por Juan
El sol en Baleares es, como en casi toda isla agreste, de una sola forma: vertical y salvaje. A poco del mediodía salimos caminando con la misión de llegar a una playa alejada de lo que podría llamarse el centro. Eran seis kilómetros, parte subida, parte bajada, siempre por una senda para ciclistas y peatones de cemento, siempre un sol furioso. A los dos, sin demasiado ímpetu, decidimos levantar el pulgar y girar el cuerpo a ver qué pasaba. El tercer auto paró. Un español buena onda que vivía ahí cerca y nos salvó de una caminata interminable. La playa se llama de los pinos, porque acá la playa toca la montaña y la montaña es un monte apretado y verde que de todas formas no frena mucho al sol. El ojo argentino encuentra lo que busca: agua transparente y tetas. No importa que la zona sea familiera, no muy dada al reviente, el topless es una costumbre como el paro o el tapeo. En todas las playas de España se permite el nudismo y como suele suceder, los más desprejuiciados no son los que tienen los mejores cuerpos. Pero eso no le importa a nadie. A metros de nosotros se cambió una mujer de carnes blandas, arrasadas por la celulitis. También había chicas jóvenes que buscaban el sol con los pezones y un alemán en sunga buscando caracoles en la arena con los anteojos puestos y la gracia de un avestruz.
El agua es un plano celeste con manchones
oscuros: posidonia, un alga muy invasiva que va a secarse y largar olor a
podrido a la orilla. El agua está fría y, en zonas, es transparente. No
habíamos llevado snorkel ni antiparras, pero en la primera incursión marina fue
imposible no abrir los ojos. Se vio poco y nada: arena blanquísima, piedras y
algas, muchas algas. El sol se corre pero todavía anda ahí, entre las nubes y
los árboles, y baja muy tarde, como a las 9 y media de la noche.
Entonces nos vamos con José, que viene cansado
de trabajar, de cargar las garrafas para la casa, de una resaca que lo persigue
desde anoche. Hacemos una parada en la casa y salimos a comprar cosas al super,
pero en el medio escuchamos voces. Gente cantando. Nos acercamos a una especie
de academia de dos pisos donde el coro practica. El sonido llega mucho antes y
se expande, una acústica de callecitas encerradas entre paredones antiguos y
caminos circulares, donde a veces las inclinaciones y líneas de las casas
parecen expresionismo cortado por iglesias (a lo mejor esa es una buena
definición de la España profunda: iglesias, callejones torcidos y playas para
negar eso por un ratito y ponerse en pelotas). Pero más allá había un coro de
verdad que, a medida que avanzamos, se confundía y superaba al anterior. Un
contingente de franceses vino a dar un espectáculo en la iglesia inacabada de
Son Servera (se llama iglesia nueva pero me gusta más ese nombre, como la
sinfonía de Schubert). En ese momento ensayaba un coro con orquesta. Como pasa
cuando estás de turista en lugares remotos, cualquier pelotudez te parece un
suceso mágico. Nos quedamos ahí
sentados en sillas de plástico mientras las orquesta tocaba It Was a Very Good
Year y New York, New York, muy a lo world music, como esa versiones edulcoradas
de los Beatles o música celta, toda la música celta del mundo. El suceso
impregna todo el pueblo, por supuesto. Aparece por primera vez un oficial de
policía. Los franceses copan los bares. Los organizadores se felicitan por el
esfuerzo antes de que todo haya empezado. La iglesia no tiene techo ni
terminaciones, pero suena bastante bien, aunque un poco bajo. Arranca a las 9.
Dejamos las cosas del super y volvemos a la
hora señalada. Oscuridad. El cielo negro se recorta detrás de las murallas y
aberturas de la iglesia sin cúpula. Los niños se aburren y se ríen del coro.
Los padres los callan, porque entienden que hay que respetar cualquier forma de
arte, incluso algo que roza el bossa n´beatles. Después un pelado conduce la
orquesta y el coro con algo de la ópera clásica. Sospecho que viene una cosa
populachera y en cualquier momento arremeten con el va pensiero de Nabucco,
pero ni por asomo. El tipo es implacable. Capaz era algo de Monteverdi, puro y
duro. Hasta el final. Yo reconocía que había arranques prometedores y cruces
entre las voces y la orquesta muy buenos, pero me dormía. El cansancio me
convertía en uno de esos niños a los que los padres callaban. Estábamos debajo
de una palmera. Salimos con los aplausos por una calle lateral de adoquines
blanqueados, noche y silencio.
Cenamos unos penne rigati con albahaca, tomate
y ajo, para estar a tono con la cocina española, tomamos unas cervezas mientras
de fondo alguien muy fumado o con una nostalgia retorcida y peligrosa tocaba
Sui Generis, y nos fuimos a dormir. De la calle venían muchos ruidos, algunos
algo insólitos, como dos gallos llamándose a las tres de la mañana o unas
cabras que capaz tenían sexo en algún baldío, o dos alemanes de clase media all
inclusive, borrachos y perdidos, que abrazaron al sol vertical desde el primer
día y tienen señales en cuello y brazos de haberse dado una ducha de agua
hirviendo, hablando a los gritos sobre las posibilidades de una isla.
1 comentario:
son geniales tus relatos, seguinos contando
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