De nuevo en el auto de José pero esta vez con la promesa de tener un día de playa como si estuviéramos en Mar del Plata la segunda de enero: llegar, sentarse, sol, mar, mate, casa y así empezó: fuimos a Cala Mesquida, un playa cerca del pueblo donde dormíamos, la primera playa inmensa que veo desde que estoy en la isla. También los primeros balnearios puros y duros: alquiler de sombrillas, alquiler de barquitos, puesto de licuados. De ahí teníamos que caminar a la playa de al lado, Cala Torta, una playita menos concurrida a la que se podía acceder solamente a pie.
Pedimos directivas a uno de los pibes de las sombrillas (argentino, claro) y nos dijo: "sigan aquel caminito de madera que los va a llevar hasta dos miradores, de ahí tienen que ir siguiendo los hitos y van a llegar a la playa". Perfecto. Caminamos, admiramos el Mediterráneo desde el mirador, es tan inmenso como cualquier mar pero además tiene un color perfecto, a veces turquesa intenso y en las partes con algas verde oscuro.
Acá todavía no me había enterado lo mucho que había que caminar |
Miré para un lado y para el otro pero no entendí: solamente veía montañas. Le pregunté a Juan para qué lado teníamos que caminar y me indicó un vago camino con el brazo diciendo "Allá" y dije "No, yo allá no voy". Allá era la montaña, allá era un camino desdibujado entre piedras y pedazos de pasto.
A mí no me interesa la naturaleza. Yo soy muy feliz en las ciudades. Por momentos me encantaría ser de otra forma, pero a mi no me interesa la naturaleza. No me interesa escalar ni andar por bosques o selvas ni acampar, menos que menos meterme en cualquier agua salvaje: a mi dame una pileta llena de cloro y con un fondo de cemento. A mi no me interesa la naturaleza: los paisajes me cansan rápido, casi todo me da miedo. No me interesa ensuciarme, explorar, aventurarme. Y por todo eso, lo único (o casi lo único) que me interesa de la naturaleza son las playas: un lugar en el cual sentarse y no hacer nada. Y acá Juan quería hacerme CRUZAR UNA MONTAÑA para llegar a una playa, no sé en qué estaba pensando cuando me lo propuso y no sé en qué estaba pensando yo cuando terminé aceptando el plan (un poco la promesa de una playa paradisíaca, alejada y a la que solamente se puede acceder por ese camino le ganó a toda mi fobia al afuera). Cruzamos la montañita siguiendo los hitos y en algunos tramos terminé caminando en cuatro patas porque sentía que así iba más segura. Cuando ya habíamos caminado veinte minutos me di cuenta que estaba jugadísima: moría por volverme pero para un lado y para el otro había montañas y tampoco estoy tan demente como para caminar sola por ese lugar. Tenía un mal humor inmenso y con Juan casi no nos hablábamos (el insistía en que yo no había prestado atención a todas las explicaciones que me dieron sobre el lugar donde estábamos yendo porque sino tendría que saber perfectamente que había que caminar un montón por la montaña y yo le decía que jamás nadie me había dicho eso y que en ese momento lo odiaba profundamente). Cuando ya pasaban los cuarenta minutos de caminata nos cruzamos con dos chicas que supongo que estarían viniendo de la playa pero nadie le preguntó nada a ninguno y ni siquiera nos saludamos por cortesía. Unos pasos más adelante (pasos, metros, cuadras, no sé) una pareja de hippies estaba mirando la inmensidad del mar. Juan les preguntó si faltaba mucho para Cala Torta y dijeron que no, que estaba pasando un último pedacito de montaña.
Camino a Cala Torta |
Cuando llegamos a Cala Torta vimos una decena de autos estacionados. Sin palabras.
Hice topless de verdad. Caminé en tetas por la playa, primero tímidamente y después como si lo hubiera hecho toda la vida. Juan se metió a hacer snorkel (su nueva obsesión) y yo lo miré, en tetas, desde la orilla. Después caminé por unas piedras, me acosté boca arriba, y después boca abajo y me sentí boludamente libre. O libremente boluda.
Para volver ni loca volvía a escalar la montaña así que pregunté en el bar de la playa (sí, había bar, había gente, había autos: era la civilización escondida detrás de las pretensiones bucólicas de autosuperación) y me indicaron cómo llegar a través de un bosquecito a la carretera: tenía que entrar por unos arbolitos y seguir el camino de los puntos rojos marcados en los árboles. Me sentí medio en Hansel y Gretel pero sin los dulces. Cuando llegamos a la carretera empezamos a caminar y a los pocos metros nos dimos cuenta de que estábamos haciendo cualquiera así que Juan hizo dedo y el primer auto paró: una pareja de alemanes que nos llevaron hasta Cala Mesquida, el punto de comienzo donde habíamos dejado el auto. El tipo manejaba rapidísimo y frenaba de golpe en cada curva y la mujer se reía finito como una hiena de cualquier cosa: un ciclista, un caballo, una montaña, un casi choque.
2 comentarios:
Te felicito: a mí me costó un verano entero sacarme el corpiño de la bikini.
Te envidio: qué lugares divinos! Definitivamente no puedo seguir dilatando ir a ses illes... Yo sí soy naturaleza y me gusta ir a playas perdidas sin reposeras ni chiringuitos despues de caminar media hora por un sendero rocoso. Eso sí, que tengan una sombrita.
JAJAJAJAAJAJAJAJAJAJAJAJAJJAJAJAJA morí con lo de los autos estacionados!
En Brasil atravesamos una montaña para ir a una playa paradisíaca también. En la mitad del camino Pablo exclama: "Uia". Seguimos. Al rato, cuando estabamos en tierra firme, porque para mi todo eso que caminamos de firme no tenía nada, le pregunto: "Qué pasó que exclamaste asi?"-"ah, nada, cruzamos una víbora"
La vuelta la hicimos en barquito.
Igual para mi es divertido, es parte de la aventura de conocer cosas nuevas pero te entiendo mil.
Ah y en un tramo me resbalé, me cai y un poco lloré de la impotencia.
Por más cosas lindas! :)
Besooo
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