Cuando era chica estaba completamente enamorada de los parques de diversiones. Me gustaban los juegos, las lucecitas, los sonidos, montañas rusas, tren fantasma, autitos chocadores y tacitas. No la vuelta al mundo. La vuelta al mundo, cruel ella, me daba un miedo tremendo. Me daba todo el miedo que ningún otro juego. Me subía, sí, pero la pasaba mal, en esas frenadas y hamacadas que me daban la sensación de estar a punto de morir. Estaba enamorada de los parques de diversiones, no por el parque en sí, sino por el concepto que encierra el "parque de diversiones". Desde el nombre se manifiesta como el lugar de la felicidad, de la alegría, de la diversión. En el parque de diversiones todo es risas, es lucecita de color, es música de sintetizador que jamás incomodaría al alma. El parque de diversiones es la infancia perfecta, es el cuento que escuchamos mil veces, pero hecho realidad. Es la fantasía ahí, hecha juego, color, textura. Es la fantasía palpable. Se la puede sentir, se puede jugar con ella, se puede disfrutar. Es la ficción ahí: no en un libro, no en una película. Está ahí, en el parque de diversiones.
Hace algunas semanas fui a un lugar casi detenido en el tiempo. Un lugar maravilloso, en el que el parque de diversiones se me apareció en su máxima expresión: un domingo caluroso. Las músicas de los juegos se mezclaban. Había una vuelta al mundo que de verla me daban ganas de llorar, había una montaña rusa mecánica, de esas que suenan como si estuvieran por destartalarse, una mezcla de chirrido metálico y madera podrida, autitos chocadores (los vi y recordé: me daba impresión la chispita de la antena del autito contra el techo, para mi que podía incendiarse), había un samba y un barco pirata y tacitas y un gusanito. Miré los juegos y las lucecitas y los sonidos, pero ya no sentía amor, aunque me hubiera encantado sentirlo. Me hubiera encantado tener que hacer colas interminables para el samba, me hubiera encantado sentir la adrenalina que se siente cuando se sabe que el carrito de la montaña está subiendo hasta la cima y que, desde ahí, es todo vértigo y emoción.
Pero estaba insolada, y el sol me había secado todo el amor por el parque de diversiones. Tenía toda la cara colorada y los hombros también y los brazos también. Me picaba y me ardía al mismo tiempo y mi mejor amiga era esa crema de aloe de vera que me dejaba todo pegoteado pero al menos me dejaba cinco minutos tranquila. No podía estar al sol, y eran las tres de la tarde, y hacía treinta y dos grados. Era un infierno: ver esos juegos ahí, y yo sin amor por ellos, sin energía para ellos. Esperamos hasta que bajara el sol. Caminamos no mas de una cuadra, y entonces lo vi: un tren fantasma. "¡Un tren fantasma!" dije con los ojitos llenos de emoción.
El lunes estaba nublado y hacía frío. Los treinta y dos grados del domingo se habían esfumado, como si el calor se hubiera concentrado todo en un solo día, como si no hubiera podido repartirse. Fuimos donde estaban los juegos. Nada, absolutamente nada quedaba de toda la alegría del domingo. Los juegos tapados con lonas, callados, apagados, sin luces. No había ruidos, ni siquiera el eco de alguna cancioncita lejana. No había colas ni salían gritos aterradores desde el tren fantasma. Estaba todo muerto. Era todo tristeza y melancolía. Y pensé en lo efímero que puede resultar todo, en lo chiquita que es en realidad la felicidad, la diversión, la alegría. Y agradecí, profundamente, haberme subido, el día anterior, al tren fantasma.
Hace algunas semanas fui a un lugar casi detenido en el tiempo. Un lugar maravilloso, en el que el parque de diversiones se me apareció en su máxima expresión: un domingo caluroso. Las músicas de los juegos se mezclaban. Había una vuelta al mundo que de verla me daban ganas de llorar, había una montaña rusa mecánica, de esas que suenan como si estuvieran por destartalarse, una mezcla de chirrido metálico y madera podrida, autitos chocadores (los vi y recordé: me daba impresión la chispita de la antena del autito contra el techo, para mi que podía incendiarse), había un samba y un barco pirata y tacitas y un gusanito. Miré los juegos y las lucecitas y los sonidos, pero ya no sentía amor, aunque me hubiera encantado sentirlo. Me hubiera encantado tener que hacer colas interminables para el samba, me hubiera encantado sentir la adrenalina que se siente cuando se sabe que el carrito de la montaña está subiendo hasta la cima y que, desde ahí, es todo vértigo y emoción.
Pero estaba insolada, y el sol me había secado todo el amor por el parque de diversiones. Tenía toda la cara colorada y los hombros también y los brazos también. Me picaba y me ardía al mismo tiempo y mi mejor amiga era esa crema de aloe de vera que me dejaba todo pegoteado pero al menos me dejaba cinco minutos tranquila. No podía estar al sol, y eran las tres de la tarde, y hacía treinta y dos grados. Era un infierno: ver esos juegos ahí, y yo sin amor por ellos, sin energía para ellos. Esperamos hasta que bajara el sol. Caminamos no mas de una cuadra, y entonces lo vi: un tren fantasma. "¡Un tren fantasma!" dije con los ojitos llenos de emoción.
El lunes estaba nublado y hacía frío. Los treinta y dos grados del domingo se habían esfumado, como si el calor se hubiera concentrado todo en un solo día, como si no hubiera podido repartirse. Fuimos donde estaban los juegos. Nada, absolutamente nada quedaba de toda la alegría del domingo. Los juegos tapados con lonas, callados, apagados, sin luces. No había ruidos, ni siquiera el eco de alguna cancioncita lejana. No había colas ni salían gritos aterradores desde el tren fantasma. Estaba todo muerto. Era todo tristeza y melancolía. Y pensé en lo efímero que puede resultar todo, en lo chiquita que es en realidad la felicidad, la diversión, la alegría. Y agradecí, profundamente, haberme subido, el día anterior, al tren fantasma.
2 comentarios:
Y sí, los momentos de felicidad perfecta son pocos, así que cuando están, hay que aprovecharlos, aunque sea como subirse a un tren fantasma que de miedo ;)
¡¿Estuviste en el Parque Rodó?!
¿Viniste a Montevideo? Haber avisado...
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