Para llegar al barrio del castillo: caminando, si tenés energía, en el funicular si querés gastar una platita extra (se toma del lado de Buda, justo cuando termina el Chain Bridge) o en el colectivo 16 si estás para un viaje algo austero como el mio.
En el barrio del castillo:
-Alejarse del castillo.
-Alejarse de la catedral St. Mátyás.
-Caminar (por los alrededores y en descenso, igual que en el Sagrado Corazón de París).
El barrio del castillo queda en lo alto de la parte de la ciudad llamada Buda. El castillo, la catedral y el bastión de los pescadores son las tres cosas más llamativas del barrio pero también las que están más llenas de: gente, negocios de souvenirs, restoranes caros. Pero con sólo moverse cinco minutos o con ir a la parte de atrás del castillo la movida cambia por completo: las callecitas en subida y bajada y el cono del silencio en el que uno parece haber aparecido mágicamente le dan a todo una atmósfera de película indie: sos vos solo caminando o sos vos con quien estés y en ese microclima no hay nadie más.
Lo otro, el castillo, la catedral y el bastión son esas inmensidades que te dejan sin aliento por unos segundos y con una sensación de pequeñez absoluta. Es como la sorpresa y el suspenso. Esos segundos son muy intensos, la extravagancia del lugar parece venirse encima de uno y aplastarlo o por lo menos así me pasa a mí. Me acelero, me da vértigo, me quiero ir. Pero al ratito se me pasa.
La visita al barrio del castillo se nos hace corta. Damos vueltas y vueltas y siempre terminamos encontrándonos con la imponente catedral o los fieros leones en bronce desgastado o los monstruosos policías. Presenciamos un cambio de guardia con tamborcitos y coreo de bayonetas y le pregunto a Juan: ¿Esto para vos es un cambio de guardia de verdad o es tipo espectáculo para los turistas? No me contesta. Insisto. ¿Para vos están trabajando o no? Juan dice Si vienen y hacen lo que tienen que hacer y les pagan entonces están trabajando. O sea que no me contesta.
Hay que visitar el barrio del castillo, hay que visitar el castillo, la catedral y el bastión. Eso no se discute. Por todo lo que digo pareciera que los estoy despreciando pero no: la sensación de ver eso tan de cerca, de poder tocarlo si se quiere y de tener la posibilidad de caminar pensando que se pertenece a la realeza del imperio austrohúngaro es algo que no se da todos los días. Es divertido, además, ver cómo se comportan los otros turistas y es lindo ver cómo se comporta uno, sacándole fotos a cualquier gansada que después nadie va a apreciar, ni siquiera uno mismo. Hay que permitirse engancharse en la pavada.
Cuando empezamos a bajar para ir al barrio que está ahí nomás, Viziváros, miramos algunos departamentos –todos perfectamente destruidos pero también perfectamente mantenidos- nos preguntamos cómo será vivir acá, rodeado de este castillo, con tanta gente alrededor que está sólo de paso, pero nos distraemos porque en una escalera hay una pareja de novios sacándose unas fotos, vestidos de gala, supongo que para el álbum que se arma antes de la fiesta, ese que es un tipo book donde los novios salen perfectos y sonrientes, retratando el amor que ahora parece infinito pero tal vez en cinco años sea un cuento de terror y misterio o, peor, desaparezca para siempre. Mientras ellos se sacan fotos un acordeonista toca un valsecito y yo trato de apurarme con la cámara para poder tomar todo. No lo logro y casi me caigo en el intento.
De Viziváros terminamos viendo muy poco porque, como ya nos pasó el año pasado, llegamos a Europa en época de reformas, cuando las ciudades se van acicalando para el punto más alto de la temporada de turismo veraniego. Los que venimos ahora cuando los precios todavía no explotaron tenemos que ver catedrales cubiertas con una tela, calles cortadas o estatuas desarmadas. Tiene su encanto, el encanto de lo oculto.
Vimos: calles con escaleras, edificios bajos con balcones decorados con flores de estación y guirnaldas de papel, silencio, negocios cerrados (una peluquería, un restorán, otro, un mercadito, todo cerrado como si la ciudad hubiera empezado a quebrar de a poco). Llegamos al río, exactamente al Erzsébet híd (Puente Elisabeth). Se suponía que en la orilla del río a esa altura se juntaban los artistas y los pescadores, cada uno haciendo la suya. Pero cuando llegamos había un triste pescador con un balde vacío y ni un pintor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario