Ibamos casi todos los viernes (o sábados) a la casa de una de mis tías, hermana de mi mamá. Ahí nos juntábamos con todos los tíos, tías, y primos. Solíamos ser aproximadamente treinta. Comíamos asado o empanadas fritas (caseras caserímas, por supuesto). Para los adultos las damajuanas de vino eran ilimitadas. Para nosotros, los gurrumines, había jugo concentrado Swing (que venía una botellita de un litro que se convertía, de a poco, en cinco o seis litros del jugo más espantoso que jamás haya probado alguien). El jugo Swing, que era feísimo, era un poco meno horrible si en vez de agua se utilizaba soda. Pero como la soda era más cara, también era propiedad de los adultos.
Comíamos mucho y depués todos los hombres se sentaban afuera a jugar al truco. Mientras tanto, las damajuanas seguían circulando y los gritos eran cada vez más fuertes.
“¡Truco!” A veces yo me colgaba de mi padre y me quedaba ahí espiando las cartas que le habían tocado. No entendía si eran buenas o malas, pero me divertía engancharlos cuando se hacían las señas (especialmente la del besito). Se burlaban unos de otros y fumaban muchos cigarrillos. Mientras tanto, los primos corríamos por el lugar sin rumbo específico, y las mujeres charlaban en la cocina tranquilas, mientras terminaban de lavar los platos. Sonaban de fondo las cumbias más viejas, las que yo considero más auténticas: La Nueva Luna, Media Luna, Alcides o Ricki Maravilla. Cuando hacía calor todo se trasladaba al patio. Yo solía sentarme en el hall de entrada de la casa de mi abuela, que estaba en la parte delantera del mismo terreno donde vivía una de mis tías. A veces me daban miedo algunos vecinos que pasaban por la vereda, entonces corría y me tiraba encima de mi padre, que estaba completamente en otro mundo. Las damajuanas, mientras tanto, mágicamente seguían apareciendo y apareciendo. “¿Cuándo nos vamos?”, le preguntaba finalmente a mi madre después de pasar varias horas aburrida y con miedo a esos vecinos siniestros.
“¡Quiero retruco!” Mi madre me mandaba a preguntarle a mi padre y ahí quedaba oficialmente inaugurado el ping pong que me acompañó durante toda la vida. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Después de varios minutos de ir de uno al otro tratando de saber cuándo corno nos iríamos a casa, mi madre gritaba con voz medio gangosa e impostada el nombre de mi padre, estirando por dos segundos la última consonante. A ese llamado seguían las burlas correspondientes. Es que mi madre había hecho de ese grito estirado al final su marca registrada. Las tías la imitaban, los hombres se reían de mi padre, que terminaba siendo el más pollerudo. A mi me causaba mucha gracia el grito de mi madre y la burla de mis tíos y tías, que sigue hasta hoy día.
“¡Quiero vale cuatro!” Esta noche en particular volvíamos en el Taunus verde por la ruta. El camino entre la casa de mi tía y la nuestra no era largo, pero sí lo suficiente para que yo me quedara dormida. Me recosté en el asiento trasero y empecé a mirar por la ventanilla, fui cerrando los ojos y me dormí. Me desperté con un sollozo de mi madre, que peleaba con mi padre. El estaba muy borracho y ella le reprochaba cosas en las que ni siquiera llegué a reparar. Él decía que le dolía mucho la cabeza, ella que se lo merecía. Yo empecé a sentirme mal, pero no entendía bien qué estaba pasando. Estaba incómoda, triste, porque mi papá no se reía como antes, porque mi mamá lloraba como nunca. Esa sensación extraña, pesada, me acompañó hasta que llegamos a casa. Mientras tanto, seguí recostada mirando la luna y las estrellas al revés.
“No quiero” Al día siguiente mi madre se levantó mucho más temprano que de costumbre. Tenía los ojos hinchados y sacaba y guardaba y sacaba y guardaba un pañuelito blanco del puño de su buzo. Desayunó conmigo y, pasado un largo rato, me dio un mate para que se lo llevara a mi padre. Yo me acosté al lado de él y lo desperté para darle el mate. Al ratito llegó mi mamá con la pava. Ellos se quedaron tomando mate, yo me fui a jugar a la galería. La puerta quedó cerrada un rato largo. Yo volví a sentir esa sensación de extrañeza. La primera vez que fuimos a la casa de mi tía después del incidente borracho/ peleador, me prometí no quedarme dormida en el auto para que no pasara nada. Hice todos los esfuerzos posibles y, si se me cerraban los ojos, en seguida empezaba a contar autos rojos, o verdes, o amarillos. Esa vez, todo salió perfecto. Entonces llegué a esa conclusión: la pelea había sucedido porque yo me había dormido. La pelea se podría haber evitado si yo me hubiera quedado con los ojos abiertos. La pelea podría no haber existido, entonces mi papá se hubiera reído como siempre y mi madre no hubiera llorado como nunca. Las cosas podrían haber sido diferentes. Yo podía torcerlas.
A partir de ese día, y durante mucho mucho tiempo, viví ese recorrido con los nervios de saber que si me dormía, se armaba quilombo. Sintiendo que estaba en mis manos, en mis ojos, en mi sueño, la conservación de la armonía familiar. Yo podía hacer que existiera, o que desapareciera. Nunca me volví a dormir durante ese recorrido. Y durante ese recorrido, mientras yo no me dormía, mis papas no volvieron a pelear.
Comíamos mucho y depués todos los hombres se sentaban afuera a jugar al truco. Mientras tanto, las damajuanas seguían circulando y los gritos eran cada vez más fuertes.
“¡Truco!” A veces yo me colgaba de mi padre y me quedaba ahí espiando las cartas que le habían tocado. No entendía si eran buenas o malas, pero me divertía engancharlos cuando se hacían las señas (especialmente la del besito). Se burlaban unos de otros y fumaban muchos cigarrillos. Mientras tanto, los primos corríamos por el lugar sin rumbo específico, y las mujeres charlaban en la cocina tranquilas, mientras terminaban de lavar los platos. Sonaban de fondo las cumbias más viejas, las que yo considero más auténticas: La Nueva Luna, Media Luna, Alcides o Ricki Maravilla. Cuando hacía calor todo se trasladaba al patio. Yo solía sentarme en el hall de entrada de la casa de mi abuela, que estaba en la parte delantera del mismo terreno donde vivía una de mis tías. A veces me daban miedo algunos vecinos que pasaban por la vereda, entonces corría y me tiraba encima de mi padre, que estaba completamente en otro mundo. Las damajuanas, mientras tanto, mágicamente seguían apareciendo y apareciendo. “¿Cuándo nos vamos?”, le preguntaba finalmente a mi madre después de pasar varias horas aburrida y con miedo a esos vecinos siniestros.
“¡Quiero retruco!” Mi madre me mandaba a preguntarle a mi padre y ahí quedaba oficialmente inaugurado el ping pong que me acompañó durante toda la vida. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Preguntale al papi. Preguntale a la mami. Después de varios minutos de ir de uno al otro tratando de saber cuándo corno nos iríamos a casa, mi madre gritaba con voz medio gangosa e impostada el nombre de mi padre, estirando por dos segundos la última consonante. A ese llamado seguían las burlas correspondientes. Es que mi madre había hecho de ese grito estirado al final su marca registrada. Las tías la imitaban, los hombres se reían de mi padre, que terminaba siendo el más pollerudo. A mi me causaba mucha gracia el grito de mi madre y la burla de mis tíos y tías, que sigue hasta hoy día.
“¡Quiero vale cuatro!” Esta noche en particular volvíamos en el Taunus verde por la ruta. El camino entre la casa de mi tía y la nuestra no era largo, pero sí lo suficiente para que yo me quedara dormida. Me recosté en el asiento trasero y empecé a mirar por la ventanilla, fui cerrando los ojos y me dormí. Me desperté con un sollozo de mi madre, que peleaba con mi padre. El estaba muy borracho y ella le reprochaba cosas en las que ni siquiera llegué a reparar. Él decía que le dolía mucho la cabeza, ella que se lo merecía. Yo empecé a sentirme mal, pero no entendía bien qué estaba pasando. Estaba incómoda, triste, porque mi papá no se reía como antes, porque mi mamá lloraba como nunca. Esa sensación extraña, pesada, me acompañó hasta que llegamos a casa. Mientras tanto, seguí recostada mirando la luna y las estrellas al revés.
“No quiero” Al día siguiente mi madre se levantó mucho más temprano que de costumbre. Tenía los ojos hinchados y sacaba y guardaba y sacaba y guardaba un pañuelito blanco del puño de su buzo. Desayunó conmigo y, pasado un largo rato, me dio un mate para que se lo llevara a mi padre. Yo me acosté al lado de él y lo desperté para darle el mate. Al ratito llegó mi mamá con la pava. Ellos se quedaron tomando mate, yo me fui a jugar a la galería. La puerta quedó cerrada un rato largo. Yo volví a sentir esa sensación de extrañeza. La primera vez que fuimos a la casa de mi tía después del incidente borracho/ peleador, me prometí no quedarme dormida en el auto para que no pasara nada. Hice todos los esfuerzos posibles y, si se me cerraban los ojos, en seguida empezaba a contar autos rojos, o verdes, o amarillos. Esa vez, todo salió perfecto. Entonces llegué a esa conclusión: la pelea había sucedido porque yo me había dormido. La pelea se podría haber evitado si yo me hubiera quedado con los ojos abiertos. La pelea podría no haber existido, entonces mi papá se hubiera reído como siempre y mi madre no hubiera llorado como nunca. Las cosas podrían haber sido diferentes. Yo podía torcerlas.
A partir de ese día, y durante mucho mucho tiempo, viví ese recorrido con los nervios de saber que si me dormía, se armaba quilombo. Sintiendo que estaba en mis manos, en mis ojos, en mi sueño, la conservación de la armonía familiar. Yo podía hacer que existiera, o que desapareciera. Nunca me volví a dormir durante ese recorrido. Y durante ese recorrido, mientras yo no me dormía, mis papas no volvieron a pelear.
2 comentarios:
Conmovedor
Extraño a mi papa :-(
Make up sex el de tus viejos.... Tierna historia
Igual, cumbias viejas, las que escuchaban en mi casa eran Los Guaguancó! o los chamamés del conjunto Ivotí!
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