.

Hoy estoy insoportablemente neurótica. Sepan disculpar.

Santo remedio

Cuando estoy sola y no puedo dormirme, voy hasta el living y agarro “American Dreamz” (así, con z). La pongo en el dvd y sé que me gusta, que me divierte, que me parece una película hermosa. También se que, como un cuento para un niño, esta película es el mejor somnífero para mi mundo. En la mitad de cualquier escena, no importa si estoy en el piso doblada de la risa, me quedo dormida. Es inexplicable. Pero pasa eso.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Virtudes familiares

Y así como con la familia de mi padre la humillación era moneda corriente, con la familia de mi madre era todo lo contrario.

Por ejemplo, una Nochebuena fuimos a cenar a la casa de una de mis tías. El trato era este: cada uno llevaba lo que podía. Había algunos que llevaban un pollo al horno, o una ensalada rusa, o un matambre, o una botella de jugo Swing. No importaba lo que fuera, había que llevar alguna cosa. Y había otra condición: todos los adultos y los que ya sabían de la no existencia de Papá Noel, tenían que llevar regalos de un valor menor a $5. Podía ser menos, por supuesto, pero nunca más. La cantidad de regalos podía variar, pero había un mínimo: uno por persona.

Cuando llegamos, y escapando de los más pequeños, que ya andaban mirando al cielo para ver si se encontraban con Rudolph o alguno de esos, todos los regalos se metieron en bolsas de consorcio y se escondieron en una habitación que prácticamente quedó clausurada hasta la llegada de Papá Noel.

A las doce en punto todos los chicos corrieron a la entrada de la casa, y salieron a la calle para ver si pasaba el regordete simpaticón. Mientras tanto, adentro, sacábamos apurados las bolsas y las acomodábamos en el medio del patio. Cuando los chicos llegaran, Papá Noel ya se harbía ido.
Pero Papá Noel no había dejado sólo las bolsas, también había dejado un sobre, y dentro del sobre una esquela. Los nenes miraban fascinados las bolsas y deducían la manera en que el regordete se había escapado. Miraban al cielo y trazaban líneas imaginarias, de recorridos fantásticos, o tiraban una tipo “él desaparece cuando quiere… ¡¡es Papá Noel!”.

Cuando más o menos se tranquilizaron un poco, una tía los sentó en ronda y leyó en voz alta la carta de Papá Noel: “Mis queridos, este año vamos a hacer un juego. Todos se van a poner en filita y van a ir pasando a sacar un regalo de la bolsa. El que saquen, será su regalo. Disfrútenlo. Los veo el año próximo”.

Para los chicos ese ya era un regalo casi supremo. Que Papá Noel mismo, de puño y letra, les hubiera escrito una carta a ellos era mucho más de lo que podían pedir. A ningún nene del mundo el regordete le escribe, pero a ellos sí. Y eso ya los había hipnotizado de manera tal que por lo menos por un año más creerían en él.

Así, todos nos pusimos en fila y fuimos pasando a sacar de la bolsa nuestro regalo. Y nada era mecánico. Con cada familiar se armaba una ceremonia divertida en la que se cantaba, se mareaba al participante o se le hacía encontrar la bolsa con los ojos tapados (onda piñata).

Cuando terminó la primera ronda, todavía quedaban muchos regalitos en las bolsas. Así que hicimos dos rondas más, todas igual de jolgoriosas y colmadas de felicidad. Los chicos no salían de su asombro. Los grandes nos mirábamos de manera cómplice adivinando quién había comprado qué, y riéndonos de ciertas ocurrencias regaleriles.

Tipo tres de la mañana, con tres regalos cada uno de los adultos y cuatro los chicos, nos fuimos a nuestras casas. Esa fue una de mis mejores navidades: mi navidad semi comunista.

Pelotuda casualidad

Bueno, como sea. Todavía no sé si creo o descreo de las casualidades. Pero sí sé, y con mucha certeza, es que cuando me veo envuelta en una casualidad me pongo re contenta y quiero gritarlo a los cuatro vientos.

Hoy por la tarde, mientras esperaba un eterno render que empezó ayer a las diez de la mañana y terminó recién, me puse a ver "Silvia Prieto". Me encantó. Me encantó y traté toda la peli de saber quién hacía de una de las Prieto, hasta que cinco minutos antes de terminar, me acordé que esa era Rosario Blefari. Y también me acordé que me encanta como canta, aunque nunca la escuche.

La cosa casual es que cuando llegué a mi casa revisé en el pilarcito del hall de entrada la correspondencia, para ver si me había llegado algo. No había nada para mi, como de costumbre, pero sí había otro sobre, para otra persona: Rosario Bléfari. Casi casi que voy a tocarle el timbre para ver si es mi vecina. Me rescaté a tiempo.

martes, 21 de octubre de 2008

Miserias familiares

Hubo un día que fue triste y humillante para nosotros, pero especialmente para mis padres. Era el tiempo en el que pasábamos Navidad con la familia de mi madre y Año Nuevo con la familia de mi padre.

Aquella vez habíamos ido a la casa de mi padrino (que creo era primo de mi padre o algo así). Nosotros vivíamos en Transradio y ellos en Martínez. El trato era el siguiente: mi padrino y su familia ponían el asado para todos y los demás tenían que llevar ensaladas y bebidas.

El treinta de diciembre mis padres fueron al supermercado a comprar lo que les tocaba llevar. El treinta y uno de diciembre mi madre cocinó ensaladas varias durante el día y mi padre preparó una heladerita portátil (esas de telgopor) con mucho hielo dentro y varias botellas de vino y jugo.

En el parque grande, lleno de planas, se disponía una mesa muy larga donde todos íbamos a comer. Nos sentamos y mi papá colocó junto a él la heladerita portátil. La abrió, con cuidado, y sacó la primera botella de vino. Mi padrino y mi tío (el hermano de mi padre), se acercaron a el lentamente y se colocaron uno a cada lado. Bajaron las cabezas a la altura de la cabeza de mi padre, y mi padrino, tomándolo del hombro y haciendo un poquito de presión, le dijo: “Dejá J, esos vinos son muy berretas, llevátelos y tomátelos en tu casa”. Mi padre miró a mi tío, que rápidamente tomó la botella de la mesa y volvió a guardarla en la heladerita. Mi padre se tragó las lágrimas, pero cerró en silencio su heladerita.

Esa fue la última fiesta que pasamos en la casa de mi padrino.

lunes, 20 de octubre de 2008

Abandónica

Absolutamente todas las actividades que empecé en mi vida las abandoné de un día para el otro, en su mejor momento, y sin excusa alguna.

Hice natación durante muchos años, y cuando comencé a competir, cuando nadaba muchísimos metros en una hora, cuando tenía una técnica perfecta, decidí que ese deporte no era para mi. Lo mismo sucedió con otras actividades deportivas tales como handball, hockey y voley. Una vez incluso tuve la feliz idea de salir a correr por lo menos tres veces por semana. Fui un día y me embolé de tal manera que nunca más accedí a jugar siquiera una carrerita de media cuadra.

Toqué el piano durante diez años. Sabía temas hermosos y los tocaba de memoria. Tenía talento y mi profesora siempre me felicitaba por todo lo que transmitía al tocar. Sin embargo, cuando terminé el secundario decidí que nunca más tocaría nada. Es el día de hoy que me siento en un piano y me largo a llorar porque todo ese talento que tenía se perdió en estos años de abstinencia musical.

Hace algún tiempo empecé a escribir algo asi como una novela. Investigué mucho sobre el tema a escribir y cuando llegué a la página treinta y cinco cerré el documento de la computadora y nunca lo volví a abrir.

Así con otros miles de actividades, que quedan en el camino truncas y, con el tiempo, olvidadas. La fórmula se repite durante toda la vida. También hice danza, estudié idiomas y amenacé con empezar otra carrera todos los años desde que terminé la anterior. Me compré libros de cocina para aprender a cocinar mejor y ahí están, abandonados en la biblioteca. No termino nunca nada. Supongo que tampoco terminaré de…

Sobredosis de afecto

A veces mi jefa es tan amorosa que me molesta mucho incluso ir a saludarla. Porque me dice bombón, hermosa, me sonríe, acaricia el brazo o pasa su mano por mi pelo despeinado. Y yo soy virginiana. A mi no me gusta que me toque cualquiera en cualquier momento.

viernes, 17 de octubre de 2008

Verborragia escrita II

Es que también lo que sucede es que me conozco demasiado y sé que esta necesidad de escribir todo el tiempo cuaquier cosa puede desaparecer de un segundo a otro. Entonces hago como en los programas de televisión, que hacen notas y las dejan en parrilla para tener qué programar si la semana que viene no hay nada nuevo.

Tengo una parrilla enorme, que a la vez va quedando obsoleta. Entonces debería publicar todo de una y dejarme de joder. Pero sé que si hago eso me quedo sin parrilla y cuando se venga la sequía de escritura, una época nefasta en la que no te sale ni media palabra, voy a abandonar los blogs, como ya lo hice anteriormente, y me voy a deprimir, y voy a sentir que no sirvo para nada, que no me suceden cosas interesantes, que me estoy quedando sin recuerdos, que me estoy olvidando.

Estoy entre esa espada y esa pared: dejar en parrilla todas las pavadas que escribo y publicarlas de a poco, aunque vayan quedando obsoletas (me gusta esa palabra) o bien (o mal), publicar todo, absolutamente todo a medida que lo escribo y después bancarme, como una nena grande, la sequía. No sé, todavía lo estoy pensando.

jueves, 16 de octubre de 2008

Verborragia escrita I

Últimamente estoy escribiendo como si estuviera escupiendo. De una, todo lo que tenía para decir en la vida necesita ser escrito y luego leído. Son como cataratas. Como que no me quedo sin palabras, necesito apurarme y escribir absolutamente todo lo que se me viene a la cabeza porque sino, tal vez, quien sabe, se me escape y no pueda volver a encontrarlo. Entonces escribo, en cualquier momento en cualquier lugar a cualquier hora.

La otra noche, sin ir más lejos, me desperté tipo cuatro de la mañana y tuve la imperiosa necesidad de ponerme a escribir. Pero hacía mucho, mucho frío y la cama estaba muy, pero muy calentita. Lamenté no tener una laptotp y planifiqué, así, rapiditio y al pie, cuándo podría comprarla. En el transcurso del pelotudo plan de compra de laptop, me olvidé todo lo que quería escribir. Me di media vuelta y volví a dormir.

miércoles, 15 de octubre de 2008

A veces sí

Por ejemplo, algunas semanas soy una ama de casa de ley. Y no sólo realizo tareas de ama de casa, sino también tareas de “jefe de hogar”. Cocino el lunes mil cosas para toda la semana, compro frutas y verduras, preparo salsas, tomates disecados, hago milanesas y organizo las comidas de lunes a viernes. Pero también, y esto es lo que me hace el “hombre de la casa”, reparo canillas que pierden, instalo apliques de luz o pinto marcos de puertas o ventanas.

Y es que me da la siguiente sensación: vengo de ser la menor de tres, y la preferida de mi padre. Eso hizo que siempre fuera la elegida a la hora de ver quién, en verano y cuando no había nada que hacer acompañaba, a papá a trabajar en el taller. Y todas esas tardes en el taller grasiento hicieron de mi un ser absolutamente masculino a la hora de resolver problemas hogareños.
De aquella época, recuerdo con cierta melancolía los almuerzos y la vuelta a casa.

En el almuerzo vestíamos la mesa con un elegante papel de diario e íbamos al almacén de al lado a comprar pan, fiambre, sobrecito de mayonesa, sobrecito de mostaza y una gaseosa. Almorzábamos los tres (mi tío, mi papá y yo) mientras nos reíamos de pavadas (en realidad ellos reían y yo los acompañaba, aunque no tuviera idea qué era lo gracioso del momento). Luego seguíamos trabajando y antes de volver a casa nos lavábamos las manos con aserrín y detergente. Era la única manera de sacar la grasa de nuestras manos. Recuerdo el tachito blanco lleno de aserrín húmedo y la botellita de detergente genérico. Y por esas tardes de laburo en taller es que yo no me perdono no poder reparar las cosas que se van rompiendo en el hogar.

Me cuesta un poco arrancar. Por ejemplo, la luz de la cocina estuvo rota durante meses. Y todos los días de esos meses yo prometía arreglarla aunque nunca lo hacía. Pero cuando me pongo, me pongo. Y soy obstinada, caprichosa. No me rindo facilmente.

Tengo la suerte de poseer un aliado: el ferretero de enfrente de casa. Un ferretero al que yo suelo referirime como Tino, aunque perfectamente sé que su nombre es Guillermo. Tino me explica cómo hacer la reparación y me vende los elementos e instrumentos necesarios. A pesar de ser un excelente maestro, siempre me da la sensación de que Tino no tiene fe en mi. Es por eso, que cada vez que salgo airosa en las reparaciones (o sea, siempre), corro hasta el ferretero y practicamente le grito desde la puerta que pude realizar el trabajo. Para mi sorpresa, Tino nunca muestra signos de alegría.

Podría llamar a mi padre y pedirle explicaciones a él, pero prefiero contarle después del arreglo. Lo llamo por teléfono y le cuento que cambié un cuerito, que arreglé una ventana que no cerraba o que instalé el aplique (no dejo de nombrar la infimnidad de herramientas que utilicé, aunque silencio los inconvenientes que se hayan presentado, haciendo como si nunca huberan existido). En el momento me felicita y yo noto su alegría. Pero más la noto cuando voy a visitarlo el fin de semana y me abraza, contento, casi al borde de las lágrimas, diciendo “hija ´e tigre”.

En cambio, otras semanas, como esta, llego del trabajo y me interno en el estudio a hacer nada, esucho música pedorra y alquilo películas malas, pido delivery y me ofusco si se quema una lamparita. Me enojo porque el señor que vive conmigo reclama alimento y me voy a dormir tipo once de la noche, sintiendo que, salvo las pocas horas que estuve en el trabajo, el día fue un derroche de nada. Lloro un poco y prometo que mañana haré tal o cual cosa. Después mañana no hago nada de lo que prometí, hasta que pasados unos días, o una semana, vuelve la ama de casa, vuelve el señor del hogar.

martes, 14 de octubre de 2008

Genética materna

Recuerdo que cuando era una nena me molestaba muchísimo que mi madre se enojara conmigo y en vez de decirme el motivo del enojo se quedara con cara de ojete esperando que yo sola me de cuenta lo que le pasaba, revirtiera la situación y todo volviera a la normalidad. Algunas veces me daba cuenta en el momento que había dejado la habitación desordenada y que de ahí venía el enojo. La ordenaba y todos contentos. Millones de veces le reproché esta actitud, le dije que yo no era ninguna bruja y que no podía darme cuenta qué era lo que le pasaba.
Ahora, un montón de años más tarde, me encuentro frente al señor que vive conmigo diciéndole que no, que no me pasa nada, cuando en realidad estoy esperando que el solito se de cuenta por qué estoy enojada, revierta la situación y todo vuelva a la normalidad. El me reprocha esta actitud, me dice que no es ningún brujo y que no puede darse cuenta qué es lo que me pasa. Aun utilizando las mismas expresiones que usaba yo con mi madre, no reparo en lo similares que somos –mi madre y yo- hasta que, sacado, me dice que soy igual a mi madre.
Recién ahí, muerta de vergüenza, trato de comunicarle qué carajo era lo que me molestaba. La mayoría de las veces pasa tantísimo tiempo entre que me enojo y termino por decirlo que ya ni me acuerdo cuál era el motivo del enojo.

No me olvidaré

En la vida pasan cosas hermosas y divertidas, otras no tanto y otras que para nada. Sin embargo, el día de mañana prefiero recordar todas esas cosas que me han pasado, las hermosas, divertidas, no tanto y para nada. Así podré contarme mi historia y me reiré de las diversiones y lloraré con las desgracias. Y reordaré cada uno de esos momentos tratando de nunca olvidarlos.

Pero la memoria me está jugando una mala pasada, y yo ni siquiera me acuerdo qué pasó anoche, ni por qué, o con quién. Es por eso que empiezo esto. Porque no quiero olvidar. No quiero que mis recuerdos queden, paradójicamente, olvidados en el fondo de mi cabeza, ahogados, dando manotazos atolondrados, para salir a la superficie de mi realidad.

No me olvidaré del día que me recibí ni del día que murió mi hermana. No me olvidaré de mi primera vez, pero tampoco de la última. No me olvidaré palabras, ni aromas, ni caras o cuerpos, desnudos o vestidos. No me olvidaré el día que conocí al señor que ahra vive conmigo y tampoco me olvidaré si un día me abandona (aunque desearía que ese recuerdo ni siquiera existiese). No me olvidaré de la gente que me quiso o que me sobre-quiso, de aquellos que me odiaron o putearon, pegaron o amaron.

Porque no quiero olvidar. Tiene que estar planteado así, en negativo, porque se siente imperativo y dan ganas de cumplir la propia orden. O porque soy bastante pesimista y sé que si no me presiono con esa obligación, de seguro que pasado mañana me quedo sin recuerdos. Por eso estoy acá, tratando de no ovlidar, o tratando de recordar, quién fui y quién soy.

Adivinando, tal vez, quién seré. Bienvenidos.