viernes, 29 de abril de 2011

El fin de una etapa

Supongo que es normal que el último día en el lugar donde estuve tres años me asalten pensamiento melancólicos color rosa viejo como por ejemplo: es la última vez que desactivo la alarma, es la última vez que pido el almuerzo al delivery sano, es la última vez que entro a la sala de máquinas y me congelo, es la última vez que llamo a la mensajería, es la última vez que armo un remito, es la última vez que chequeo una película. Supongo que también es normal este estado de ansiedad permanente y esta montaña rusa de sensaciones y tsunami de emociones: tristeza, alegría, felicidad, miedo, nervios, sonrisas, llanto, tristeza, alegría, felicidad, miedo, nervios, sonrisas, etcétera. Cuando el otro día escribí que me había quedado sin trabajo, más allá de las controversias que se generaron por mi comentario sobre los call center (que me disculpe la chica del call center a quien le gusta su trabajo en el call center, y que entienda que para mi, con veintisiete años y con seis años de experiencia en lo mio, ir a trabajar a un call center sería una derrota personal demasiado grande como para soportarla, como sería también una derrota tener que ir a atender un local de indumentaria de un shopping, o tener que volver a ser preceptora en un jardín de infantes, o un montón de trabajos que tuve y que no quisiera volver a tener), lo escribí en medio de una crisis nerviosa y una pila de incertidumbres y miedos y depresiones que luego ya no están: la sensación de tener que volver a vivir con mis padres ha desaparecido, y fue reemplazada por algo mucho más optimista y alegre: por fin puedo irme de este lugar tan gris, que me estaba matando por dentro y me estaba alienando de una manera terrorífica.

La sensación, ahora, es la alegría por poder irme (tal vez si no me hubieran puesto entre la espada y la pared nunca hubiera renunciado, de miedosa, y me hubiera quedado acá algunos años más, oxidándome y sintiéndome cada vez más infeliz) y la ansiedad por no saber lo que vendrá. Por momentos salto de la alegría y por momentos me late fuerte y rápido el corazón y pienso que de eso se trata el no saber qué va a pasar. Y para mi, que soy organizada y muy programática, esa sensación es nueva y desconocida: yo no sé lo que significa vivir el momento, al menos en lo que refiere al trabajo.

Toda esta mezcla de sensaciones no me está dejando dormir bien, por las noches me despierto y digo algún nombre en voz alta, el nombre de alguien con quien trabajé anteriormente, alguien con quien me gustaría trabajar, alguien a quien debería enviar el curriculum. Estoy con dolores de cabeza y el miércoles a la mañana me levanté y así como me levanté volví a desplomarme en la cama porque tuve un bajonazo de presión que me dejó entre pálida y verde durante quince minutos y que se pasó con una cucharada de azúcar bajo la lengua.

No sé qué va a pasar ahora. No sé qué haré la semana que viene ni la otra ni el mes siguiente. Sí sé que toda la gente que contacté me contestó amablemente. Que escribí a personas con las que trabajé hace cuatro, o cinco años, y que lo hice con cierta vergüenza porque es medio pedorro acordarse de cierta gente cuando uno tiene necesidades laborales. También sé que gente que no me conoce personalmente, gente que es de acá, del blog, de twitter, del mundo virtual, se preocupó y me dio una mano, en lo que pudo y como pudo. Recibí cariño y posibles ofertas de trabajo y hasta me di el lujo de rechazar un trabajo no porque no me gustara (al contrario: me entusiasmaba muchísimo) pero sí por una cuestión económica. Recibí mensajes de gente que me conoce de algún proyecto chiquito, de algún corto, de la facultad, de trabajos anteriores. Gente que fue cliente en la productora y que se puso a mi disposición para lo que necesitara. Amigos que me enviaron ofertas que leyeron en páginas por ahí, chicas que me pasaron páginas de búsquedas laborales. Recibí, de todos, tanta buena predisposición y tanto amor, que todo indica que la decisión de abandonar la productora fue la acertada, más allá de todo lo malo que pueda llegar a pasar (aunque, ¿qué tan malo puede ser tener que comer arroz durante un par de meses?). Estoy contenta. Estoy contenta porque no pensé que iba a ser tan gratificante quedarse sin trabajo.

En mi cabeza, hoy a la mañana, estaba sonando muchísimo este tema. Este tema es un recorrido, es un tema que puede escucharse en la ruta, en un camino. Es un devenir. Escucho este tema mientras escribo todo esto y los ojos se me llenan de lágrimas y sonrío, con un poco de esperanza y un poco de nostalgia, porque hoy se termina una etapa importantísima en mi vida, y empieza otra que, estoy segura, va a ser mucho mejor.


Atenti especialmente al punto número 1


Lloraron, ¿no?

miércoles, 27 de abril de 2011

Casamiento

Llegamos tarde. En la iglesia había arroz tirado en el piso y un silencio tan sofocante que parecía que ahí no se había casado nadie: no se respiraba fiesta. Se respiraban sacerdotes e incienso.

La fiesta quedaba en otro lugar. En el auto, los tres hermanos acicalados (uno de ellos mi novio) y yo, rozábamos el mal humor por haber llegado tarde a la iglesia y sin decirlo le echábamos la culpa al mayor de los hermanos, mi novio (voy a repetir mucho mi novio porque me gusta cómo suena), que tardó veinticinco minutos más que nosotros en hacerse el nudo de la corbata: que más ajustado, que más corto, que más finito, que al final salimos a cualquier hora, pensando que la novia llegaría tarde, pensando que un retraso de una hora y media podía ser normal.

El camino hacia la fiesta se hizo un poco denso, al menos para mi: ese mismo día habíamos viajado quinientos kilómetros, en el kilómetro doscientos cincuenta me había venido, a partir de ese momento tenía un dolor de ovarios demoledor y habíamos llegado tarde a la iglesia. Hay algo de la solemnidad de la entrada de la novia y del novio esperando en el altar que a mi, particularmente, me toca una fibra íntima y lo disfruto. Lo disfruto con dolor, como disfruto esas películas de amor en la que los protagonistas terminan separándose: con lágrimas y dolor y emoción y un montón de sensaciones mariconas e inevitables.

Cuando estábamos llegando al campo, un campo que quedaba lejos, vimos una tela inmensa tapando un cartel de la ruta, esos del estilo “Scioli 2011”, una tela con el nombre de los novios. Se me nubló la vista, se me cristalizaron los ojos, no sé, como que en ese cartel vi tanto amor que por un momento supuse que no iba a tolerarlo. O que no iba a tolerarme.

Por supuesto, llegamos tarde. Había un señor con un acordeón. Muchas señoras arregladas. Muchos jóvenes de tinte alternativo. Muchos otros jóvenes con cámaras de foto. Y de video. Y de super-8. Esas cosas que pasan cuando se casa alguien que se dedica al cine.

El campo tenía fotos colgadas. Flores de papel. Sillones por todos lados. Farolitos. Cosas de película. Cosas que mirás y decís guau. Que mirás y decís esto es un sueño. Que mirás y decís mágico. Fantástico. Un poema. Cosas que emocionan porque sí. Cosas amor. La novia estaba preciosa. El novio estaba precioso. Los saludé, nunca sé cómo saludar a los que se casan, nunca se casó alguien muy cercano a mi, siempre me parece que voy a quedar medio goma. No sé saludar a la gente, no sé felicitarla, dar el pésame me resulta pesadillesco. Saludé como pude, por dentro yo estaba emocionada y llena de alegría, creo que dije felicitaciones. Creo que sonreí. Creo.

El civil fue ahí mismo. En ese campo de película, con un ¿juez? que parecía drogado. Dopado. Que estaba más dormido que despierto. Un señor que, al parecer, era alguien importante, aunque nadie supo explicarme qué tenía de importante ese señor que parecía muerto por dentro, ese señor que parecía inmerso en una profunda depresión y que se encargó de dar algunos lineamientos básicos de un matrimonio de terror: habrá crisis. Habrá problemas. Habrá momentos feos. Habrá discusiones. Y peleas. Y ustedes permanecerán juntos. Escuché eso y en mi cabeza sonó una risa maléfica.

Una vaca entera y un señor gigante que la cocinaba. Le decían el vikingo, al señor grandote. La vaca estaba expuesta ahí, todos la vimos, era gigante de verdad, estaba partida al medio, tipo mariposa, se cocinaba lento, era hermosa de ver, daba un poco de pena saber que el día anterior había estado pastando por ahí, pero la pena desapareció en cuanto me metí el primer bocado en la boca. Las penas son nuestras, las vaquitas son ajenas. No fue el caso. La pena fue de la familia de la vaca, que tuvo que padecer la muerte del ser querido. La vaca fue mia, nuestra, de todos los que estábamos ahí, de todos los que la saboreamos y le dijimos al mozo que sí, que comeríamos un pedacito más. Podría hablar de la vaca que comimos un día entero. Brindemos por la vaca y todas las satisfacciones que la vaquita nos supo conseguir.

Yo estaba esperando un momento en particular. Lo estaba esperando hacía varias semanas: entregarles el regalo. Lo habíamos pensado mucho, los tres hermanos y yo, y habíamos conseguido el mejor regalo del universo. Los tres hermanos propusieron dejar el regalo entre los demás regalos y tuve que emplear toda mi destreza femenina para que eso no ocurriera porque yo necesitaba ver la cara de los novios cuando se enteraran el regalo que les habíamos comprado. El regalo que les entregamos, en realidad, era una foto del regalo concreto, que era demasiado grande y un poco incómodo de trasladar. Ya habíamos hecho todos los arreglos necesarios y el regalo concreto estaba instalado en la casa de los recién casados: un combinado antiguo en perfecto estado y funcionando. Un regalo fuera de la lista de casamiento. Un regalo de verdad. Una sorpresa. Un regalo que podía funcionar de la misma manera que podía resultar un perno absoluto. Llamamos a los novios a la mesa, les entregamos la foto, que tenía una dedicatoria que deliberamos algo así como cuarenta minutos y que escribí yo porque se suponía que mi letra era la mas linda. La novia dijo “¿Esto está en mi casa ahora?”. Sí. Eso estaba en su casa ahora. Y no exagero: sus sonrisas fueron de lo más auténticas, sus agradecimientos de los más felices. La habíamos pegado. Les habíamos dado uno de los mejores regalos que podían recibir.

Después, un casamiento es un casamiento. Hay que comer. Hay que bailar. Hay que brindar. Hay que rellenar las copas. Hay que conversar. Hay que pasarla bien. Bailé. Comí. Brindé. Rellené. Conversé. La pasé bien. No como imperativo. La pasé bien de verdad. La pasé bien hasta que me agarró mal humor. En cualquier evento social yo tengo un momento de mal humor. A veces se genera porque alguien me contestó mal. A veces porque me dejan sola. A veces porque pasan música que no conozco. Y muchas veces, por el drogadicto promedio. La impostura del drogadicto promedio, que aunque no consuma una sustancia se pone pesado por si acaso, porque existe la posibilidad de tomar algo, a mi me rompe soberanamente los ovarios. No sé qué hice cuando tuve el pico de mal humor. Creo que cambié la cara, me puse seria, dije que no me pasaba nada, mi novio (¡!) me preguntó hasta que confesé, y mi novio (¡!) me sacó el mal humor. Mi novio (¡!) siempre me saca el mal humor. Hubo un torneo de ping pong. Yo miré sentada en un pilarcito cómo los demás jugaban y pensé que mejor no iba a jugar, que todos jugaban demasiado bien. Entonces interpreté el papel de mi vida. Así como el drogadicto promedio se pone pesado, el borracho fiestero también. Y yo hice de borracha de la mejor manera que pude: con una copa en la mano, festejé cada vez que mi novio (¡!) le ganó a alguien, grité barbaridades sin sentido para distraer a los jugadores, aplaudí jugadas maestras y también aplaudí jugadas bochornosas. Arengué como suele arengar el borracho fiestero: molestando.

La procesión va por dentro, dicen algunos (¿algunos? ¿quiénes?). No sé si tengo una procesión, pero sí tengo un millón de payasos adentro mio que saltan y bailan, una orquesta con bombos y platillos, un espectáculo de fuegos artificiales que si mirás fijo, si me mirás fijo, te das cuenta que por las orejas me salen cañitas voladoras. Y también tengo problemas grandísimos de comunicación. No sé expresarme. Todo ese circo y alegría que tengo adentro se manifiesta, siempre, en una media sonrisa pobretona. Y todo esto para decir: lamento profundamente no haberme acercado a ver si agarraba el ramo. El espectáculo de las solteras matándose por el ramo me fascina, me encantaría estar ahí, pero algo, ese problema que tengo, no sé ni cómo se llama, no me lo permite. Los payasos me dicen andá, yo me quedo sentada y veo cómo las chicas se agarran de los pelos y luchan como gladiadores para ser la próxima en casarse. Aparte, imaginate si lo agarraba. Qué papelón.

No hubo avioncito (existe una tendencia generalizada en querer ser un casamiento judío y no poder porque se es un casamiento católico: los novios volando por los aires sentados en sillas es reemplazado en cualquier casamiento por los novios volando como avioncitos, levantados por los amigotes de la fiesta. Repito: avioncito). No hubo carnaval carioca. No hubo ese comportamiento de macho de fiesta de casamiento: saltando al son de “Los piratas”, revoleado por los aires al novio, haciendo pogo, haciendo rondita, haciendo cosas, por decirlas de alguna manera, feas. No hubo puentecito. No hubo, o creo que no hubo, trencito humano. Si hubo, no participé. No hubo nada de eso que hace al casamiento promedio. Hubo vals. Siempre hay vals. El vals nunca falla. Los acordes del comienzo del vals me encantan. Me encanta el momento del vals. Me encantan los novios que no saben bailar el vals y bailan como pueden. Me encanta que siempre haya una pareja que sí sabe bailar: en este casamiento hubo una, la mejor que vi en mi vida, una pareja seria que recorría toda la pista y casi se elevaba, parecían los Von Trapp. También hubo un toro mecánico, hubo borrachos dormidos en los sillones, un baño que se tapó, encuentros amorosos que uno nunca hubiera imaginado, queso y dulce como postre, hubo un momento en el que me sentí muy mal y me senté a ver todo desde lejos. Desde lejos, se veía clarísimo, la gente estaba contenta. Había felicidad, alegría. Después bailé, como pude, porque bailo mal pero me gusta bailar, pero bailo mal. Pero me gusta bailar.

Se hizo de día. Yo tenía mucho frío, nadie me había avisado que las madrugadas en el campo podían ser heladas. Nadie me había dicho que no me fuera con sandalias. Cuando nos fuimos todavía quedaba gente bailando. Los finales de fiesta son rarísimos: los novios están desaliñados, queda poca gente, en el piso hay cigarrillos apagados, por todos lados copas tiradas, las bebidas se van terminando. La música sigue sonando pero son pocos los que todavía tienen energía para moverse. Los finales de fiesta son raros. Cuando todo se vuelve raro, hay que emprender la retirada aunque el novio quiera convencerte de lo contrario.

Volvimos a Buenos Aires en el mismo auto con el que fuimos. Volvimos cansados, con mal humor, con resaca, con risas esporádicas que correspondían a algún cuadro de la noche anterior (siempre hay algún papelón que queda guardado en la memoria, algún detalle mínimo, el baile de alguien, la conversación con otro, cosas así). Yo pensé en ese civil tan tenebroso, en ese ¿juez? que decía cosas terribles del casamiento, de los momentos feos del casamiento, de las crisis, de lo difícil que puede ser estar casado, de los problemas, de todo eso que te dan ganas de decir no, gracias, paso, el casamiento no es para mi. Y pensé que mientras escuchaban eso, el novio y la novia sonreían y seguían sonriendo y no se apagaban nunca. Y me di cuenta que eso es amor.

martes, 26 de abril de 2011

Desempleada

Me quedo sin trabajo y lo primero que pienso es: "voy a tener que volver a vivir con mis viejos", un escalofrío me recorre todo el cuerpo y me largo a llorar como si fuera a terminarse el mundo. También recorro los pasillos del que hoy es mi trabajo pero dentro de poco no lo va a ser más, acaricio las paredes, le hablo a los gatos y lloro como si irme de ese lugar fuera la muerte o algo mucho peor que todavía no identifico (¿existe algo peor que la muerte?). Me quedo sin trabajo y después de tanto tiempo en el mismo lugar lo único que se me ocurre es que voy a tener todos los contactos oxidados, que nadie se va a acordar de mi, que no voy a conseguir nada, que voy a terminar en un callcenter. Que voy a tener que volver a vivir con mis viejos. La ansiedad es contraproducente con el estado de desempleo: mando un mail y me pongo roja de los nervios porque pasa un día sin recibir respuesta. Me postulo para algún trabajo en esas páginas que ofrecen trabajo y no sé cuál debería ser la remuneración pretendida: no quiero que me tomen por boluda pero tampoco quiero que dejen de tomarme porque pido demasiado. Los trabajos que tuve siempre vinieron a mi. Una sola vez en mi vida tuve que salir a buscarlo y aquella vez, cuando salí con el diario bajo el brazo, recorrí toda la ciudad y lo único que conseguí fue un puesto de camarera en un oscurísimo bolichón de Flores al que se suponía que tenía que asistir con musculosa escotada color turquesa (el color no me molestaba demasiado, estaba en el período turquesa de mi vida y el turquesa era lo mejor que podía pasarme). Y aún así, esa vez que casi termino de camarera en ese oscurísimo bolichón, me salvó mi hermana que me consiguió el puesto de preceptora de mediodía en el jardín de infantes en el que le calentaba y cortaba el almuerzo a los niños, y en el que repetía mucho "Where is your pinaford?" y cantaba canciones en inglés del estilo "Hello, hello and how are you?, I´m fine, I´m fine, and I hope that you are too". El año del jardín fue un año rarísimo. Después de varios trabajos en jardines de infantes y varios trabajos olvidables empecé a trabajar en productoras. Paré un mes en el 2006: me ascendieron en el lugar donde estaba después de tenerme como pasante un montonazo de tiempo, buscaron alguien que me reemplazara en mi anterior tarea, le enseñé todo lo que tenía que hacer y dos días más tarde me echaron a la mierda. Después volví a trabajar y una vez que volví, ahí sí que no paré. Hasta ahora, hasta la semana que viene o la otra, cuando no tenga más que levantarme temprano y tomarme el 168 hacia Colegiales, cuando no tenga horarios que cumplir y cuando tenga, seguramente, que volver a vivir con mis padres.

lunes, 25 de abril de 2011

Un lunes con una pila de mal humor

Yo vivo en ésta, una sociedad medio de mierda, que se pone de acuerdo y una vez al año come pescado en lugar de carne porque jesucito dio la vida por nosotros. Es la misma sociedad que en su gran mayoría piensa que Juana Viale es puta o ligera de cascos o que por qué no ha pensado en las criaturas y yo me pregunto por qué ustedes no van a ocuparse de sus vidas. Y también es la misma sociedad medio de mierda, donde si te quejás porque un señor que no conocés te dice que quiere chuparte la concha hasta dejártela seca lo que te falta es sentido del humor.

sábado, 23 de abril de 2011

Ya nunca más digo "te amo"

La última vez que le dije te amo a alguien, ese alguien amaneció enfermo. No estoy exagerando ni empleando una imagen poética ni nada por el estilo. Enfermo de estar en cama, de ataque de alergia, de dolor de garganta y fiebre. Enfermo de medicamentos.

miércoles, 20 de abril de 2011

Cómo me gusta

(tanto que ya puse este mismo tema y otros de ella. Bánquenme, la lluvia me quita las ganas de decir cosas)


Es el último, prometo

Véanlo. Fíjense qué simpático es Barenboim. Cómo se nota que ama lo que hace. Cómo puede hacer dirigir a los músicos, respetarlos y a la vez señalar cuándo las palmas sí y cuándo las palmas no a las viejas y viejos copetudos. Es un genio.



Update: por lo que leí durante este insomnio, la Marcha Radetzky, de Straus, es un tanto polémica porque se la considera como un símbolo reaccionario. Y por lo que leí, y lo que encontré, se toca en Viena todos los fines de año, y es tradición que el público aplauda y que los directores de orquesta hagan morisquetas y dirijan a todos al mismo tiempo.






El lenguaje corporal del director de orquesta

Vos fijate que se mueven poco, a veces casi nada. A veces sus movimientos son imperceptibles. A veces llevan una batuta y a veces nada. Mueven un poco las manos. Los brazos otro tanto. Levantan la cabeza para un lado. O la giran para el otro. Abren los ojos como si se sorprendieran por algo. Es todo sutil. Delicado. Nada forzado. Pareciera que están bailando pero casi no se están moviendo. Pareciera que por sus cabezas pasan millones de informaciones, datos, matices, notas, acordes, escalas menores, mayores. Tienen los oídos tan atentos que pueden identificar una nota fuera de lugar, fuera de tiempo, una nota que no correspondía. Y es loco, que con esa delicadeza, con esos movimientos tan chiquitos estén diciendo tanto a tantas personas. A un montón de tipitos y tipitas que confían en él ciegamente, que saben que tienen que seguir lo que él diga con esos ojos y con esas manos. Hay que tener muchísimo talento, mucho más del que yo puedo imaginarme, para decir tanto sin tener que decir ni una sola palabra.




No sé, fijate acá, todo lo que pasa con esto de lo que estoy hablando, es increíble:



PD: Con estas cosas a mi se me pasa el mal humor. Con estas cosas y no con alguien que quiera levantarme el ánimo o hacerme sonreir. Cuando estoy de mal humor estoy de mal humor y no hay que darme ni pelota hasta que se me pase.
Y además tengo que escribir dos posts para ese blog maravilloso que estamos haciendo, son posts divertidos, me copan, debería sacarlos en un rato, sentarme y escribir un poco, que salgan de una vez. Pero me siento y no tengo palabras, estoy analfabeta y pelotuda, escribo dos o tres oraciones sueltas y ninguna me copa mucho. Me baño y se me ocurre algo que puede estar bien y lo repito tanto para no olvidarlo que se deforma y no me gusta mas.

Y toda la bola

Había ordenado el departamento y me había bañado y perfumado. Me había vestido recontra chuchi pero casual onda "estoy linda pero de entrecasa", como que esta calza que me hace un culo divino me la puse porque fue la primera que encontré. Me había preparado y había estirado la cama y había pasado la escoba y todo porque pensé que iba a tener visitas. Y ahora, doce de la noche, que no tengo visitas, tengo esta calza incomodísima que me hace un re buen culo pero tiene el elástico medio flojo y se me cae. Tengo el departamento ordenado al pedo, con lo que a mi me gusta tenerlo un poco desordenado y con lo tedioso que me resultó guardar la ropa en el placard y meter a presión en el puf la ropa sucia. Y tengo en la cama una pila de apuntes aburridos que seguramente no voy a leer pero debería porque no tengo sueño porque había dormido una siesta para no estar zombie para recibir a las visitas. Y las visitas que al final no me van a visitar nada. Y qué loco, todo este mal humor que tengo, toda esta casa ordenada y fría y aburrida al pedo, porque ni siquiera era seguro que fueran a visitarme las visitas. No sé para qué trabajé, por las dudas, por si acaso las visitas me visitaran cuando nadie había dicho que venía a visitarme. Todo este mal humor y el insomnio y la pila de apuntes y toda la bola.

lunes, 18 de abril de 2011

Yo brindaría por mi bienestar

Detesto ir a la peluquería. No porque me aburra todo el circo de las revistas de hace quince años, el café medio aguado o los chusmeríos de cualquier tipo. Yo detesto ir a la peluquería porque en cuanto entro a la peluquería me agarra esa locura del cambio de look.

En agosto de 2007, después de casi dos años, entré a la peluquería con el pelo largo por la cintura y le dije a la señora cortámelo por acá, e hice una señal de hachazo por los hombros que para la señora peluquera fue casi un orgasmo y para mi un pasaje al reino de la fealdad. La melenita como yo pensaba que iba a quedarme no era mas que unos pelos cachuzos y cortados rectos, aburridos, con un color de pelo que ná, algunas puntas para afuera y otras para adentro. Y un concubinovio que me dijo te podría haber quedado peor.

En diciembre de 2009, de nuevo con el pelo por la cintura, me dije esta vez invierto, y me fui a una peluquería recontra cool y le dije al señor que me lo cortara desestructurado, corto, despeinado. Y quedé espantosa. Y hablé de eso acá porque realmente me tenía preocupada. Porque pensaba que parecía un hombre. O un perro.

El sábado fui a la casa de mis padres y cuando estaba en el segundo colectivo, el que me deja a dos cuadras, me vi las puntas florecidas y ásperas, como si fueran paja, y pensé que podía ir a la peluquería de toda mi vida. La pelu de Gustavo y Fabián. Entré y estaban ellos, siempre radiantes, y dije que me lavaba y me cortaba. Mientras me lavaba la cabeza pensé varias veces en algo con lo que vengo amenazando hace varios años: corto por los hombros, rulos. Lo pensé en serio, considerando seriamente la posibilidad. Y cuando me senté en el sillón, y Gustavo me preguntó qué quería, alcé la mano para hacer la señal del hachazo, pero me contuve en la última milésima de segundo y le dije algo tranqui, como está pero un poquito mas corto, no mucho, sacame solo lo feo.

Evidentemente, es la primera vez en años que voy a la peluquería y al mismo tiempo estoy bien anímicamente.

viernes, 15 de abril de 2011

La casa de Transradio I

Algunas veces, cuando hablo del Conurbano, no estoy hablando de Ramos Mejía. Ramos es conurbano a medias, para los que no lo conocen, Ramos es al Gran Buenos Aires lo que Caballito es a Capital Federal: un wannabe. Cuando hablo de Conurbano, cuando me refiero al conurbano profundo, estoy hablando del primer lugar donde viví, Villa Transradio, partido de Esteban Echeverría.

Nuestra casa quedaba a media cuadra de la ruta. La ruta era como un terreno prohibido, yo jamás iba para el lado de la ruta, para ese lado se iba con mamá, papá o algún hermano, en general a tomar colectivos y no mucho más. La ruta era nuestro límite. Enfernte de casa había un estacionamiento con un galpón gigante, y todo alrededor una vereda angosta, de cemento, por la que yo iba y venía en bicicleta. Nuestra casa era, creo, amarilla. El frente tenía una puerta en el medio, y una ventana a cada lado. Había un pequeño jardín, en esta parte delantera, un rosal delante de una de las ventanas, otra planta grande que no sé cuál era, delante de la otra. y en medio de este jardín, un caminito armado con baldosas rotas que los sábados a la mañana baldeábamos (siempre, los sábados a la mañana, se limpiaba toda la casa, se enceraban los pisos, se baldeaba ese caminito: yo miraba ese caminito recién baldeado porque me gustaba cómo los rayos del sol le pegaban y me encandilaban).

Me acuerdo muchísimas cosas de esa casa: el piso de las habitaciones era de cemento alisado rojo, el baño tenía azulejos amarillos y un espejo chiquito que un verano salpiqué con sangre que me salía de la nariz. Las paredes estaban pintadas de verde agua. En nuestra habitación había una cama marinera, pero no me acuerdo dónde dormía cada uno. En la habitación de mis papás había un juego de dormitorio espantoso, que combinaba madera con cuerina: todo era de madera con cuerina. Todo es: cama, mesas de luz, cómoda. Esa habitación tenía aire acondicionado, la invadíamos los veranos, yo durmiendo en la cama con mis papás, mis hermanos con un colchón a cada lado de la cama. La cocina también tenía azulejos amarillos. Una mesa redonda de algún material que no recuerdo. Tampoco recuerdo el lugar donde se guardaban todos los cacharros: solamente sé que las asaderas y cosas finitas iban al suelo, abajo de todo, detesto este tipo de lagunas. En esa mesa de esa cocina comí fideos codito con una salsa bien líquida en unos platitos de plástico de una reconocida marca, a veces el platito era naranja, a veces amarillo, el naranja lo sigo usando, el amarillo lo usa mamá. En esa cocina, también, estuvieron los cajones de verduras con mis conejos blancos adentro. También, en esa cocina, durmió gente en una reposera (en una época éramos dos familias viviendo en esa casita). En esa cocina, en esa mesa, me quemé la mano con la plancha, una plancha naranja y amarilla (salía mucho el amarillo) que mi mamá sigue usando y se resiste a cambiar. El día que me quemé la mano con esa plancha estuvimos en el jardín de atrás, ellos sentados tomando mate, yo poniéndome dentífrico en la herida.

El jardín trasero era enorme. Eran treinta metros de largo por diez (o doce/quince) de ancho. Cortar el pasto supongo que sería una tarea tediosa (yo nunca llegué a tener que cumplir esa tarea porque era chiquita y mi tarea, lo que yo tenía que hacer bien, era limpiar los muebles). La medianera con uno de los vecinos era un alambrado todo cubierto de una planta medio silvestre, que se enredaba entre los alambres. Era una planta preciosa y desprolija, durante el día abría unas flores con forma de campanita y llegando la tardecita noche las campanitas iban cerrándose hasta desaparecer. Esa medianera llena de flores nos separaba de Julián, el viejo de al lado, y de su huerta. Julián tenía casi la misma extensión de jardín que nosotros y todo ese jardín no era un jardín sino una huerta. Julián nos convidaba todo lo que tenía en su huerta. Todo.

Teníamos un manzano que daba manzanas verdes que no podían comerse porque eran muy ácidas. También, un ciruelo que cuando daba frutos era la envidia del barrio y todos venían a pedirnos ciruela y a todos les dábamos. En el ciruelo estaba colgada mi hamaca, un pedazo de caucho y dos cadenas donde yo podía pasar horas y horas yendo y viniendo. Creo que la esquina donde estaba el ciruelo era la esquina más linda de la casa. En esa esquina, además, estaba el cuartito. El cuartito era una habitación donde estaban las herramientas de papá, la pelopincho y las reposeras y sillas de verano. La pelopincho se instalaba al fondo de todo, en el último pedacito del jardín. Una vez, mamá y papá estuvieron a punto de comprar una pileta de verdad, de las que se hunden en la tierra, de las azules, de las de la colonia (estoy tratando de recrear la ilusión y la sensación que me daba, de chiquita, la posibilidad de tener una de esas piletas en la casa). Fuimos a un lugar que quedaba sobre la ruta, esos lugares donde se venden piletas, parrilas y cosas de jardín (el lugar tenía una avioneta que no funcionaba y varios modelos de quinchos hechos con paja, porque también vendían cosas para hacer quinchos con paja) y la elegimos, iba a ser la mejor pileta del universo, y había que terminar de hacer todos los arreglos para comprarla y cuando volvimos al lugar para comprarla ya no estaba más y fue una de las decepciones más grandes de toda mi vida.

Antes de ese jardín inmenso había un patiecito. En la puerta de la cocina había un escaloncito muy bajito antes de llegar a ese patio. Yo me sentaba en ese escaloncito y pensaba cosas. No sé qué pensaba y si tengo que ser sincera tampoco sé si realmente pensaba, pero sí sé que pasaba muchísimo tiempo sentada ahí y supongo que algo en la cabeza estaría pasando. Ese patiecito después se techó con algunas chapas que puso, por supuesto, mi papá con alguno de los hermanos de mi mamá. En ese patio había asados los domingos (también se comía el asados bajo el manzano), había reuniones familiares, había cumpleaños infantiles y de adultos. En un extremo de ese patio, contra la pared, estaba instalada una pequeñísima mesa de trabajo con una máquina de prensar con la que a mi me divertía jugar. En el otro extremo estaba la pileta, donde se lavaba toda la ropa y además se lavaban las papas negras y se las dejaba secándose ahí, tiradas en el piso del patio.

Después nos mudamos de esa casa, y nos fuimos al Caballito del Gran Buenos Aires. Pero volvíamos. No es fácil (y me doy cuenta recién ahora), dejar toda esta casa atrás.

Pronombre posesivo o muerte

Mi chico.
Mi amor.
Mi lindo.
Mi novio.
Mi marido.
Mi corazón.
Mi vida.

Mio.
Todo mio.

jueves, 14 de abril de 2011

Cosas raras que pasan en Puán, edición número 2.356.321

Una chica que me cruzo en varias materias, siempre va a clases acompañada por su novio.
El se sienta a su lado y mira la clase mientras ella toma apuntes.
Sé que el no es alumno, porque pregunté a conocidos.
A veces simplemente le ceba mates.
Otras veces ella lo manda a comprar fotocopias.

Hoy: palabras que me ponen de pésimo humor

Hipster

lunes, 11 de abril de 2011

A mi antes los gatos me daban asco, miedo repugnancia, y un montón de cosas horribles que desaparecieron de un día para el otro y me convirtieron en una futura vieja de los gatos. Hoy me pasaron esta página y no puedo parar.

No puedo parar.

(vía @minervisha)

sábado, 9 de abril de 2011

Sueños horribles, basta por favor

Tengo sueños horribles. No me despierto sobresaltada durante la noche, pero me dejan angustiada durante el día. Sí me pasa que aprieto los dientes. De nuevo. Me despierto a la mañana con la mandíbula dura. No es tan grave como me pasaba hace unos años, que me despertaba con tanto dolor que no podía abrir la boca hasta media hora después de levantada. No estoy exagerando. Aquella vez se me fue con un adminículo muy poco sexy, de silicona o similar, que me hacía acordar a una niñez llena de aparatos. Temo tener que volver a usarlo. Y no quiero.

Sueño, por ejemplo, que estoy embarazada. Sueño con el momento previo al parto, sueño que en los nueve meses me agarró una locura y nunca fui al médico. Sueño que estoy en un hospital, en una camilla, que me da vergüenza confesarle al médico que no me cuidé. Sueño que le digo que la última ecografía fue dos meses atrás. Sueño que no me cree pero no me lo dice, lo veo en su mirada: sabe que le estoy mintiendo. Estoy sola.

Sueño que eructo. Sueño que tengo un ataque de eructos. Que no es gracioso. Que no digo el abecedario. Que no puedo parar. Que los ruidos de los eructos son cada vez mas fuertes y mas largos y un poco guturales. Que con cada eructo mi garganta se va resecando y empieza a tener un gusto ácido, como si recién hubiera vomitado. Y que no puedo hacer nada contra los eructos. Que me angustio y lloro muchísimo al mismo tiempo que eructo cada vez más fuerte, mas potente, mas asqueroso.

Sueño que se muere alguien que quiero mucho en un accidente de autos. Como eso ya pasó, en la realidad y también en el sueño, pienso que estoy acostumbrada a que la gente se muera en accidentes de autos. Me sueño en un auto yendo no sé si a reconocer el cuerpo, al velatorio, a avisarle a la familia. Esa parte, lo que estoy haciendo yo en un auto, es indefinida. Estoy sentada en el medio del asiento trasero. No sé quién maneja, pero sí sé lo que estoy pensando mientras viajo: primero pienso que ya está, se murió, qué pena, ya estoy acostumbrada. Pero con el correr del viaje me doy cuenta lo que significa esa muerte: nunca mas voy a verte, ni a escucharte, ni a darte besos ni a abrazarte. Nunca mas voy a dormir con vos, no me vas a llamar por teléfono, no vamos a cocinar juntos. Y mientras me doy cuenta de esas cosas, de lo que realmente significa la muerte de esa persona, empiezo a entristecerme tanto que me ahogo con mi propio llanto y quiero retroceder el tiempo y decirte que no viajes nada, que te quedes conmigo, que por favor no vayas a morirte porque no sé qué haría sin vos.

Me despierto de ese sueño y entiendo que fue un sueño cinco o diez segundos después de abrir los ojos. Pero no me tranquiliza saber que fue un sueño. Empiezo a llorar, desconsolada, llena de tristeza, sabiendo que hay cosas inevitables y que la muerte es una de ellas. Cuando le cuento lo que soñé me dice me alargaste la vida. Eso tampoco me tranquiliza. Estoy todo el día apagada, y cuando rememoro lo que sentí en el sueño, cuando me doy cuenta que la muerte es posible para cualquiera en cualquier momento, empiezo a llorar de nuevo.

viernes, 8 de abril de 2011

Dos cortitas de minitas en el colectivo

-Anoche volvía de la facultad en el 36. Detrás mio estaba sentada una chica que lloraba y hablaba bajito por teléfono. Decía "mi amor mi amor mi amor no por favor no me digas eso por favor mi amor mi amor mi amor por favor te amo", después hacía silencio unos segundos, después volvía a empezar.

-Hoy a la mañana una minita latinoamericana (creo que latinoamericana de Paraguay, pero no estoy segura) decía, mirando una vidriera: "No me gustan las calzas con tanta información, hacen ver a la gente fea. Mira esas, por ejemplo: rayas horizontales -nadie se ve beneficiado por rayas horizontales-, y rombos y animalitos".

(Me encantaría imitarles a la latinoamericana, porque la manera en que dijo "tanta información" fue bellísima)

jueves, 7 de abril de 2011

El ranking que estabas esperando

Cosas raras que pasan en Puán

Ayer había instalado un autito con una lata gigante creo que de Red Bull y dos promotoras que no estaban vestidas de promotoras pero sí tenían otra lata gigante y regalaban Red Bull a los estudiantes de morral y remera cheguevariana por un lado, a los anteojitos cuadrados y aire intelectual por otro. Todos estaban un poquitos pasados de desesperación por agarrar el energizante.

Tengo un profesor de historia, muy antiguo, con barba tipo Papá Noel, que clase a clase se va cargando autores: la primera lo hizo con Heidegger, la segunda con Nietzsche y ayer con Platón.

¡No nos va a quedar nadie señor profesor!

miércoles, 6 de abril de 2011

Recién le dije a un amigo por chat: "También me pareció muy bueno el chiste que hcie de Dolly Irigoyen flambeándose en el supuesto caso de que Mirta Carabajal se trasladara al Gourmet y nadie me lo festejó debidamente".

Y el forro ni siquiera me contestó.

martes, 5 de abril de 2011

Los lindos días

Estoy con mucho trabajo. Me vino bárbaro porque mi única compañera de trabajo se fue de la productora y el viernes estuve sola desde que llegué hasta que me fui. Durísimo. Tengo tarea para la facultad (¡tarea!, como los nenes de primaria), mucho sueño y el pelo sucio. Estos días son lindos. Está fresquito pero no mucho, en los colectivos ya dejó de respirarse olor a chivo y el sol mañanero pega de una manera que no lo podés creer. Algunos días me quedaría en el colectivo de las nueve y media de la mañana, viajando de una punta a la otra, con los ojos cerrados y el calorcito en la cara.

lunes, 4 de abril de 2011

Nosotros, los consumidores

Básicamente, consumimos.

Consumimos películas, series, música, libros, revistas, artículos en internet. Video clips, entrevistas, telenovelas, cumbias, rock. Consumimos todo el día. Y nos comentamos todo. Nos mandamos mails, mensajes con recomendaciones. Nos mostramos videos. Nos burlamos de uno cuando dice que le gustó una mala película y lo escuchamos tratando de convencernos de que es una gran película. No sabemos hacer críticas. No gustamos mucho de las sinopsis. Pero hablamos igual.

Además, tenemos tiempo. Somos tres que consumimos y encima tenemos tiempo libre para hablar de lo que consumimos. Y nos hacía un poco de ruido que todo lo que hablamos, de todo lo que consumimos, quedara en nuestras casillas de mails, perdido entre cientos de mails laborales, entre mails con power points de perritos graciosos y bebés sonrientes. Entonces se nos ocurrió abrirnos un blog.

Y hoy empezamos a postear.
Somos El Perro, El Juan y La Ramera.

Consumimos.
Y hablamos de lo que consumimos.

Nada mas.

domingo, 3 de abril de 2011

Momentos lindos (II)

-Ponerse los auriculares, acostarse en el piso, poner música, cerrar los ojos.

La revancha de los ñoquis

La semana pasada hice unos de batata y me olvidé de ponerles sal. De verdad. Le puse un toque al puré y nada más.

Ayer hice de remolacha. No sabés lo ricos que estaban.

viernes, 1 de abril de 2011

En el banco

- Un gatito teñido de rubio con una camisola tipo de seda, medio arrugada, un poco transparente (soy un queso son los nombres de telas) levantándose al de seguridad.

- Una señora con un gancho gigante en la cabeza y una remera que rezaba "Rod Stewart".

- Otra señora, muy muy muy petisa, con unos tacos muy muy muy altos.

- Una chica de dieciséis, completamente insoportable, que hablaba con su amiga de sus relaciones fallidas, de su novio actual, que es muy celoso, de Julia, que es una gorda pelotuda, de la cajera del banco que es una forra de mierda, de la cola que estaban haciendo de la concha de la lora, de que no tenía tiempo para todo lo que tenía que hacer, de que cómo no va a poder comprarse eso si tiene una casa en Belgrano R. Un detalle no menor que colaboró con mi irritación: todo el tiempo se acomodaba el pelo, impecable pelazo de publicidad.

Momentos feos (II)

(merecía post aparte porque es horrible)

-Te das cuenta que te cansaste de escuchar la canción que pensaste que nunca ibas a cansarte de escuchar.

Momentos feos (I)

-Ir a buscar yerba para el mate y que no haya.
-Darte cuenta que el timbre del colectivo no funciona y vas a tener que gritar "parada".
-Que alguien abra el agua en la cocina mientras te estás bañando y te quemes o congeles.
-Las toallas se secaron con un olor raro.
-Te olvidaste de ponerle sal a la comida y tiene gusto a nada.
-¡Sorpresa! Una cucaracha.
-No lograr que sintonice bien el programa de radio que querés escuchar.
-Estar llegando a la parada del colectivo y ver que el colectivo arranca y se aleja.
-Borrar sin querer el mail que estabas redactando hace quince minutos.
-El peluquero te dice "listo".