Me reconforta seguir siendo medio campesina. Todavía descubro ciertas costumbres citadinas que me alegran el día y me hacen sentir en un permanente turismo aventura.
Son seis cuadras y medias las que separan la parada del colectivo de la entrada de mi casa. Camino por Corrientes, y a veces desearía tener a mano una bolsa de alimento para ir dándole a los especímenes que se presentan ante mis ojos, inverosímiles, salidos de películas de hace veinte años, caminando impunes en un tiempo que no les pertenece.
Los de hoy no caminaban. Miraban, expectantes, un televisor. Estaban dentro de un local, sentados en hileras de sillas de oficina con tapizados grises por naturaleza, amarronados por el paso de los pantalones sucios. El televisor colgaba de un soporte, en una esquina, y todos los hombres tenían la cabeza apuntando casi al techo, y girada hacia la izquierda. Supuse que lo que ganaban, deberían gastarlo en masajistas. O barritas de azufre, si seguimos la línea temporal en la que se manejan. La mayoría tenía sweters escote en v de bremer, en colores: verde oscuro, marrón chocolate y beige. Jeans clásicos, y en los pies una cruza de zapatilla y mocasín acordonado. Muchos gordos. Bastantes canosos. No aparentaban ser hombres muy golpeados por la vida, mas bien mantenían cierta compostura frente a los vaivenes emocionales: la mayoría permanecía de brazos cruzados y apenas movían la cabeza hacia abajo ante la derrota, hacia el cielo con ojos cerrados (supongo que en señal de agradecimiento) frente al triunfo. Los mas osados manifestaban sus nervios simplemente con bailecitos casi imperceptibles de pies o apretujones de manos seguramente transpiradas.
Los miré un largo rato, detrás de la vidriera, como si estuviera frente a un acuario, mientras trataba de disimular paneando la mirada hacia las tiras de papeles coloridos que colgaban del local. Los miré y pensé en cada uno de ellos, y en todos ellos al mismo tiempo: parecían una masa uniforme que se conocía hacía años y siempre frecuentaba el mismo local. Se miraban de reojo y cruzaban poquísimas palabras. Los pensé en otro contexto, y no me fue posible: esos hombres, esa masa uniforme de sweters de bremer con cuellos contracturados sólo podía existir ahí, en esas sillas grises, en ese local con tubos fluorescentes, en ese instante mágico previo a la largada, en ese polvo que cubre la pantalla del televisor casi al mismo tiempo que suena el timbrazo, en ese galope desenfrenado, en esa miradas esperanzadoras de volverse millonarios en cuestión de segundos.
4 comentarios:
excelente relato besos m
que importa perder mil veces la vida, para que vivir?
Masajistas... eeeeeeh si, eso...¬¬
escribes tan bien que parece dictado por el mismísimo Messi
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