Fuimos a pasar la resaca de la noche anterior al Mercado de la Boquería que queda en el Raval (habíamos prometido volver con hambre). Juan se comió unas vieiras y yo un huevo relleno con atún. Tranqui. En la barra del lugar donde comimos había una parejita madrileña que se había venido a pasar el fin de semana acá para ver a Muse. Eran muy simpáticos, estaban viviendo en Toulouse pero su idea es mudarse a Buenos Aires el año que viene. Sí, a Buenos Aires.
Paseamos por todo todo el mercado y compramos una sal de naranja, unos jugos naturales, unas fruta que nunca habíamos probado (y que no tenía sabor a nada), y una cajita con moras que fue lo mejor que me pasó en la mañana.
El día que conté que había ido a Gracia y había estado en la Manzana de la Discordia, una comentarista me corrigió diciendo que estaba confundiendo el Paseo de Gracia (donde está la manzana de la discordia) y el barrio de Gracia. Primero, como corresponde, lo negué, insistí que había conocido Gracia y que era muy bonito pero demasiado cheto. Pero después, buscando, me di cuenta que era cierto: no había conocido el barrio de Gracia. Hicimos, entonces, como hacemos la mayoría de las cosas del viaje: nos fijamos más o menos y partimos.
Nos bajamos en Vallcarca porque nos pareció que a partir de ahí empezaba el barrio pero resultó que era mejor bajarse en Lesseps y después caminar. Equivocándose uno aprende. Caminamos sin saber muy bien a dónde íbamos, llegamos a una placita en la que había un señor que le tiraba una pelota a sus dos perros gemelos, uno de ellos corría a buscarla el otro solamente levantaba un poco la cabeza y le parecía un sinsentido hacer el esfuerzo de correr. Fue una de las pocas placitas pequeñas con pasto que vi en Barcelona y si tuviera que ir de nuevo no sé para dónde arrancar.
Después sí llegamos a la parte más canchera de Gracia. Había muchos negocitos de diseño y ropas, muchos modernos dando vueltas, muy pocos turistas comparando con el Gótico o el Raval. Me metí en todos los negocitos de ropa que pude pero todo me pareció o repetido o lindo y caro y nada me convenció. Lo que sí me pasaba era que habiendo comido solamente el huevito con atún del mediodía sentía un hambre que todo lo que veía lo quería devorar, pero somos tan indecisos que para comprar comida en un lugar damos vueltas y vueltas hasta casi desmayarnos del cansancio y del hambre.
Cuando llegábamos a la Plaza del Sol vimos una parejita comiendo una especie de pita muy finita con algo adentro y como los escuchamos hablando en catalán pensamos que había que seguir los pasos de los locales. Juan les preguntó dónde lo habían comprado y resultaron ser unas piadinas, algo típicamente italiano. Cada una nos salió 4 euros, una caprese y la otra con panceta, cebolla y queso, las dos exquisitas. Nos sentamos a comer en una escalinata de la plaza mirando a la gente hasta que en un momento lo miré a Juan y estaba pálido. Le pregunté si se sentía bien y me dijo que no: se había intoxicado con las vieiras del mediodía.
Volvimos al departamento.
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