Me llamó un sábado por la mañana. Yo estaba recién levantada, malhumorada, y había cruzado algunas puteadas con el señor que vive conmigo, pero no me acuerdo bien por qué.
Hacía varias semanas que ella estaba mal, me llamaba llorando, me contaba sus problemas, problemones, que no sabía se quedarse, o irse, o putear o gritar, o llorar, o revolear todo o callarse la boca.
Yo no tenía paciencia en ese momento, la escuché un poco, me reprochó algunas cosas que por suerte olvidé y después la mandé al psicólogo. Se me enojó.
Estuve todo el fin de semana, y algún día mas, afligida por el enojo, le mandé mensajes (porque no tenía ganas de llamarla y que siguiera reprochándome cosas). Ella me contestaba con monosílabos, y al leerla a mi se me hacía un nudo en la garganta que no podía desatar.
El martes (o miércoles o jueves, da lo mismo), me manda un mail pidiéndome disculpas. Había empezado la psicóloga y estaba mucho mejor. Yo la leía mejor. Me puse a llorar cuando leí su mail. Es que hay días en los que estoy tan sensible que doy asco. Lloro por cualquier cosa, cualquier cosa, cualquier cosa, la cosa más estúpida. Me puse a llorar y así, con las lágrimas rodando por mis cachetes regordetes, le contesté cosas lindas. "Pase lo que pase, siempre nos vamos a tener, y eso es lo que está bueno".
Ahora estamos como siempre. Hermanitas del alma, o algo por el estilo. Lo que sí, me di cuenta de algo, estos últimos días, y a raíz de este episodio: cuando perdonamos a un amigo, o un amigo nos perdona, no queda un ápice de resentimiento, ni rencor, ni orgullo. El perdón a un amigo -dado o recibido- es el más auténtico de todos. O por lo menos eso es lo que me pasa a mi.
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