jueves, 19 de junio de 2014

El tenis de Bucarest

Es sábado y Simona Halep juega contra Sharapova.
El partido se ve en cada bar de Bucarest sea cual sea su estilo.
La gente lo mira expectante.
Fuman, toman cerveza, están en grupos.
Gritan de alegría cuando algo sale bien.
Se hunden en profundos silencios cuando se está por definir un punto, un set, el partido.

Camino a través de esos bares envidiando una vez más la pasión que tiene la gente por el deporte. Busco un bar que me recomendaron. Está cerrado (y para siempre). Sigo y salgo un poco del centro. Me encuentro con un edificio circular con un nombre que me hace un poco de gracia: Tehnoimport. A unas cuadras del edificio, entre gitanos que se gritan y rumanos coquetos que están por entrar a un casamiento en alguna iglesia ortodoxa, una feria. Es un edificio antiquísimo, las arañas están reformadas y ahora tienen tubos fluorescentes y venden desde dulces hasta cuadros pintados ahí mismo, por unas grises estudiantes de arte que se sienten bohemias y se mueven como tales. Hay cositas viejas y comerciantes que parecieran no estar interesados en vender, están sentados en el fondo de su puesto, se miran las uñas sucias, charlan entre ellos, se ríen, entrecierran los ojos. Pero nunca preguntan si uno necesita algo. Está bueno.





Termino fumando narghile –nunca lo había hecho- en una galería techada en la que se ofrece eso y algunas tortas y nada más. Me siento y dejo que pase el tiempo mientras tomo una coca y siento cómo se mezcla con el sabor del coco (que más que coco es un simpático gusto que no puede identificarse con “algo” en particular).




Vuelvo caminando a casa metiéndome en todas las cuadras que puedo. Encuentro bares escondidos, rumanos durmiendo en la calle, la casa de Mircea Elliade, un concierto de ese jazz edulcorado que hace versiones de temas populares, canto y bailo “Será porque te amo”, perros callejeros que lejos de reforzar la teoría de los locos y asesinos perros rumanos son simplemente unos bichos lastimosos y mayormente enfermos, que se paran al lado de uno para recibir un cariño aunque con la piel casi podrida son muy pocos los que se atreven. También me cruzo con otro recital que está terminando. Canta una chica y lo que hace me recuerda al final de Only lovers left alive de Jarmusch y me emociono un poco: Bucarest se me hace cuesta arriba pero tiene estos momentos.

Me cruzo con la plaza de la revolución y su “papa”, un obelisco que tiene clavado en la punta un algo que se parece a una papa y de ahí el sobrenombre. Ahí Ceasescu dio su último discurso minutos antes de ser derrocado cerca de la navidad de 1989. Me cruzo también con la estatua de un emperador con un lobo con una quinta pata o una segunda cola y pienso que los rumanos están de la cabeza y me caen bárbaro. Me cruzo, por último, con un monolito de Bucarest Km 0 y con un memorial a un cantante que más tarde buscaré en Internet y veré que cantaba espantoso: Cristian Paturca.





Llegando a casa pasamos por un bar. Los rumanos están en silencio. Tragan grandes bocanadas de humo y toman largos tragos de cerveza. Simona Halep perdió.

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