Nos queda tiempo y entusiasmo por la cuestión termal de la ciudad así que aunque ya no deberíamos seguir gastando, terminamos pagando casi veinte dólares para entrar a los baños termales del Parque de la Ciudad.
El Szchénézy Fürdo se fundaron en 1913 y desde entonces se llena de húngaros y turistas ávidos de convertirse en amebas que rotan de una pileta de una temperatura a otra pileta de otra temperatura al sauna o al sol.
Hay tres piletas afuera, una de natación (a la que no puede ingresarse sin gorra, así que no entré), una de 33 grados con un remolino en el medio muy divertido (te dejás llevar) y unos asientos en los que te sentás y salen burbujas que te recorren desde la cola hasta la superficie del agua; y una última de 36 grados y chorros masajeadores donde uno va a sentir ese calor y aflojar el cuerpo.
Adentro perdí la cuenta pero hay más de diez piscinas medicinales de diferentes temperaturas además de varios saunas, piletas con corrientes para hacer ejercicio y reposeras y asientos donde sentarse a descansar de tanto descanso. Me meto en todas las piletas salvo en las más frías. Me meto en todos los saunas aunque en el de 80 a 100 grados no aguanto más de treinta segundos.
A diferencia de Rudas Baths, estos baños están cubiertos con azulejos y por eso los españoles con los que compartimos departamento nos habían dicho “parece un hospital”. Yo no lo vi nada parecido a un hospital salvo por lo de los azulejos y por una clase de rehabilitación en el agua que estaba dando una chica sin nada de ganas a unos tipos que no podían coordinar dos pasos debajo del agua.
Hay familias enteras rotando entre piletas, hay un viejo que rezonga interiormente porque quiere relajarse y unos nenes no paran de gritar y salpicarse entre ellos. Hay un gordo grandísimo con una sunga muy chiquita y dos piercing argollas en los pezones que está solo en una pileta de treinta grados mirando todo de reojo y que cuando viene la pileta donde estamos nosotros lo demás lo miramos sin disimulo y yo estoy convencida de que al gordo le gusta mucho ser mirado.
En todos los saunas hay un experto: corre el cubículo con carbón más o menos para su lado, sabe en qué posición ponerse, sabe cuánto tiempo aguanta y siempre que sale del calor extremo se mete en el agua helada sin dudarlo.
La tarde se pasa entre saunas y piletas y entre saber si acá ya nos metimos o todavía no entonces por las dudas entremos. El lugar es muy luminoso y aunque a los españoles les haya parecido un hospital, a mi me da la sensación de estar en un lugar seguro donde no puede pasarme nada.
Cuando estamos por salir encontramos la pileta de 40 grados, a la que no habíamos entrado. Tenemos los dedos arrugados de tanta agua caliente, la piel nos pica un poco, pero no podemos dejarla pasar. Así que entramos, el cuerpo está tan caliente por dentro que el impacto casi no se siente. Al lado hay otra pileta, de 20 grados, Juan me dice que debería salir de la caliente y meterme en la fría. Le digo que no me animo pero después de treinta segundos le digo “¿Lo hago?” y él me mira y no me dice nada pero sé que está pensando que no lo voy a hacer y yo salgo del agua caliente y camino al agua fría pensando lo mismo, que no lo voy a hacer. Meto un pie y siento una fuerza que me empuja desde el interior, tal vez sea el calor al que sometí a mi cuerpo toda la tarde y que me pide por favor que pare o tal vez es el orgullo que me pide que una vez gane un desafío. Bajo los escalones sin pensarlo y me zambullo por completo en el agua helada. Salgo dando una bocanada de aire, un poco mareada por el frío y con el cuerpo anestesiado.
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