“Entonces de Florida se vuelven a Belgrano”. “Sí, claro”.
Mamá responde con monosílabos mientras te pasa un mate lleno de café y edulcorante (que en cualquier circunstancia parecería apestoso, pero mamá te los da con tanto cariño que se vuelven deliciosos). Responde, decía, con monosílabos y respuestas claras y concisas del tipo sí, no, claro, eso, más o menos. Pero lo hace porque responde al mismo tiempo que va chequeando dentro de su cabeza algunos otros datos que después harán que la respuesta clara y concisa se convierta en un relato minucioso y extenso que empieza por la casa de Belgrano a la que se fueron después de Florida y termina vaya a saber dónde.
Pero mamá no habla de ella ni de sus padres ni de su familia. Habla de la infancia y adolescencia de papá, y de los abuelos y de los tíos. Papá asiente y confunde lugares, nombres, calles y profesiones. Mamá lo corrige, y él cae en la cuenta de que se está viniendo un poco viejo.
“Tendría, no sé, pero menos de treinta metros de largo no, el terreno digo. Al costado era toda una galería, le habían puesto faroles y toldos que se podían correr. Y la casa era una casa chorizo… una habitación, otra habitación, otra más, un tallercito, el living, el comedor, y una cocina gigante, que era lo ultimo de la casa, ahí terminaba la construcción, después tenía un parque. ¿Y tenía un subsuelo no?”
Papá la corrige, rápido, y se ríen varios minutos. “Subsuelo no. Sótano tenía.” Yo lo miro fijo, para que sepa que yo sé que no está viniendo tan viejo, y todavía le quedan cosas en la memoria. “A lo largo de casi toda la casa tenía sótano. Le habían cambiado los pisos, que estaban hechos pelota, por unos de madera nuevos”.
Cuando doblamos papá pregunta si es la primera o la segunda. Le respondo yo, con rapidez, porque ahora es algo así como mi barrio, entonces un poco lo voy conociendo (un poco y de a poco). Pasamos por el complejo de cine y a mamá se le cae la mandíbula y los ojos se le abren como nunca (de verdad, como nunca, porque es paraguaya, y tiene, como todos los paraguayos, los ojos achinados). “Acá es donde venimos al cine”. “Acá trabajaba tu abuelo”. A mi me recorre un escalofrío enorme por todo el cuerpo, pero no sé bien por qué: al fin y al cabo no tengo grandes recuerdos de mi abuelo, sólo que era parecido a Perón, que era sumamente peronista, y que tomaba como si fuera a acabarse el mundo todo el tiempo.
Seguimos por la calle y aminoramos la marcha, se escuchan algunos bocinazos de domingueros paseadores, pero no nos importa. Mamá y papá estiran sus respectivos cogotes tratando de ver qué hay dónde estaba antes la casa. Señalan un edificio bajito, y dicen sí, claro, obvio, era ahí, pusieron un edificio. Frenamos a un costado y nos quedamos mirando el edificio. Pero por una de esas putas casualidades de la vida, mamá gira el cuello y la ve. “Es esa”, nos dice. “Ahí está tu casa”.
La miramos unos segundos en silencio (andá a saber en qué estaría pensando cada uno: yo pensaba que me hubiera encantado conocerla), y emprendemos marcha. Se está haciendo de noche, ellos tienen que ir al grupo y a mi me espera una hoja en blanco donde trataré de no olvidarme de esa casa.
La casa es hermosa. Todavía suspiro cuando pienso en ella.
Mamá responde con monosílabos mientras te pasa un mate lleno de café y edulcorante (que en cualquier circunstancia parecería apestoso, pero mamá te los da con tanto cariño que se vuelven deliciosos). Responde, decía, con monosílabos y respuestas claras y concisas del tipo sí, no, claro, eso, más o menos. Pero lo hace porque responde al mismo tiempo que va chequeando dentro de su cabeza algunos otros datos que después harán que la respuesta clara y concisa se convierta en un relato minucioso y extenso que empieza por la casa de Belgrano a la que se fueron después de Florida y termina vaya a saber dónde.
Pero mamá no habla de ella ni de sus padres ni de su familia. Habla de la infancia y adolescencia de papá, y de los abuelos y de los tíos. Papá asiente y confunde lugares, nombres, calles y profesiones. Mamá lo corrige, y él cae en la cuenta de que se está viniendo un poco viejo.
“Tendría, no sé, pero menos de treinta metros de largo no, el terreno digo. Al costado era toda una galería, le habían puesto faroles y toldos que se podían correr. Y la casa era una casa chorizo… una habitación, otra habitación, otra más, un tallercito, el living, el comedor, y una cocina gigante, que era lo ultimo de la casa, ahí terminaba la construcción, después tenía un parque. ¿Y tenía un subsuelo no?”
Papá la corrige, rápido, y se ríen varios minutos. “Subsuelo no. Sótano tenía.” Yo lo miro fijo, para que sepa que yo sé que no está viniendo tan viejo, y todavía le quedan cosas en la memoria. “A lo largo de casi toda la casa tenía sótano. Le habían cambiado los pisos, que estaban hechos pelota, por unos de madera nuevos”.
Cuando doblamos papá pregunta si es la primera o la segunda. Le respondo yo, con rapidez, porque ahora es algo así como mi barrio, entonces un poco lo voy conociendo (un poco y de a poco). Pasamos por el complejo de cine y a mamá se le cae la mandíbula y los ojos se le abren como nunca (de verdad, como nunca, porque es paraguaya, y tiene, como todos los paraguayos, los ojos achinados). “Acá es donde venimos al cine”. “Acá trabajaba tu abuelo”. A mi me recorre un escalofrío enorme por todo el cuerpo, pero no sé bien por qué: al fin y al cabo no tengo grandes recuerdos de mi abuelo, sólo que era parecido a Perón, que era sumamente peronista, y que tomaba como si fuera a acabarse el mundo todo el tiempo.
Seguimos por la calle y aminoramos la marcha, se escuchan algunos bocinazos de domingueros paseadores, pero no nos importa. Mamá y papá estiran sus respectivos cogotes tratando de ver qué hay dónde estaba antes la casa. Señalan un edificio bajito, y dicen sí, claro, obvio, era ahí, pusieron un edificio. Frenamos a un costado y nos quedamos mirando el edificio. Pero por una de esas putas casualidades de la vida, mamá gira el cuello y la ve. “Es esa”, nos dice. “Ahí está tu casa”.
La miramos unos segundos en silencio (andá a saber en qué estaría pensando cada uno: yo pensaba que me hubiera encantado conocerla), y emprendemos marcha. Se está haciendo de noche, ellos tienen que ir al grupo y a mi me espera una hoja en blanco donde trataré de no olvidarme de esa casa.
La casa es hermosa. Todavía suspiro cuando pienso en ella.
1 comentario:
Me encantan las casas chorizo. Con mi novio quisieramos comprarnos una viejita y hecha bolsa para reciclarla. Total, soñar no cuesta nada...
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