viernes, 15 de abril de 2011

La casa de Transradio I

Algunas veces, cuando hablo del Conurbano, no estoy hablando de Ramos Mejía. Ramos es conurbano a medias, para los que no lo conocen, Ramos es al Gran Buenos Aires lo que Caballito es a Capital Federal: un wannabe. Cuando hablo de Conurbano, cuando me refiero al conurbano profundo, estoy hablando del primer lugar donde viví, Villa Transradio, partido de Esteban Echeverría.

Nuestra casa quedaba a media cuadra de la ruta. La ruta era como un terreno prohibido, yo jamás iba para el lado de la ruta, para ese lado se iba con mamá, papá o algún hermano, en general a tomar colectivos y no mucho más. La ruta era nuestro límite. Enfernte de casa había un estacionamiento con un galpón gigante, y todo alrededor una vereda angosta, de cemento, por la que yo iba y venía en bicicleta. Nuestra casa era, creo, amarilla. El frente tenía una puerta en el medio, y una ventana a cada lado. Había un pequeño jardín, en esta parte delantera, un rosal delante de una de las ventanas, otra planta grande que no sé cuál era, delante de la otra. y en medio de este jardín, un caminito armado con baldosas rotas que los sábados a la mañana baldeábamos (siempre, los sábados a la mañana, se limpiaba toda la casa, se enceraban los pisos, se baldeaba ese caminito: yo miraba ese caminito recién baldeado porque me gustaba cómo los rayos del sol le pegaban y me encandilaban).

Me acuerdo muchísimas cosas de esa casa: el piso de las habitaciones era de cemento alisado rojo, el baño tenía azulejos amarillos y un espejo chiquito que un verano salpiqué con sangre que me salía de la nariz. Las paredes estaban pintadas de verde agua. En nuestra habitación había una cama marinera, pero no me acuerdo dónde dormía cada uno. En la habitación de mis papás había un juego de dormitorio espantoso, que combinaba madera con cuerina: todo era de madera con cuerina. Todo es: cama, mesas de luz, cómoda. Esa habitación tenía aire acondicionado, la invadíamos los veranos, yo durmiendo en la cama con mis papás, mis hermanos con un colchón a cada lado de la cama. La cocina también tenía azulejos amarillos. Una mesa redonda de algún material que no recuerdo. Tampoco recuerdo el lugar donde se guardaban todos los cacharros: solamente sé que las asaderas y cosas finitas iban al suelo, abajo de todo, detesto este tipo de lagunas. En esa mesa de esa cocina comí fideos codito con una salsa bien líquida en unos platitos de plástico de una reconocida marca, a veces el platito era naranja, a veces amarillo, el naranja lo sigo usando, el amarillo lo usa mamá. En esa cocina, también, estuvieron los cajones de verduras con mis conejos blancos adentro. También, en esa cocina, durmió gente en una reposera (en una época éramos dos familias viviendo en esa casita). En esa cocina, en esa mesa, me quemé la mano con la plancha, una plancha naranja y amarilla (salía mucho el amarillo) que mi mamá sigue usando y se resiste a cambiar. El día que me quemé la mano con esa plancha estuvimos en el jardín de atrás, ellos sentados tomando mate, yo poniéndome dentífrico en la herida.

El jardín trasero era enorme. Eran treinta metros de largo por diez (o doce/quince) de ancho. Cortar el pasto supongo que sería una tarea tediosa (yo nunca llegué a tener que cumplir esa tarea porque era chiquita y mi tarea, lo que yo tenía que hacer bien, era limpiar los muebles). La medianera con uno de los vecinos era un alambrado todo cubierto de una planta medio silvestre, que se enredaba entre los alambres. Era una planta preciosa y desprolija, durante el día abría unas flores con forma de campanita y llegando la tardecita noche las campanitas iban cerrándose hasta desaparecer. Esa medianera llena de flores nos separaba de Julián, el viejo de al lado, y de su huerta. Julián tenía casi la misma extensión de jardín que nosotros y todo ese jardín no era un jardín sino una huerta. Julián nos convidaba todo lo que tenía en su huerta. Todo.

Teníamos un manzano que daba manzanas verdes que no podían comerse porque eran muy ácidas. También, un ciruelo que cuando daba frutos era la envidia del barrio y todos venían a pedirnos ciruela y a todos les dábamos. En el ciruelo estaba colgada mi hamaca, un pedazo de caucho y dos cadenas donde yo podía pasar horas y horas yendo y viniendo. Creo que la esquina donde estaba el ciruelo era la esquina más linda de la casa. En esa esquina, además, estaba el cuartito. El cuartito era una habitación donde estaban las herramientas de papá, la pelopincho y las reposeras y sillas de verano. La pelopincho se instalaba al fondo de todo, en el último pedacito del jardín. Una vez, mamá y papá estuvieron a punto de comprar una pileta de verdad, de las que se hunden en la tierra, de las azules, de las de la colonia (estoy tratando de recrear la ilusión y la sensación que me daba, de chiquita, la posibilidad de tener una de esas piletas en la casa). Fuimos a un lugar que quedaba sobre la ruta, esos lugares donde se venden piletas, parrilas y cosas de jardín (el lugar tenía una avioneta que no funcionaba y varios modelos de quinchos hechos con paja, porque también vendían cosas para hacer quinchos con paja) y la elegimos, iba a ser la mejor pileta del universo, y había que terminar de hacer todos los arreglos para comprarla y cuando volvimos al lugar para comprarla ya no estaba más y fue una de las decepciones más grandes de toda mi vida.

Antes de ese jardín inmenso había un patiecito. En la puerta de la cocina había un escaloncito muy bajito antes de llegar a ese patio. Yo me sentaba en ese escaloncito y pensaba cosas. No sé qué pensaba y si tengo que ser sincera tampoco sé si realmente pensaba, pero sí sé que pasaba muchísimo tiempo sentada ahí y supongo que algo en la cabeza estaría pasando. Ese patiecito después se techó con algunas chapas que puso, por supuesto, mi papá con alguno de los hermanos de mi mamá. En ese patio había asados los domingos (también se comía el asados bajo el manzano), había reuniones familiares, había cumpleaños infantiles y de adultos. En un extremo de ese patio, contra la pared, estaba instalada una pequeñísima mesa de trabajo con una máquina de prensar con la que a mi me divertía jugar. En el otro extremo estaba la pileta, donde se lavaba toda la ropa y además se lavaban las papas negras y se las dejaba secándose ahí, tiradas en el piso del patio.

Después nos mudamos de esa casa, y nos fuimos al Caballito del Gran Buenos Aires. Pero volvíamos. No es fácil (y me doy cuenta recién ahora), dejar toda esta casa atrás.

12 comentarios:

Sandra Montelpare dijo...

me encanta cómo cuenta, Estimadísima M., 100 % cinematográfico.Usrted no me ve pero estoy aplaudiendo de pie.

Daniel Shields dijo...

Yo vivo en Ramos Mejía, pero de alguna manera me intriga lo de E. Echeverria.

MissBgui dijo...

Todo lo que dijo Sandra y más.
Debería tener un libro de relatos cortos de este tipo.
Queremos el libro de M UNA RAMERA!

Bueno, eso es lo que digo yo...

Anónimo dijo...

Impresionante tu recuerdo! Tuve una infancia similar pero en un pueblo del interior. Ahora vivo en un departamento en una gran ciudad y extraño todo eso...

Anónimo dijo...

Que loco, yo vivo por ahi !

Cenicienta dijo...

Qué lindo lo que contás, me imaginé todos los detalles y me llevó a recordar la casa donde viví hasta los 8. Esa casa tenía caracoles, canteros con tréboles y rosales y la luz del garage tenía una pantalla de mimbre que proyectaba sombras muy copadas. Recuerdo el olor de la tierra mojada cuando mi vieja regaba los arbolitos en la vereda y cuando íbamos a tomar mate a lo de mi vecina modista. Ay, pero qué maricona, me voy a largar a llorar.

Dani dijo...

Me gusta mucho la forma en que relatas tus recuerdos, sobre todo los de tu infancia. Logras de alguna forma dar imagenes muy claras que me ayudan a transportarme a la mia. Muy bueno :)

bbstwitt dijo...

Es muy hermoso, ya debo estar viejo, porque leyendo esto se me caen las lagrimas, recordé mi infancia y pensé en el día que mi hija recuerde la casa donde hoy vivimos. Es muy fuerte.

Saludos

Milu dijo...

que hermosura

Jinbox dijo...

Estuve de a ratos en varias casas como esa (la de mis primos en paso del rey, la de mi abuelo en mar del plata, la de un amigo en Haedo)...
Mis recuerdos son mas chicos, todas memorias de departamento.
Soy un chico de ciudad, de asfalto y cafe negro.

María Font dijo...

Un recuerdo en random de todos los que me disparó leerte: en mi casa, en vez de manzano había un enorme mandarino. En verano, obvio, se comía el asado a su sombra y mi papá, invariablemente, decía que ese día comíamos en el "Restaurant El Mandarino". Todos nos reíamos.

Anónimo dijo...

No será mucho pelotuda?