lunes, 9 de junio de 2014

Budapest. Memento Park

Subte. Otro subte. Colectivo.
La distancia más larga que hicimos desde que llegamos a la ciudad.
 
 
 
Cuarenta y cinco minutos para llegar a Memento Park, algo que no resultó como esperábamos pero que igual nos dejó maravillados.
 
La expectativa: un parque enorme en el que están dispersas las estatuas del comunismo en Hungría.
La realidad: un museo al aire libre que se ve por completo dando una vuelta sobre uno mismo. Las estatuas, espectaculares.
 
Me recibe una estatua de Lenin y una cubista de Marx y Engels y una réplica de la plaza donde se hicieron las revueltas en Hungría con una réplica, también, de las botas de la estatua de Stalin que quedaron en el lugar después de que el pueblo tirara la estatua.
 

 
 
Adentro: todos los monumentos del comunismo que Hungría muy hábilmente decidió no destruir (como sí lo hizo por ejemplo Praga con la estatua de Stalin que reemplazó con el metrónomo gigante) y trasladó a un parque alejado para que el lugar se convirtiera en fuente de memoria para las generaciones por venir.
 
 

 
Hay estatuas de todo tipo pero la mayoría tiene la fuerza épica del comunismo: mártires, luchadores, trabajadores, héroes. Todos los personajes miran al cielo y los que saludan al público lo hacen como un dios o como un padre en el que se puede confiar ciegamente. Los que no miran al cielo miran al frente. Nadie, ni siquiera la imponente estatua del mártir cayendo, tiene la mirada hacia abajo. La dignidad es lo último que se pierde.
 
 


 
Todos los cuerpos de todas las estatuas son musculosos a excepción de las mujeres. Todos los cuerpos tienen una fuerza sobrenatural que los impulsa hacia delante y de la que no pueden –ni quieren- escaparse. Sus cuerpos se ofrecen para nosotros. 
 


 

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