viernes, 6 de junio de 2014

Budapest. Distrito VII: Erzsébetváros

En el transcurso del viaje se repite esta misma situación un centenar de veces:
-Juan: ¿Vamos a ese barrio que queda en la otra punta de la ciudad?
-Maru: Ni en pedo, ya caminamos todo el día y no puedo más.
-Juan: …
-Maru: Bueno, vamos.

Pero así como a Juan nunca se le acaban las energías es pésimo guiando, tiene un sentido de la orientación penoso y siempre está mirando el mapa al revés. Ir a Erzsébetváros, el barrio del Distrito VII, no fue la excepción así que después de caminar diez cuadras en redondo le dije que teníamos que ir a tal lado, fuimos para tal lado y llegamos.

les mando un besito
Antes de llegar: en el medio del camino nos encontramos de casualidad con un festival de música al aire libre que nos había recomendado el dueño de donde estábamos parando. Nos había dicho que iba a haber música y comida en la calle y que iba a estar divertido y que no había que perdérselo. Se cumplió todo salvo que la música húngara era un heavy metal bastante diluido en lavandina y no aguantamos más de un tema.

Erzsébetváros es un poco como la Paternal de Capital Federal pero con más edificios. Es decir: pobre pero pintoresca, un poco alejada del centro pero no tanto, un barrio residencial con pocos negocios, tranquilo y seguro. Las fachadas de los edificios, como en el barrio donde estamos viviendo, están destruidas. Pedazos de mampostería caídos, ladrillos a la vista, balcones con columnas rotas pero plantas floreadas. Pienso que todos estos edificios (la mayoría tiene una o dos entradas principales y un patio central enorme al que dan todos los departamentos) son como grandes monstruos, sobrevivientes de cualquier época, enormidades de las que podrían desprenderse unos pies y así el monstruo se liberaría y haría algo. Todavía no cerré la idea así que no sé si nos atacarían o nos abrazarían. Cuando salgo del letargo pavo que me llevó a pensar eso le digo a Juan que deben estar así de destruidos porque mantener esas fachadas debe ser carísimo.

Nos cruzamos con el recital de una banda ignota en un galpón que, adivino por unas fotos que hay, es o fue una feria. La chica que canta es muy carismática y baila tan divertido que son varios los que entre el público tratan de imitarla.




Hay garages convertidos en bares. O sea: un terreno que ni siquiera tiene piso al que le tiran unas mesas y unas sillas, un pizarrón con unos precios, una barra improvisada y ya. No son caros, no son snobs, en Budapest no existe el snobismo que hay, por ejemplo, en Berlín. Acá los que hacen las cosas las hacen porque sí, a todos se los nota naturales, incluso a los hipsters.



“Este es el barrio judío” dice Juan.
“Es el barrio de las costureras” le respondo yo, señalando primero un mural (de los tantos que cruzamos) y que promociona una máquina de coser y luego un localcito de una Modista.
“Es el barrio africano” me corrijo un par de cuadras después porque encuentro una peluquería con negros adentro, un bar africano y un supermercado que vende especias ídem.



Nunca nos queda claro qué etnia vive ahí.

Cerca de las diez de la noche Erzsébetváros se empezó a poblar de algunos sin calle buscando un rinconcito donde dormir, pidiendo una moneda o un cigarrillo o sentados en la vereda mirando la vida pasar.

Llegamos a la intersección de Ráckóczy y Eszébet, dos avenidas llenas de locales de comida turca y grupos de chicos lindos y vírgenes listos para reventar la noche. Escuchamos unos gritos y nos miramos abriendo los ojos y decimos “¡Empezó el mundial!”. Buscamos un televisor con un partido, vemos gente mirando emocionada, confirmamos la teoría.

Algunas horas más tarde me enteraré de que estábamos muy errados.

Me siento en el piso de la estación mientras espero el subte. El piso está regado de lechugas de algún döner pero no me importa: no aguanto más el dolor de pies.

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