martes, 23 de julio de 2013

17 / Bélgica. Día 01

El avión Barcelona - Bruselas costó poco más de 100 euros, salió con diez minutos de atraso y hubo quejas. Cuando aterrizó hubo que esperar otros diez minutos porque no había nadie que pusiera la manga. Más quejas. Mi primera aproximación a estos nuevos europeos: no les gusta esperar, son impacientes.

Busqué con la mirada el cartel que tenía que decir mi nombre y aunque sólo había un cartel y decía mi nombre a mí no me convencía: supuestamente quien tenía que buscarme era Jürgen, el marido de mi tía Rosi, pero ese hombre con ese cartel no era Jürgen y yo lo sabía porque había visto muchas fotos suyas. A Juan le interesaba mucho fotografiar el momento de alguien esperándome con una especie de pancarta con mi nombre y yo abracé a un desconocido porque estaba contenta y porque sentirse así de diva no sucede muy seguido. Me preguntó varias cosas en francés y me confundió porque supuse que me hablaría en flamenco o alemán liso y llano, y como no le entendí un pomo le sonreí. Después resultó que el tipo era Denis, un amigo de Juergen suizo y resultó también que Juergen estaba ahí a unos metros chequeando a qué hora llegaba el vuelo. También abracé a Juergen y le correspondí los tres besos que me dio. Para ser fríos son bastante besuqueiros los belgas.

En el camino de Bruselas a De Klinge tratamos de comunicarnos con Juergen un poco en inglés y otro en español (mi tía es paraguaya así que Juergen está acostumbrado y se maneja bastante bien). Le preguntamos cómo se prounciaba el nombre del pueblo y cuando le dijimos que habíamos buscado info en internet contestó "¿Y, hay algo?". Y hay: De Klinge es un pequeño pueblo cerca de la frontera entre Bélgica y Holanda, tiene tres mil habitantes y un área total de 3 kilómetros.

Mi tía me abrazó, me preguntó cosas, me dio la bienvenida, me dijo que estaba contenta de que la visitáramos. Almorzamos unos fideos que estaban muy picantes pero que no resultaron tan graves porque los acompañamos con cerveza: en ese momento no lo supe pero a partir de ahí y hasta el día de la partida a Londres, lo que más haríamos en Bélgica sería comer alimentos ricos en grasas y tomar mucha cerveza.


El pueblo es tan chiquito que con un paseo lo recorrimos entero, incluso llegamos a esa parte donde de repente se termina  y empiezan hectáreas de campo sembrado con otras cosas que no son soja. Las casas son todas con ladrillos a la vista y en cada ventana se puede ver una orquídea. En la casa de mi tía las orquídeas son muchas y están todas al cuidado de Jürgen, que les dedica tiempo, cariño y un lugar de privilegio en un jardín techado. Jürgen también colecciona autos. Nos damos cuenta cuando nos hacen pasar a la que será nuestra habitación y hay estanterías (muchas) llenas de autitos de colección en sus cajas, impecables, impolutos, nuevos, sin estrenar.

A la hora de la siesta, De Klinge es como cualquier pueblo del interior de nuestro país pero con el cielo gris y la lluvia siempre a punto de caer. No hay gente en la calle y pareciera que tampoco hay gente en las casas. Pasan uno o dos colectivos por la avenida principal pero pasan cada veinte o treinta minutos, así que lo que se escucha por las calles es un silencio profundo. De vez en cuando pasa algún viejito en bicicleta. Hay: una iglesia, un negocio de ropa, un negocio de cervezas, el consultorio de una parapsicóloga. Los jardines de las casas son todos perfectos y más tarde mi tía nos va a contar que una vez al año hay una semana en la que compiten por el mejor jardín. No es una competencia así nomás: en esa semana la gente abre las puertas de su casa para que los demás entren, miren, juzguen.



Me despierto de la siesta escuchando unos ruidos que vienen de la planta de abajo: yo sé que hoy a la noche hay un asado festejando mi llegada así que no me queda otra que levantarme. Cuando bajo, me agarra Jazmín y me dice que le diga a Juan que también tiene que bajar porque esto está organizado para nosotros. Con los días, la presencia de Jazmín se me va a hacer cada vez más extraña: se abraza todo el tiempo con Denis, se dan besos en cualquier momento (en una comida, en el medio de una charla, piquitos, piquitos), se dan de comer el uno al otro, se dicen mon chérie, se dicen je t´aime, se bañan juntos, hacen chistes sobre la cantidad de sexo que tienen, ella habla como bebé y dice que él es fotógrafo y cocinero profesional y después nos sientan para ver las cuatrocientas cincuenta fotos que sacó Denis en tres días en Belgica.

En el asado estamos: mi tía Rosi y Jürgen, Denis y Jazmín, Rosana y Etienne, Noelia y su marido belga y su hijo medio belga que entiende perfecto castellano aunque no lo habla le da vergüenza. Somos mitad latinos, mitad belgas y un suizo, hablamos un poco en inglés un poco en castellano. Etienne habla en francés con Denis, que no puede hablar con casi nadie pero igual intenta participar. En la mesa hay sopa paraguaya y yo pienso: "Estoy en el final de Bélgica, en un pueblito de muy poquitos habitantes, comiendo sopa paraguaya y escuchando música ídem". El asado son en realidad unas brochettes de varias especies: pollo, chorizo, salchicha, bacon. Bajamos toda esa carne primero con champagne, después con vino y después con cerveza.



Unas horas antes mi tía me había abierto una heladera con todos los tipos de cerveza que hay en Bélgica y me había dicho: agarren la que quieran, cuando quieran. Y Jürgen me había llevado a la alacena y había abierto una puerta donde había todas las clases de vasos para todas las clases de cervezas de la heladera y había dicho: Cuando agarren una cerveza fíjense el nombre y vengan acá a buscar el vaso correspondiente para tomarla.

Yo le pregunto a cada una de las mujeres hace cuánto están viviendo ahí y si les gusta. Recibo respuestas bastante similares: a todas les gusta vivir en Europa pero no les gusta que los belgas sean tan fríos. Y todas agregan: pero mi marido está aprendiendo. Yo miro a los maridos y ninguno me parece demasiado frío; por el contrario, me parecen simpáticos, serviciales, divertidos. No sé qué concepto de frialdad tienen mis tías y primas paraguayas. Después de la comida, que fue a las siete de la tarde en punto, hay una picada con cerveza. Sí, después de la comida hay una picada con cerveza: palitos, papitas, queso, cerveza. Sí. Después de la comida, la picada.

Juan juega al pool con los hombres y yo charlo con las mujeres: me preguntan por mi mamá, por el accidente de mi hermana, por mi hermano y mis sobrinos, por mi papá. De vez en cuando Etienne (que es el marido de Rosana que es la sobrina de Rosi pero además es el padre de Jürgen que es el marido de Rosi) viene y se divierte en varios idiomas y ofrece algo más para tomar, me invita a su casa de la playa, recuerda cuando mi papá lo llevó a pasear en Buenos Aires a un lugar con agua, después se va a seguir jugando con el hijo de Noelia, que a esta altura ya no entiendo si es su nieto, sobrino o amiguito y nada más.

A las once de la noche estamos todos medio borrachos y la joda se termina porque al día siguiente todos tienen que trabajar. Nos despedimos elaborando planes para los próximos días. Con Juan nos acostamos rodeados de cochecitos de colección y charlamos de que al final esta visita a Bélgica va a ser mejor de lo que pensábamos.

Instantáneas del viaje en micro más largo de la historia


-->14 horas de París a Berlín

Una paloma caga en el medio de dos chicas que estaban haciendo la cola del colectivo. Una se mancha un poco el pelo. Se ríen.

Los choferes del micro están adentro sentados, fumando. Uno le muestra al otro una camisa que se compró. El otro le señala a una mina de la cola que tiene un sombrero gracioso. Se rién.

Cuando hay que despachar las valijas, uno de los choferes explica el procedimiento en alemán. Casi nadie entiende mucho pero hay uno que entiende menos: dice que va a Germany y no sabe a qué parada. El chofer le grita.

En el micro todos tenemos comidas de distintos tipos. Hay olor.

Hay una chica igual a mi amiga @fenomenoide y me da un poco de impresión y no puedo parar de mirarla.

Alguien del micro se saca las zapatillas y tiene olor a pata.

La chica que está atrás mio me pide que enderece el asiento porque no puedo estirar las piernas. Lo hago y quedo doblada como un acordeón el resto del viaje.

Un gordo enorme con bigote finito toma un vino chiquito del pico.

Son las diez y media de la noche y todavía hay claridad.

Tengo ganas de hacer pis pero alguien me advirtió que los baños de estos micros tienen todo lo que no puede haber en ningún baño del mundo.

Una chica dice que los belgas reinventaron la papa.

Son las once y media de la noche y siento que estoy en esto micro desde que nací. Llueve.

En Bruselas hubo un recambio de pasajeros. Hay uno que tiene mucho pero mucho olor a alcohol y una pareja que está armando un lío bárbaro porque el asiento de ella no se reclina.

Un rubio enorme grita PASPORT marcando mucho la s y la r. Lo repite varias veces para que todos los que estábamos dormidos nos despertemos y le demos, como amablemente pide, el pasaporte. Recorre el micro con un compañero y chequean uno por uno los documentos de todos los que estamos ahí, con ojos achinados, mal aliento y frío. Afuera llueve.

Otro rubio enorme grita lo mismo en plena madrugada. Revisan los pasaportes y se detienen con una negra a la que torturan de manera muy sutil y silenciosa, averiguando antecedentes por un handy, comparando la foto del documento con su cara, haciéndola esperar, llevándose su documento. Hasta último momento la miran detenidamente para ver si es o no es quien dice ser.

30 / París. Día 03

El último día en París es un bofe.
Yo estoy negativa con la ciudad porque me tiene cansada el olor y la cantidad de gente y que ayer quisimos hacer varias cosas y fallamos. Subimos a la terraza del Pompidou y vemos otra vista desde arriba de la ciudad, lo más interesante es encontrar allá, lejos, el Sagrado Corazón donde estuvimos la noche anterior.
París me tiene de mal humor pero se rescata casi a último momento porque pone ante mis ojos un vestido hermoso y barato que casi no dudo en comprar aunque tengo que hacer media hora de cola para pagarlo.
En un cafecito tomo un café y como un tostado y ese es el pico del día.

Visitamos a Florencia casi antes de irnos a tomar el micro hacia Berlín. Le cuento mis impresiones de París y le pregunto si París es eso que yo vi y mucho no me entusiasmó o si me faltó descubrir EL lugar de París. Me dice que no, que París es eso y por momentos la escucho hastiada de la ciudad a ella también. Debe zafar porque su barrio no tiene nada, pero nada que ver con lo poco que vi de la ciudad: no recuerdo cómo se llama pero es un barrio tipo Avenida Avellaneda, con locales de ropa uno al lado de otro y lleno de orientales.

Florencia nos acompaña hasta la estación de ómnibus. Nos esperan catorce horas de viaje.

Catorce.

viernes, 19 de julio de 2013

29 / París. Día 02

Mi fórmula de la felicidad es bastante sencilla: desayunar harinas con tranquilidad y en piyama. Hoy hice eso después de varios días de levantarme corriendo y salir con apenas la cara lavada. La diferencia fue absoluta. Juan compró un pan con chocolate y unas mini bolitas de fraile (puaj) en la panadería y tomamos mates comiendo y con las compus, en nuestro departamento parisino que da a un patio inmenso donde una mujer le canta el arrorró en francés a un chiquito. Un lujazo.

Programamos un poco el día porque teníamos pocas horas y mucho por hacer. Armé el itinerario de acuerdo a las distancias y la lista definitiva quedó más o menos así:

-Biblioteca Nacional de Francia + pileta en el río + Parc de Bercy
-Instituto del mundo árabe
-Shakespeare & Co
-Les Halles + Pompidou
-Montparnasse

Terminamos cumpliendo a medias todos los ítems. En la biblioteca queríamos conocer una sala en especial y unos jardines pero había que pagar 8 euros, la pileta del río es una curiosidad en la que uno no emplea más de diez minutos: es un barco-pileta medio empotrado en el río, vas cruzando el puente Simone de Beauvoir y ves a la gente en traje de baño hacer unos largos. El Parc de Bercy es precioso y chiquito y muy arreglado, como todos los parquecitos de París. Tiene espacios diseñados por determinados paisajistas, algunos más minimalistas, otros llenos de flores, rosales inmensos, escaleras interminables, galerías con parras, un rincón llamado “El rincón romántico” o ago así. Lo caminamos todo y vimos muchos grupos de franceses haciendo diferentes tipos de picnics: chicos de colegio antes de la hora de gimnasia, oficinistas en traje o taco aguja, hippies tocando la guitarra, un grupo jugando al bádminton, otro grupo guitarreando, todos comiendo cosas que mi panza envidiaba profundamente. Estuvimos un rato viendo a unos pibes hacer skate y rollers de manera magistral, como si no les costara. Quisimos entrar a un museo de cine que había ahí cerca (ya ni me acuerdo cómo se llamaba) pero estaba cerrado.



  
Del instituto del mundo árabe no puedo decir nada porque ni lo vi. Me quedé sentadita en una escalinata mientras Juan recorría un poco porque se me cerraban los ojos y me dolían los pies y eso que recién habíamos arrancado con la travesía. Pasamos por un parque que supuestamente tenía muchas esculturas al aire libre pero al lado de lo que vimos en Mannheim (en Amberes) no era nada: era pequeño, tenía unas pocas esculturas rodeadas por rejas que ni siquiera permitían ver de quién era cada obra.

Los parisinos no hablan inglés y no se preocupan demasiado en hacerse entender. El cliché más importante que se cumplió en la ciudad es el del olor: los parisinos tienen olor a chivo, los subtes tienen olor. Seguramente no son todos pero los clichés y las generalizaciones no comprenden la excepción: lo primero que se siente al entrar a un vagón de subte es olor a chivo y nadie tiene expresión de asco. Las mujeres parisinas no tienen el glamour que yo esperaba (salvo en ciertas zonas comerciales) y muchas están vestidas de jean y zapatillas. Las calles están sucias, hay un tránsito pesado, pocas bicicletas, unos semáforos que no funcionan del todo bien. Es muy parecido a Buenos Aires, por momentos demasiado. Hasta ahora París no me ofreció nada inolvidable ni perfecto; o tal vez es que yo llegué pensando que no tendría que haber venido y lo único que busco son excusas y motivos que confirmen que tenía razón.

Comí un sanguchito de brie y lechuga sentada en una plaza (me salió 3 euros) y buscamos la famosa librería Shakespeare & Co. No nos costó mucho encontrarla. En la planta de abajo estaba lleno de gente pero en la de arriba había una biblioteca en la que uno podía  leer lo que quisiera con la única condición de devolver el libro al exacto lugar del que se lo sacó. Yo hojeé un par de pavadas, entre ellos un relato de James Franco, Killing animals, que empezaba como si fuera la voz en off de una película deprimente sobre la deprimente vida de un deprimente americano promedio.

Llegamos a Les Halles buscando un shopping que antes había sido un mercado gigante (yo esperaba algo como el Abasto)  pero lo estaban reformando y no se podía ver. Esto es algo que se viene repitiendo a lo largo de varias ciudades: están poniendo todo a punto para la llegada de la temporada alta y nos dejan a los pobres del final de la temporada baja con las cosas a medio ver. Vi un ratito ropa pero no me convenció nada. Juan se compró un saco azul marino  y apenas se lo puso un tipo pasó por al lado y le dijo  “Ohlalá”.

Caminamos al Pompidou por una calle que se llama Rivoli y está llena de negocios, todas las liquidaciones empezaban al día siguiente de nuestro paseo así que un poco me lamenté y otro no tanto porque estaba con poquísima paciencia para las compras.

El Pompidou no era lo que yo esperaba. Como alguien me había dicho que podía ir ahí en lugar de ir al Louvre pensé que era un lugar similar y de repente se me apareció una mole gigante y modernosa, con unos tubos alrededor, un patio gigante sin una florcita y vidrios, muchos vidrios: impresionante y sorpresivamente hermoso. Lo único que queríamos era subir al piso seis para ver una panorámica de París pero cuando llegamos a la puerta vimos que estaba cerrado. Así que lo entendimos: los martes los museos cierran.

Pasamos sin querer por un lugar especializado en todo lo que necesita el chef de cualquier especie: desde una simple cucharita hasta una prensa pasando por todos los tipos de mangas y picos, moldes, ollas, sartenes de bronce, palos de amasar. Yo no sabía para qué servían la mitad de las cosas y sin embargo pensé que podría quedarme a vivir ahí charlando con los serios señores de guardapolvo que atendían el polvoriento local (parecían los empleados de una ferretería y de hecho todo el lugar parecía una gran ferretería, con olor a hierro, paredes forradas de cajones con utensilios y tierra, mucha tierra).

Para ir a los jardines de Luxemburgo fuimos a una patisserie (hay dos millones así que nos manejamos por instinto) y compramos unas exquisiteces que quisimos disfrutar sentados en el pasto y que lo logramos un poco hasta que un policía nos gritó algo y nos dimos cuenta que estaba prohibido sentarse en el paso. Me pareció una picardía inmensa. Terminamos comiendo sentados en unos bancos mirando unos partidos de petanque, que es algo muy parecido a las bochas pero cool.



Ya habíamos fallado en la biblioteca a la mañana, en el museo del cine al mediodía y en el Pompidou a la tarde, necesitábamos algo que levantara tantos fracasos y pensamos que recibir la noche parisina en Montparnasse era nuestro as en la manga. Pero no.

En Montparnasse hay muchos restoranes y cafés que apelan a la nostalgia más primitiva del turista adinerado: podés comer un entrecót bien crudo sentado en la mesa donde se sentaba Edith Piaf o podés pedir foie gras en el restorán donde iba Serge Gainsbourg con Jane Birkin a desayunar. La única condición es que tengas plata porque acá o pagás o te vas. La bohemia de hace cincuenta años o más hoy cotiza muchísimo y todos los lugares están llenos, repletos, desbordantes de comensales que después van a repetir las anécdotas que les contó el mozo que le contó su anterior jefe que una vez atendió a Sartre.

Salimos corriendo aunque si hubiéramos tenido dinero todavía estábamos ahí disfrutando de todos esos manjares.

En este punto nos pusimos un poco de mal humor: no sabíamos dónde podíamos ir y no queríamos irnos a dormir porque la idea del día había sido ver París de noche. Terminamos decidiendo por Montmartre. Pensamos que si el otro día nos había gustado tanto podríamos seguir aprovechando. Subimos hasta las escalinatas del Sagrado Corazón y nos dimos cuenta que ahí se pone la cosa: tipo nueve de la noche, cuando está empezando a anochecer, todos los jóvenes van con sus amigos a pavear, tomar cerveza, charlar, cantar, estar ahí, arriba de todo París. Cuando cae la noche desaparecen dejando mucho olor a meo en todas las esquinas de la iglesia y en todas las escaleras.

De a poco se fue iluminando toda la ciudad y nos quedamos ahí, aprovechando lo que nos ofrecía París, toda esa ciudad iluminada, una luna casi llena, gente feliz.

Dimos vueltas para encontrar un lugar donde comer y terminamos comprando unas papas fritas y un croque monsieur en un lugar que estaba muy vacío aunque todos eran tan copados y la comida tan rica que debería haber estado lleno. Comimos sentados en el escaloncito de una casa mientras envidiábamos profundamente al que vivía ahí, en ese lugar tan único.

Bajamos corriendo y corriendo pasamos por la pseudo zona roja del lugar y corriendo nos subimos al último subte.

jueves, 11 de julio de 2013

28 / París. Día 01

A Florencia la vi por última vez hace 19 años. Éramos super amiguitas inseparables hasta quinto grado pero ella y su familia se fueron de Ramos y ya no nos vimos más. Con Florencia conocí por primera vez Capital Federal: una vez fui a visitarla (cuando ellos recién se mudaron y nuestras madres intentaron mantener nuestra amistad a pesar de la distancia) y su mamá nos dejó ir a pasear por el barrio. Caminamos por galerías de la Avenida Santa Fe, cruzamos calles que yo no conocía ni teóricamente. De Florencia tengo el mejor recuerdo que se puede tener de un amigo de la infancia: era la amiguita con la que más me reía de todas. Hacíamos programas de radio y nos grabábamos y teníamos que regrabar y hacer miles de retomas de las tentaciones de risa que nos agarraban. Dejé de verla pero siempre me acordé de ella y siempre pensaba qué habrá sido de su vida hasta que apareció Facebook y nos reencontramos un poquito. Y digo un poquito porque más allá de agregarnos nunca hablamos ni nos comentamos algo ni nada. Hace unas semanas yo puse que estaba en Barcelona o que estaba en Mallorca o en Bélgica y ella me comentó “Si venís a París, avisame” así que yo le avisé. Nos consiguió alojamiento barato y nos fue a buscar a la estación de tren y nos recibió como si nos hubiéramos visto antes de ayer.

Una de las ventanitas de atrás era la nuestra
En las grandes ciudades de Europa existe el free tour que, como indica fácilmente su nombre, son unos tours gratuitos, en Internet se puede encontrar más info, pero básicamente es un grupo de gente que se junta, un guía que los lleva por diferentes lugares mostrando y contando y al final se le da una colaboración. Hay tours en varios idiomas y en varias ciudades. A mi los tours no me gustan nada pero confieso que si tenés dos o tres días para conocer una ciudad, usar tres horas y conocer algunos puntos obligados no está nada mal.

Cuando llegamos a la estación donde empezaba el free tour nos dimos cuenta que no teníamos tantas ganas de hacerlo así que nos mandamos solos a caminar por Montmartre. Lo primero que vimos fue el Moulin Rouge (nada que no se vea en una foto) y de ahí caminamos por el Boulevard de Clichy que está lleno de negocios de lencería erótica, de gadgets porno, cines xxx, lugares mediopelo para comer, un supermercado. Subimos para el lado del Sagrado Corazón porque en Europa uno nunca deja de conocer iglesias y desde ahí vimos París desde las altura y un poco me enamoré de la ciudad (después la verdad es que me desenamoré bastante pero bueno, eso ya es otro mambo). Nos subimos a la cúpula de la iglesia (salía 6 euros), había que pasar por una escalera caracol interminable, con olor a humedad, asfixiante y cerrada, no apto para claustrofóbicos; para terminar llegando a un balcón que rodea la cúpula y desde donde se ve la ciudad muy muy chiquitita y la torre Eiffel muy pero muy petisa.




Cuando bajamos paseamos un poco por Montmartre y las calles en subida y en bajada, los adoquines, los edificios típicamente franceses, la tranquilidad, los paisajes. Todo nos pareció encantador. Nos hubiéramos quedado dando vueltas por ahí pero teníamos solamente tres días para conocer París y demasiado en la lista de pendientes. Fuimos al cementerio de Montmartre, a mi me encanta visitar cementerios y en este viaje habían quedado medio al margen así que cuando vi que estábamos cerca de uno no lo dudé ni un segundo.


Todo el cementerio era muy coqueto, mucho mármol, mucha escultura, había flores frescas por todos lados. En la tumba de Truffaut había una velita encendida y varios besos marcados en el mármol. Había algunas tumbas rotas y descuidadas, otras maltratadas por el tiempo y el olvido. Algunas, las más extrañas, habían quedado postradas bajo un puente que, supongo, se construyó después: era como caminar por debajo de cualquier autopista de Buenos Aires pero con tumbas alrededor. Todo era sobrevolado por cuervos y el sonido ambiente era el graznido terrorífico de esos bichos horrendos. De a ratos se armaban barullos que duraban largos segundos, o el viento movía los árboles y por el ruido parecía que se largaba a llover. Dejamos las elegantes tumbas francesas porque teníamos que seguir el recorrido pero yo me hubiera quedado caminando ahí hasta que me echaran.

Llegamos a la catedral de Notre Dame y entramos al pedacito que dejaban entrar. Adentro una señora cantaba algo muy extraño y bastante diferente a las canciones de iglesia misioneras que conocemos todos los que fuimos a colegios católicos (“Dulce doncella, tu eres mi estrella, te alcanzaré yo sé que sí” etc, por ejemplo). Caminamos hasta el Louvre, que ya estaba cerrado pero igual nos impactó su tamaño cuando nos paramos en el centro del patio. Pensé que  se podría venir una semana todos los días a recorrerlo y aún así no se llegaría a ver bien cada cosa. En las pirámides nos sacamos unas fotos, en los jardines de Toullería nos comimos una croissant y tomamos un café. Antes ya nos habíamos morfado una baguette en el subte y yo me había cruzado con una ratita en la escalera del andén. En fin, estábamos siguiendo al pie de la letra el manual del turista convencional que visita París.


Le dije a Juan que me gustaban algunas ignorancias respecto de los lugares que íbamos conociendo. Si uno sabe lo que tiene que mirar va y lo mira y seguramente haga alguna apreciación genéricamente positiva sobre lo que se está viendo aunque no se sepa bien de qué se trata. En cambio, caminar en la ignorancia significa cruzarse con cosas que realmente llamen la atención o realmente sorprendan, gratifiquen. ¿Hasta qué punto lo que a uno le dicen que tiene que ver en una ciudad es necesariamente lo que a uno va a gustarle de esa ciudad?


Caminamos por Champs Elyseés, primero rodeados de árboles y después rodeados de los negocios más lujosos que hay y rodeados de gente que gasta muchísima plata en comida y vestidos. Pasamos por Ladurée, quisimos comprar algo pero yo estoy en contra de las colas así que nos fuimos. Antes de irnos un argentino le preguntó en inglés a Juan qué pasaba que había tanta gente y Juan le contestó en inglés porque después del encuentro en el hostel de Londres con León está intentando que ningún argentino se de cuenta que es argentino.


Llegamos hasta el Arco del Triunfo, más fotos, más expresiones básicas sobre la inmensidad y de ahí a la torre Eiffel. En la torre (llegamos a través del Trocadero y fue una vista magnífica) los mismos comentarios, las mismas fotos, nada especial. Nos llamó mucho la atención que absolutamente todos se sacan la foto o empujando la torre o tocando la punta o haciendo que los está por pisar. No los culpo, a mi me dieron un poco de ganas de hacer esas boludeces.


Volvimos al departamento tipo diez de la noche y en el barrio no había casi nada abierto. Compramos comida china en el único lugar que encontramos, un pollo con cebollas y salsa agridulce y un salteado de arroz. Dormimos como angelitos y nos propusimos no arrancar tan temprano al día siguiente.

Londres, un epílogo

Hace muchos años, un amigo me preguntó a qué lugar del mundo me iría si me hicieran elegir así, ya, sin nada, tipo milagro de navidad y yo le respondí, sin dudarlo más que dos segundos: Londres. Yo quería ir a Londres desde hacía mucho tiempo y no tengo muy claro por qué tenía tantas ganas. ¿Era la ciudad, el idioma, la onda o la música? ¿Era por la gente, por los puentes, por lo lluviosa? No sé, yo simplemente quería ir y cuando empezamos a planear el viaje y, mucho más adelante, cuando ya estábamos viajando, pensé en relegar Londres, pensé que tenía que hacer Londres o París y no las dos cosas. Lo consulté con amigos y desconocidos y la mayoría me dijo que fuera a Londres, que Londres era para mi y también me dijeron que si iba a Europa no podía no ir a París.

Me hubiera quedado en Londres al menos una semana más. Siento que conocí apenas "lo que hay que conocer de Londres" y dos pavadas extras. Pero también siento que fue uno de los destinos que más quise en el viaje y que más festejé y disfruté aunque estos fueron los días más difíciles en la convivencia con mi compañero de viaje.

Londres es precioso por todos lados. Las calles son lindas, los puentes, la gente está siempre bien vestida, las chicas son todas preciosas. En primavera todo explota de color por la cantidad de flores y verde que hay en cada cuadra. Es fácil moverse, es lindo para caminar aunque esté nublado o llueva todo -todo- el día.

Me quedo con el Holland Park porque lo siento como una victoria, esas que se dan cuando llegás accidentalmente a un lugar que nunca nadie te recomendó y pensás que sos el primero en pisarlo y pensás que vas a recomendárselo a todos los que te pregunten qué ver en Londres. Yo iría de nuevo a Londres a quedarme en el mismo barrio en el que me quedé, a comer de nuevo el shawarma de la otra cuadra. Iría de nuevo a caminar por barrios llenos de casas y departamentos iguales, iría a ver a esos hombres a los que les queda bien el traje sí o sí.

Y volvería, sobretodo, porque los que me conocen y me dijeron que Londres era para mi tenían razón: Londres es para mi.

27 / Londres. Día 05

Después del día agitado que terminó tan tarde, lo primero que hice fue cancelarle a mis amigas el paseo al mercado al que íbamos a ir. Pero a la mañana cuando me desperté después de haber dormido duro y parejo más de siete horas, pensé que no podía perderme un mercado más (aunque los mercados empiezan a transformarse todos en lo mismo: cosas inalcanzables para mi bolsillo o cosas alcanzables pero truchísimas). Les mandé un mail tempranito y quedamos para encontrarnos todos en la estación que queda cerca del mercado Sunday Up! (aka Brick Lane).


Fue uno de los mercados que más me gustaron. No tenía nada demasiado novedoso pero los precios no eran nada del otro mundo y había algo barato para todos los gustos. Había también muchos puestos de comida pero ninguno era particularmente tentador (o sí, tentadores eran hasta que uno se acercaba y se daba cuenta que casi todo era comida del domingo pasado). Casi me compro una camisa a 5 libras y una pollera también a 5 libras y no me las compré porque me dio fiaca probármelas. De Brick Lane fuimos a un mercado a diez cuadras de ahí, dedicado exclusivamente a las flores.


Llegamos y vi tantas flores tan hermosas que pensé que estaba en el paraíso pero después vi que había gente como hay en nuestro subte a las nueve y media de la mañana y me di cuenta que de paradisíaco no tenía mucho. Caminé mirando todas las flores y sacándoles mil fotos, haciendo que los de atrás esperen un poco más de lo que tenían ganas de esperar. Presencié el espectáculo de los vendedores que a una hora en particular necesitan sacarse de encima todas las flores y empiezan a gritar como en una subasta inversa en la que cada vez van bajando más los precios Había abejas y bichitos por todos lados y un perfume floral que alegraba la vida.



Cuando llegamos al final había un negro cantando y tocando el violín y fue el único músico de calle realmente talentoso que vi en lo que va de mi estadía. Lo que hacía era bastante raro, medio contemporáneo pero con mucha fuerza, cantaba y tocaba y parecía que golpeaba al violín pero sonaba super bien. Cuando terminó la gente aplaudió, nosotros saludamos a mis amigas y nos fuimos.


Fuimos a la catedral de St Paul pero ya ni sé si me gustó o no, sólo que había que verla porque tenía una cúpula monumental que ni siquiera pudimos ver de lejos porque tras hacer dos pasos en la iglesia medio que te echaban a la mierda.

Dimos unas vueltas de nuevo por el Big Ben, fuimos a Picadilly Circus y a Carnaby Street. Queríamos encontrar un barcito para tomar un café y despedirnos de Londres y terminamos en uno que se llamaba Nordic Bakery y ofrecía cosas nórdicas: gravlax, rolls de canela, una tarta de verdura. Comimos uno de cada cosa y nos fuimos después de pagar un poco más de lo que esperábamos.

Terminamos en el hotel super temprano. Teníamos que terminar de arreglar el tema del alojamiento en Berlin y teníamos que armar las valijas y ordenar el cuarto. Tipo cinco de la tarde ya estábamos ahí.

Ya es la segunda vez que el último día en una ciudad nos pega con una nostalgia bastante tranquila y lo que hacemos es no hacer nada. Es como si tratáramos de olvidarnos que estamos en un lugar increíble al que no sabemos cuándo vamos a volver. Hacemos algún paseito corto o nos tomamos la mañna para dormir y tomar mates en piyama. Nos olvidamos de todo lo que nos quedó pendiente y lo dejamos para la próxima.

En el hostel conocimos a León: un cincuentón argentino que había reservado un cuarto para el solo y al llegar se enteró que tenía que compartir con tres personas más y estaba tratando de cancelar todo para irse a otro lugar. Nos contó que estaba en Londres por negocios, que vivía seis meses en una punta del planeta y los otros seis meses entre París y Londres. Que editaba una revista cultural-artística. Que había tomado cocaína con Marta Minujín, que había sido fotógrafo de arte. Que había fundido no sé qué empresa, que ahora no sé qué otra cosa. Puteaba muchísimo y según Juan tenía un aliento al menos discutible. Pero era simpático y estar con alguien tan porteño nos dio la dosis de argentinidad que necesitábamos para dejar de extrañar Buenos Aires.

martes, 2 de julio de 2013

26 / Londres. Día 04

(por Juan)

El hallazgo del día es Holland Park. Después de una larga caminata por uno de los mercados más concurridos de Londres (el de Notting Hill, nada grandioso pero sí interesante para una primera visita: el consejo es ir tempranísimo porque después la gente arruina todo), pasamos por la casa de Hugh Grant en la película y desembocamos desde una avenida comercial a una de las entradas del parque. Más tarde vamos a coincidir en que lo mejor de Notting Hill no fue el mercado ni la zona donde transcurre parte de la película sino una callecita de empedrado, apenas escondida, a la que se entra pasando una arcada y no tiene más de dos cuadras de puras casas, una al lado de la otra, casa demasiado bellas y cálidas, casi no parecen británicas. No hay kioscos, negocios, gente, ni árboles, es una escenografía perfectamente montada, un lugar algo irreal en ese barrio tan desgastado por la tradición turística y la estética igualadora de la clase media alta.

gente, gente, gente
callejón
Pero lo mejor, decíamos, fue Holland Park. Primero viene una parte oscura, un bosque espeso que se cierra sobre los caminos de piedritas, y esa oscuridad detrás de una reja de menos de medio metro es como un botánico salvaje, descontrolado. Se respira una humedad fresca. Hay bancos de madera que a veces no ocupa nadie y a veces un personal trainer con su alumna. En el centro hay un jardín de diseño japonés, acuático y silencioso. Los peces enormes de siempre, esos que en Buenos Aires nadan en aguas turbia y la gente alimenta con pan. Acá  está prohibido y se los puede ver sin problemas: son feos y gordos. La plaqueta dice que el jardín es en agradecimiento a la colaboración de UK en Fukushima. Más allá de este pequeño recinto oriental (están prohibidos los perros, los niños sueltos, los gritos, sentarse: dedíquese a la contemplación y disfrute el silencio, dice textualmente la cartelera), distinguimos una terraza, gente de traje celebrando algo con copas en la mano. Es la ex casa de Lord Holland, un fanático de lo español que fue el Marcos Sastre de acá: donde ahora brindan los que vemos allá arriba funcionaba un salón literario. Hay un laberinto de ligustrinas. Hay un rectángulo limpio y extenso para perros. Hay un ajedrez gigante. Hay naranjos sin fruto todavía. Maru me llama con el dedo desde un sector muy chico, encajonado, que a simple vista no es atractivo. Dos bancos, un círculo de plexiglás con los colores del arcoiris, tierra sembrada, arbolitos raquíticos. Y tres pavos reales sueltos. Nos sentamos a verlos hacer nada. Uno de ellos tiene los mil ojos tornasolados en la cola (¿el macho?). Nadie más que ellos y nosotros. A lo lejos, hay pájaros que graznan igual a monos enloquecidos. Alteran a los pavos, que se recuestan sobre la tierra, se picotean el lomo turquesa. Tres pavos reales ahí, sueltos, para nosotros. Comemos en el bosque del principio, al lado del personal trainer y la alumna. Maru dice que le gusta más que el St. James, un parque mucho más grande, cerca de Buckingham. Pienso que cualquiera tiene la oportunidad de desaparecer por un ratito de la ciudad, y que es uno de los pocos lugares sin cámaras ni vigilancia y, lo que es más raro, tampoco hay cuervos. 



Recorremos el barrio residencial de Kensington. La clase alta, los autos de alta gama, los parques privados, la multiplicación de edificios de departamento siguiendo el mismo diseño en ladrillos pintados, ventanales, balcones con macetas colgadas de flores rojas, escaleras de mármol en las entradas. Chimeneas en los techos. En lo que debe ser una de las avenidas principales, entramos a un local poco vistoso que ofrece ropa y objetos donados a precios más que baratos. Enseguida salta a la vista que vestidos, camisas, antigüedades y libros pertenecieron a los vecinos bienudos de Kensington. Debe ser una fundación con fines benéficos. Creo que era la Octavia Foundation. Pero eso no es lo importante. Una señora que en algún momento perteneció al grupo donante, de estabilidad precaria y mirada perdida, ordena que le den una silla para fumar un cigarrillo en la vereda. La que atiende el local, una negra gorda que no se sorprende, saca a la calle una silla de metal y ayuda a sentarse a la vieja. Ella ni la mira ni agradece: prende el cigarrillo que va a balancearse todo el tiempo en el Parkinson de su mano huesuda. Cuando termina de fumar, le dice a la que atiende que vaya trayéndole ropa a la vereda. La única condición es que sea large. Cruzamos miradas con la negra. “It´s a regular”, me dice, y le lleva una camisa larga, azul con dibujos de globos rojos y amarillos, a la que la vieja reacciona con un no inmediato.
En Kensington pasamos frente a casas de escritores, directores de cine, paisajistas. Decidimos hacer el Victoria Albert Hall, dar unas vueltas en Harrods y volver por Chelsea, otro barrio que queríamos conocer. Todo eso resulta tan largo y cansador como suena. Las cuadras de Londres son largas y por momentos los barrios un poco monótonos. Hacemos la parada en el jardín del Victoria, sobre el pasto, viendo a los niños de padres sensibles mojarse los pies en una fuente. El patio está muy bueno, da a las paredes rojas altas de una construcción a dos aguas, con galería y columnas, como un viejo convento. Para la exposición de Bowie están todas las entradas vendidas. El resto vale la pena, sobre todo lo indio, chino y coreano, no tanto la iconografía religiosa y renacentista.





Harrods es un shopping bien señalizado con Kardashians por todos lados. Las clases pudientes de los emiratos árabes dan bastante trabajo a los vendedores. Lo único interesante es el sector comidas, que por momentos busca apariencia de mercado de puerto, aunque es extremadamente pulcro. Vi una señora de hiyab (velo en la cabeza a cara descubierta) meterse una lima en el bolsillo.



Chelsea no tiene nada que envidiarle a Kensington. Probablemente sea unas de las partes más lindas y exclusivas de Londres. Hay que sentarse en algún pórtico de entrada a fumar mientras llueve. Y elegir los callejones y calles más angostas. Merendamos en una plaza pegada a una iglesia. La gente pasea allí sus perros. Un niño inquieto juega con su pelota de tenis. Lo vemos mientras devoramos unos quesos y una canastita de frutos rojos muy dulces. Se acerca a las palomas, las asusta con gruñidos y les apunta con su pelota. En eso, cuando está por tirarles (al parecer ya lo venía haciendo) oímos un grito al que no podemos ponerle cara porque está a la vuelta, casi a la salida de la plaza. "Don´t throw that ball to the bird!”. Es la voz de un homeless amante de los animales o de un viejo fanático del banco de plaza. La forma en la que hablaría el hombre de la bolsa. El chico no se anima a juntar su pelota. La tiene a menos de cinco metros pero no se mueve, hace pucheros, espera sentado y compungido. Son cinco minutos en los que conoce el miedo de verdad, es algo novedoso y tan denso que lo paraliza; una gran lección de la que algún día se acordará, y en el recuerdo habrá dos que comían frente a él y no movieron un dedo por defenderlo. Al rato camina lentamente, agarra la pelota y sale corriendo.


Para cerrar el día, después de una nueva parada, esta vez en el Starbucks (a determinadas horas del día es un centro para refugiados turísticos: baño desbordado pero gratis, wi fi, café blando), hacemos el camino del Támesis desde el puente Westminster (Big Ben) hacia el de Londres. Vemos por primera vez la ciudad iluminada. Foquitos colgantes, leds que dibujan los perfiles de los distintos puentes que atraviesan el río, sus vigas bañadas de luces violetas, o envueltas en rayos luminosos, aéreos y rectos, que dan una imagen un poco kitsch, como de inmensas duchas de luz.


Pero eso no es lo importante. Nos damos cuenta que estamos del lado equivocado. Oficinas, un centro nocturno hostil. Adelante vemos un tipo tambalearse mientras adivina el camino. Lo seguimos a cierta distancia, no tanto por miedo sino porque no damos más. El London Eye está a nuestras espaldas y del lado con vida nocturna. De los barcos llegan voces de fiesta y música mala. Se nos confunde el Millenium, el London Bridge, el Blackfriars, otro que es sólo para trenes (quizás sea este último, no sé). De repente hay un desvío. El tipo que zigzagueaba delante de nosotros desapareció. Estamos solos desde hace un buen rato. Hay un recodo, nos separamos un poco del río, y pasamos debajo de la estructura de concreto del puente que se mete en la ciudad. En el piso hay unas luces azules que en ese punto parecen guiar los pasos. A la derecha hay puertas pesadas de maderas, como las salidas de emergencia de una discoteca que funciona en los viejos depósitos portuarios; a la izquierda, containers de basura. Escuchamos ruidos que no sabemos de dónde provienen. Sonidos de engranajes y fierros, de calderas susurrantes, también voces apagadas y confusas que rebotan en el arco que atravesamos sin entender demasiado. ¿Lo sentimos los dos? ¿Está pasando adentro de qué lugar? ¿Hay un boliche justo acá, en medio de la nada? No podemos saber casi nada de la instalación perturbadora que dejamos atrás, pero estamos de acuerdo en que funciona. Arriba del puente nos recibe la lluvia, como para que no nos olvidemos dónde estamos.