Todavía no entiendo el papel que juega hoy entre los rumanos la figura de Ceausescu y voy hasta su tumba para encontrar alguna respuesta.
En el colectivo siento que empezamos a salir de la ciudad cuando los edificios se van espaciando y la luz es cada vez más clara. Todavía hay mugre pero es la mugre del despojo, la que está saliendo de cualquier ciudad. Veo a una vieja con un ramo de flores y le digo a Juan que seguramente ella va al cementerio: como no sabemos dónde bajarnos vamos a seguirla aunque finalmente no es necesario, el cementerio es tan grande como el de Chacarita (esto no es un dato empírico, solamente una sensación) así que lo vemos fácilmente. Queda al oeste de Bucarest y es lo único que vamos a conocer de esa zona.
Hay un regadero de cruces blancas. Casi no veo mausoleos. Todo es modesto y desprolijo. Hay plantas y flores en su punto máximo de floración pero ninguna tumba parece el arreglo floral de una mesa de fiesta de quince. Camino entre las tumbas extasiada sacando fotos y buscando epitafios aunque no los encuentro. Solamente los nombres y las fechas, a veces tantos nombres en una misma cruz que me pregunto cómo es que están todos enterrados juntos y por qué. Lo que estoy buscando es la tumba de Nicolae y Elena. Están acá desde que los fusilaron en la navidad de 1989, poniendo punto final a un período socialista de más de veinte años. Hace algunos días vi un video con algunos fragmentos del último discurso que dio Ceausescu el día que lo derrocaron, cuando lo enjuiciaron, cuando lo estaban llevando junto a su mujer para fusilarlos y cuando los fusilaron. No sé qué respuesta espero encontrar en esa tumba pero me intriga saber cómo está. ¿Abandonada? ¿Con flores? ¿Cuidada o descuidada? ¿Profanada?
Camino leyendo los nombres y muchos se me confunden y varias veces pienso que la encontré pero no. Me cruzo con dos pibes cavando un pozo. Están transpirados, hoy la temperatura es de más de treinta grados, y en cada gota de sudor hay tierra. Me miran mientras paso y yo les devuelvo una mirada tímida, no sé si sonreirles o salir corriendo. Hay un nenito en cueros entre las tumbas.
Uno de los cuidadores viene hablando por teléfono. Es un rumano morocho y enorme que solamente dice “Ceasescu” y hace una seña. Lo sigo. Que hable por teléfono elimina cualquier silencio incómodo. Después de caminar un largo minuto señala con la cabeza y la veo. Es un rectángulo de mármol rojo, a los costados tiene dos floreros con banderas rumanas y flores recién puestas, está impecable, no tiene cruz.
“No tiene cruz” le digo a Juan sorprendida, pensando que ahí está la respuesta a mi pregunta inicial: en un país con tantos creyentes y en un cementerio plagado de grandes cruces, la de Nicolae y Elena no tiene cruz. Unos minutos más tarde descubriré una pequeña crucecita en la parte trasera y retrocederé en el camino de entender qué es hoy Ceasescu para los rumanos. Miro un rato la tumba. No sé qué miro tanto pero la miro. Leo los nombres y las fechas una y otra vez tratando de encontrar alguna cosa nueva pero no: la tumba es prolija (mucho más de las que están alrededor), está cuidada, impecable, inmaculada.
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Atravesamos la ciudad de oeste a este para ir al Carol Park. El recorrido sigue teniendo paisajes inhóspitos: corralones, terrenos abandonados, edificios hechos escombros, mansiones, monoblocks.
El mayor atractivo del parque es un mausoleo donde hasta 1991 estaban los líderes del movimiento comunista que fueron trasladados a otros cementerios y se reemplazaron por los restos de los soldados caídos en la primera guerra mundial. Alrededor hay un lago donde la gente se baña, árboles, juegos de plaza, chicos en bicicleta.
Mientras estábamos tirados en el pasto leyendo llegaron dos pibes con sus perros con correas. Me impresionó que uno de los perros tironeaba de su dueño, un chabón enorme que tenía que hacer mucho esfuerzo para no soltar al animal. El perro tironeaba para el lado del lago donde estaban los patos y Juan me dijo “Se quiere comer uno”.
Cuando llegaron a la orilla el pibe soltó al perro y el perro salió corriendo y no lo vimos más. Después de unos segundos escuchamos gritos. Una señora melodrámatica le decía cosas al dueño del perro, que volvía con el perro atado hacia donde estábamos nosotros, y se adivinaba por el tono de la mujer que ella lo estaba persiguiendo y que a él no le importaba. Ese desinterés del pibe hizo que los gritos mermaran y cuando se callaron del todo el pibe se arrodilló al lado de su perro, y mientras le mordía la oreja y el perro lloraba, le decía algo entre dientes y cuando terminaba una oración le daba una piña en la cabeza y el animal seguía llorando. Juan miraba fijamente y yo de reojo porque me parecía que si el pibe nos veía tan atentos podía venir a mordernos a nosotros. Después de algunas piñas más y llantos del perro, se fueron. Nosotros también.
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Terminamos la tarde en Gradina Verona, un bar que queda en el otro extremo (de la ciudad y de la mentalidad) del parque. Atrás de una librería, cerca del Ateneo Rumano, está el barcito con telas blancas en los techos, enredaderas, jazmines del aire y mucha gente cool. Fue la primera vez que vi hipsters y cancheros en cantidad en esta ciudad. Tomamos lo que suele servirse en ese tipo de lugares y a esa clase de público que demasiado fácilmente comparamos con palermitanos: limonadas con mango y con jengibre. Leímos un rato ahí, tranquilos, mientras caía la noche.
2 comentarios:
Extraño tu visión de las cosas. Hay algún lado donde pueda visitarte?
La tumba no tiene Cruz...debido al ateismo de los Ceausescu
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