domingo, 30 de junio de 2013

15 / Barcelona de nuevo. Día 06

La sensación de estar cansándome un poco de la ciudad vuelve a aparecer y por suerte nos vamos a Cadaqués, un pueblo en la frontera con Francia, el punto más oriental de la península, el pueblo donde vivió Salvador Dalí.
Nos levantamos casi al alba y fuimos hasta la agencia donde se retira el auto. Mi única tarea hoy era cebar mates y lo hice a la perfección porque es una de las tareas que más disfruto. En el medio del viaje en el medio de la ruta paramos dos minutos a estirar las piernas y sacarnos unas fotos en un campo de amapolas. Después de las fotos esperaba para cruzar la ruta y subirme al auto para seguir viaje y paró una camioneta de la policía:

Policía: ¿Han sufrido una avería?
Yo: ¡No! Estamos estirando las piernas solamente.
Policía: Pero aquí no pueden detenerse.
Yo: Perdón, no sabíamos.
Policía: No puede ser que no sepa las reglas de tránsito si son iguales en este país y en el suyo, aquí no hay banquina ni nada, podría enfrentarse a una multa de 500 euros.
Yo: Perdón, en serio, no sabíamos.
Policía: …

Esperé dos minutos para cruzar la ruta y fueron los dos minutos más largos de toda mi vida. Después arrancamos y se me pasaron los nervios mientras escuchábamos un programa de radio cuya consigna era: Anécdotas de cocina. La gente llamaba y contaba alguna pavada supuestamente graciosa, los conductores se reían un poco pero no remaban nada, los baches y las superposiciones entre conductores y oyentes hacían todo más confuso, no hubiera pasado la prueba piloto de una radio argentina, que de por sí son malas. 

Antes de llegar a Cadaqués hicimos una parada que quedaba más o menos en el camino (terminó siendo “más o menos” porque había que subir una montañita durante media hora) para ir a un monasterio que queda por ahí: Sant Pere de Rodes. No había nadie y caímos justo uno de esos días de admisión gratuita. En cada lugar cerrado se sentía un frío helado y la humedad se podía hasta respirar. Los lugares tan antiguos me dan una sensación muy extraña en el cuerpo, una especie de ansiedad o de incomodidad, como si estuviera pisando un lugar al que no correspondo.

Llegamos a Cadaqués y dejamos el auto, hay señales alrededor del pueblo que piden que se haga eso. Todas las calles (angostas, empinadas, con pedazos de piedra de montaña) eran más o menos peatonales, las casas todas blancas, todo lo que no era blanco era celeste o naranja: los techos de teja, las molduras, las ventanas, las puertas. Un celeste profundo, todo muy mediterráneo. Cada tres casas, una que vendía cerámicas de cualquier tipo: macetas, ensaladeras, tacitas, jarras, platos, adornos. Pensé que iba a haber más rosca con Dalí pero nada que ver. Caminamos por el centro de Cadaqués buscando un lugar donde comer: más callecitas empedradas, todos los negocios apuntando a una especie de de bahía con acantilados en la que se veían escalonadas todas las casas del pueblo, como un juego de encastres, todo blanco y celeste y con rectangulitos oscuros. Rectangulitos oscuros era todo lo que podía verse del interior de las casas. No había ni música ni gritos. Muchos franceses caminando con ropas ligeras, despreocupados, decidiendo si paella o calamares o langosta. Muchos vestidos amplios y blancos, esos que usan los hippies que tienen plata. Los lugares para comer eran todos uno peor que el otro (en todos los centros turísticos hay ofertas gastronómicas disímiles y desubicadas: en esta playa mediterránea vendían pastas, hamburguesas). Terminamos comiendo en uno de los últimos lugares que aparecían, parecía un chiringuito de la playa cualquiera y por momentos pensé que iba a tener que pedir una porción de papas fritas tristes. Nos atendió una peruana que vive en España hace doce años y que hace doce años hace temporada en Cadaqués. Fue una de las mejores vendedoras que conocí en la vida. Con total sinceridad agarró la carta y nos indicó qué pescados eran frescos y qué era congelado. Nos guió cuando le dijimos que queríamos compartir varios platitos y en algún momento hasta decidió si pan con tomate o ensalada para compartir la tortilla. Pedimos esas cosas: una ensalada con varias verduras, pasas de uva, queso feta, frutos secos; tortilla de papa y tortilla de zapallito, espárragos grillados, pan con tomate, calamares, escalivada y algunas cositas más que ahora no recuerdo. La tortilla fue la mejor que probé en todo el viaje: uno de los chicos dijo que la quería “babé” y los demás nos burlamos diciéndole que las tortillas las tienen hechas y las cortan y sirven frías pero no, acá la tortilla estaba recién hecha y bien babé, como se comen las tortillas.

De postre pedimos varios de los que había en la carta: higos en almíbar con queso (era como una ricota perfecta), un yogur con salsa de limón (por primera vez sentí que un yogur podía ser un postre), crema catalana. Tomamos claras algunos (yo no conocía, es cerveza con limón) y cervezas comunes otros. Gastamos muchísima plata, casi 100 euros entre los cuatro, pero lo valió. El resto de la tarde hablamos varias veces de lo perfecto que había sido el almuerzo.

Caminamos un poco y nos tiramos en la playa. Se veían las montañas alrededor, las casitas blancas, algunas personas en el agua helada, barcos anclados, el cielo despejado, una pareja de gigantes vestidos con traje de neoprene a punto de hacer snorkel (y un rato después sus cuerpos flotando en el Mediterráneo, moviéndose lenta pero constantemente). Sin darnos cuenta se nos pasó casi toda la tarde y no habíamos hecho lo que teníamos que hacer: conocer la casa de Dalí.

Le preguntamos a unos chicos muy Costa Esperanza (bronceados hasta el hartazgo, todos adolescentes lugareños, lindos, frescos, contentos, casi isleños, muy catalanes) cómo llegar y una chica preciosa nos indicó el camino, usando una entonación muy catalana y hasta un poquito portuguesa que después me la pasé imitando durante dos horas.

La casa de Dalí queda en el norte de Cadaqués, en la bahía de Portlligat. Es toda blanca y estaba cerrada, para hacer la visita hay que reservar lugar por la web sí o sí. Caminamos por los alrededores, no había nadie salvo unos pescadores charlando entre ellos y ofreciendo paseos en barcos (uno en el que supuestamente Dalí también paseaba). Un viejito le contó a nuestro a amigo que ayudó a Dalí a hacer un cuadro. Una señora se sentó en la punta de un barquito y se quedó un rato mirando el agua. La pileta del único hotel que hay en la bahía ya estaba cerrada. De la casa de Dalí sólo se veían algunas puertas y los huevos gigantes de yeso blanco que hay en los techos.

2 comentarios:

Marian dijo...

Mirá si te llevaban presa en EUROPA?. topísimo.
#NOT

Amapola dijo...

Oh, amapolas! Quiero ver esas fotos :)