Papá no habla de su infancia. De su infancia habla mamá (de la infancia de papá). A veces lo miro y quisiera preguntarle millones de cosas. Pero entiendo por qué decidió no hablar de su infancia: a veces es más fácil callar que narrar. No negar, sino silenciar. Saber que existió, tener el recuerdo conciente, la foto de la niñez, el episodio violento, el golpe, la corrida, el miedo, el terror. Tener todo eso, saber que estuvo (tal vez alguna vez soñarlo) pero no contarlo. No. Callarlo.
Papá y yo somos parecidos, casi idénticos. Se nota cuando no queremos hablar de algo, y en general nunca queremos. O por lo menos no de aquello que nos lastimó, que nos dio miedo, que nos oscureció por un ratito.
Entonces le pregunto a mamá. Cuando papá duerme la siesta le pregunto a ella y me cuenta. Todo. Con lujo de detalles, como alguna vez (supongo que alguna única vez) papá le contó. Cuando decidió no callarlo. La escucho y siento las lágrimas brotar incontrolables, descaradas, irrespetuosas. Entonces corro al baño porque tampoco me gusta que mamá me vea llorar. Ella no necesita ver a una hija llorando. No a la hija que le queda viva. No puedo hacerle eso.
Cuando papá se levanta lo miro y lo entiendo. Lo veo y lo reconzco. Me habla a través de sus ojos celestes, esos ojos tan tristes que son lo único de su cuerpo que no puede callar. Y lo miro a los ojos y le hablo con mis ojos, porque somos parecidos, casi idénticos, y yo tampoco puedo silenciar a mis ojos.
Nuestros ojos se hablan unos minutos, las palabras que usualmente son escupidas por la boca son ahora innecesarias. Lo abrazo. Porque es mi papa, porque lo entiendo, porque lo escucho, porque sé que él también me escuchó.
Papá y yo somos parecidos, casi idénticos. Se nota cuando no queremos hablar de algo, y en general nunca queremos. O por lo menos no de aquello que nos lastimó, que nos dio miedo, que nos oscureció por un ratito.
Entonces le pregunto a mamá. Cuando papá duerme la siesta le pregunto a ella y me cuenta. Todo. Con lujo de detalles, como alguna vez (supongo que alguna única vez) papá le contó. Cuando decidió no callarlo. La escucho y siento las lágrimas brotar incontrolables, descaradas, irrespetuosas. Entonces corro al baño porque tampoco me gusta que mamá me vea llorar. Ella no necesita ver a una hija llorando. No a la hija que le queda viva. No puedo hacerle eso.
Cuando papá se levanta lo miro y lo entiendo. Lo veo y lo reconzco. Me habla a través de sus ojos celestes, esos ojos tan tristes que son lo único de su cuerpo que no puede callar. Y lo miro a los ojos y le hablo con mis ojos, porque somos parecidos, casi idénticos, y yo tampoco puedo silenciar a mis ojos.
Nuestros ojos se hablan unos minutos, las palabras que usualmente son escupidas por la boca son ahora innecesarias. Lo abrazo. Porque es mi papa, porque lo entiendo, porque lo escucho, porque sé que él también me escuchó.
2 comentarios:
Nena, no sabés lo que entiendo a tu papá.No tenés idea.
Estoy pensando sobre tu post, y me sube una angustia desde el corazón.Y siento que se me cierra la garganta.Y se me llenan los ojos de lagrimas.Lagrimas que durante muchos años no derrame, para no poner triste a papá,o a mi hija o para no asustar los que me quieren (tíos, primos, amigos)
La verdad es que la infancia marca.Marca a fuego.
Gabriela: sí, absolutamente. Mi papá tuvo una infancia muy dura, a veces lo miro y no puedo creer que haya soportado tanto
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