Apenas entro al recinto de las piletas en Rudas Baths, el Gyógyfürdő -hoy es el único día de la semana que pueden ingresar las mujeres, además del fin de semana, que es mixto- recibo dos golpes contundentes: un leve olor a podrido y muchas mujeres desnudas caminando lentamente de una pileta hacia la otra. La visión -mujeres desnudas caminando entre piletas y sumergiéndose lentamente en ellas- parece casi erótica, somo si fueran sirenas a las que sólo les falta cantar pero lamentablemente la naturaleza ha sido impiadosa con la mayoría de ellas: gordas, fofas, viejas, flacas convertidas en papiros.
Supero rápidamente el leve olor nauseabundo y las mujeres desnudas porque el lugar se lleva toda mi atención: una pileta central con otras cuatro a los costados, una construcción de mediados del S XVI de piedra despareja y rugosa con columnas alrededor de la pileta central, con asientos empotrados alrededor de todo el lugar, una bacha con una canilla de la que nunca deja de caer agua. Un rato más tarde me acercaré con intriga y comprobaré que ese agua que todas las mujeres toman está casi hirviendo.
Estoy en bikini aunque me arrepiento de no estar desnuda: acá es la que va. Camino por el lugar tratando de adivinar qué se hace primero, si hay algún orden lógico o es pura intuición. No logro entenderlo así que me meto en la pileta del medio. El agua está caliente pero no quema. El techo es una cúpula con decenas de aperturas de colores por donde entra la luz del sol y los colores se reflejan en el agua. Las más místicas se paran debajo de alguno de los rayos y absorben esa luz que parece tan celestial.
En la pileta las mujeres que están en grupo hablan entre ellas –adivino que son turistas- y las otras –las locales- se mueven como si conocieran cada rincón de memoria. Se nota que tienen estudiado y armado los recorridos y ejercicios a hacer en cada pileta. Ellas, las locales, son las más primitivas: gritan si se están quemando, se posan debajo de un chorro de agua helada y aguantan eso que más que masaje es un golpe, ocupan un tercio de cada pileta con sus cuerpos interminables, se pasean ventilando toda su humanidad, se sientan abiertas de piernas, se tiran casi de cabeza al agua.
Las turistas somos más evidentes. Dos o tres parejas de orientales, un grupo de lesbianas que se mueve en masa de una a otra pileta, algunas alemanas, unas musulmanas en traje de baño (posiblemente sea la única vez que las vea así), una negra hermosa y altísima a la que es imposible dejar de mirar y yo. A mi nadie me mira. A diferencia de lo que me contó Juan, el día exclusivo para mujeres se vive de otra forma: es la peluquería. Las mujeres vienen acá a olvidarse del resto de sus vidas y por sus caras y sus cuerpos adivino que tienen mucho de vida encima: maridos, hijos, familia, algunas una carrera, otras la carrera de ama de casa.
Pero todas –turistas y locales- compartimos la lentitud del movimiento y la pesadez del cuerpo que contrariamente a la lógica -el cuerpo pesa menos en el agua-, el peso extra del calor lo hace más pesado. Somos masas moviéndonos despacio, caminando alrededor de la pileta, acariciando con las manos el agua, arrastrando los pies, caminando como zombies, dejándonos llevar.
Sobre la piel se forma una película de burbujitas: me divierto pasando las manos por mis brazos y piernas y viendo cómo se desprenden y suben a la superficie.
Una mujer se sumerge hasta el fondo de la pileta y se queda ahí reposando y cuando sale está colorada. Inspira fuerte y ruidosamente como si quisiera refrescar todo lo que tiene caliente y no sé si lo logra pero enseguida se vuelve a sumergir. Yo me siento en posición de indio y cierro los ojos. En cualquier otra situación me sentiría una pelotuda pero acá el cuerpo se siente de otro modo y quedarse quieto sintiendo el agua parece ser la única opción. Después camino por la pileta, miro la cúpula, me hipnotizan las lucecitas, me pregunto cuántos se habrán bañado acá.
Las piletas de alrededor están en las cuatro esquinas, sus temperaturas son de veintiocho, treinta, treinta y tres y cuarenta y dos grados. Nunca supe qué temperatura tenía la central así que me planifico meterme gradualmente en las otras pensando que la central era la más fría pero me llevo una sorpresa: la de veintiocho grados es bastante más fría que la central y casi no aguanto. Paso por las demás como preparación para la última, la de cuarenta y dos, la que sé que sí o sí algo tiene que quemar.
Apoyo un pie en el primer escalón y siento un calor punzante y profundo que sube por toda la pierna. Espero.
Bajo otro escalón, los pies ya están acostumbrados pero cada centímetro nuevo de piel que entra en contacto con ese agua tan caliente es un nuevo escalofrío, doloroso y placentero al mismo tiempo. Me siento en ese segundo escalón y con las manos me echo agua sobre los hombros y bajo otro escalón más.
Ya está. Ya estoy adentro.
En la pileta hay una físicoculturista muy flaca, con todos los músculos marcados. Es mi personaje preferido: en cada pileta hace una rutina de ejercicios, después sale, se hidrata, vuelve a empezar.
Siento un cosquilleo en los pies y en cada movimiento que hago siento que peso un poco menos: tal vez me esté desintegrando. Salgo del agua y me cubro los hombros con el lienzo que me dieron en la entrada. Tengo mucho frío. Todo me parece frío.
Vuelvo a caminar un poco, me mojo la cara con algún agua caliente de todas las que hay para elegir. Trago un poco para ver si es salada, si tiene cloro. Es lo más neutro que probé en toda mi vida, diferente a cualquier agua que haya probado y eso que para mi el agua es agua y nunca puede ser diferente. Es el sabor del sinsabor, sorpresivamente rico.
Me asomo al sauna. Desde las piletas estuve viendo el vapor que sale de ahí y las mujeres, estoicas, entrando, para salir un rato después coloradas, a punto de explotar. Camino hasta el lugar y me quedo en la antesala pensando si entro o no. En la antesala hay una ducha y una cubeta de madera que, después de un rato, descubro que es agua helada para las que salen del calor.
El vapor que se siente en esa antesala ya se siente intenso, es una mezcla de incienso y canela, un sabor que ahora, después de varias horas de haber salido, sigo sintiéndome en el pelo y, si me concentro, en el fondo de la garganta.
Finalmente entro. Me siento sobre mi lienzo y espero. La sensación es extraña: el vapor se convierte en una pared pesada que cuesta atravesar con la mirada pero también con las manos, con el cuerpo. Al lado mio hay un mamut inmenso que de a ratos se manguerea los pies.
Es imposible escaparse de ese calor. Si uno inspira, inspira un aire caliente que quema la lengua. Si uno se abanica con las manos el aire que recibe es aun más caliente, si uno se sopla las manos, las manos arden. Hay que quedarse sentado y quieto y respirar ese aroma tan perfecto como irreconocible.
No siento la humedad. El vapor me seca la piel y se estira, al mismo tiempo que siento que el vapor que ingresa por mi boca o mi nariz está expandiendo algo adentro mio. Apoyo la espalda sobre el respaldo de madera y doy un mini saltito porque la madera quema más que el vapor. Enseguida vuelvo a apoyar la espalda: acá, en este lugar –en el sauna y las piletas- hay una fuerza que invita a correr el límite corporal un poco más, siempre puede doler un poco más.
Salgo y me tiro el baldazo se agua helada correspondiente: el cuerpo baja la temperatura repentinamente pero todavía siento el ardor adentro mio, en la boca y en todo lo demás.
Habiendo estado en todas las piletas empiezo a rotar y paso de una a otra y no quiero que esto se termine jamás. Miro a las mujeres relajadas en la pileta, en el sauna, en la sala de descanso a la que ya no llego a entrar. Encuentro la pileta más fría de todas, un poco alejada de las demás, trece grados de temperatura. Sólo doy dos pasos y siento algo tan hostil que me voy por donde entré. No sé cómo despedirme del lugar así que estoy de a cinco minutos en cada pileta y termino en la central, donde empecé, dejando que la luz de la cúpula me bañe, tomo aire y me sumerjo en el agua caliente por última vez, tengo el cuerpo liviano, la piel de bebé y la cabeza en otro planeta.
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