viernes, 29 de abril de 2011
El fin de una etapa
miércoles, 27 de abril de 2011
Casamiento
Llegamos tarde. En la iglesia había arroz tirado en el piso y un silencio tan sofocante que parecía que ahí no se había casado nadie: no se respiraba fiesta. Se respiraban sacerdotes e incienso.
La fiesta quedaba en otro lugar. En el auto, los tres hermanos acicalados (uno de ellos mi novio) y yo, rozábamos el mal humor por haber llegado tarde a la iglesia y sin decirlo le echábamos la culpa al mayor de los hermanos, mi novio (voy a repetir mucho mi novio porque me gusta cómo suena), que tardó veinticinco minutos más que nosotros en hacerse el nudo de la corbata: que más ajustado, que más corto, que más finito, que al final salimos a cualquier hora, pensando que la novia llegaría tarde, pensando que un retraso de una hora y media podía ser normal.
El camino hacia la fiesta se hizo un poco denso, al menos para mi: ese mismo día habíamos viajado quinientos kilómetros, en el kilómetro doscientos cincuenta me había venido, a partir de ese momento tenía un dolor de ovarios demoledor y habíamos llegado tarde a la iglesia. Hay algo de la solemnidad de la entrada de la novia y del novio esperando en el altar que a mi, particularmente, me toca una fibra íntima y lo disfruto. Lo disfruto con dolor, como disfruto esas películas de amor en la que los protagonistas terminan separándose: con lágrimas y dolor y emoción y un montón de sensaciones mariconas e inevitables.
Cuando estábamos llegando al campo, un campo que quedaba lejos, vimos una tela inmensa tapando un cartel de la ruta, esos del estilo “Scioli 2011”, una tela con el nombre de los novios. Se me nubló la vista, se me cristalizaron los ojos, no sé, como que en ese cartel vi tanto amor que por un momento supuse que no iba a tolerarlo. O que no iba a tolerarme.
Por supuesto, llegamos tarde. Había un señor con un acordeón. Muchas señoras arregladas. Muchos jóvenes de tinte alternativo. Muchos otros jóvenes con cámaras de foto. Y de video. Y de super-8. Esas cosas que pasan cuando se casa alguien que se dedica al cine.
El campo tenía fotos colgadas. Flores de papel. Sillones por todos lados. Farolitos. Cosas de película. Cosas que mirás y decís guau. Que mirás y decís esto es un sueño. Que mirás y decís mágico. Fantástico. Un poema. Cosas que emocionan porque sí. Cosas amor. La novia estaba preciosa. El novio estaba precioso. Los saludé, nunca sé cómo saludar a los que se casan, nunca se casó alguien muy cercano a mi, siempre me parece que voy a quedar medio goma. No sé saludar a la gente, no sé felicitarla, dar el pésame me resulta pesadillesco. Saludé como pude, por dentro yo estaba emocionada y llena de alegría, creo que dije felicitaciones. Creo que sonreí. Creo.
El civil fue ahí mismo. En ese campo de película, con un ¿juez? que parecía drogado. Dopado. Que estaba más dormido que despierto. Un señor que, al parecer, era alguien importante, aunque nadie supo explicarme qué tenía de importante ese señor que parecía muerto por dentro, ese señor que parecía inmerso en una profunda depresión y que se encargó de dar algunos lineamientos básicos de un matrimonio de terror: habrá crisis. Habrá problemas. Habrá momentos feos. Habrá discusiones. Y peleas. Y ustedes permanecerán juntos. Escuché eso y en mi cabeza sonó una risa maléfica.
Una vaca entera y un señor gigante que la cocinaba. Le decían el vikingo, al señor grandote. La vaca estaba expuesta ahí, todos la vimos, era gigante de verdad, estaba partida al medio, tipo mariposa, se cocinaba lento, era hermosa de ver, daba un poco de pena saber que el día anterior había estado pastando por ahí, pero la pena desapareció en cuanto me metí el primer bocado en la boca. Las penas son nuestras, las vaquitas son ajenas. No fue el caso. La pena fue de la familia de la vaca, que tuvo que padecer la muerte del ser querido. La vaca fue mia, nuestra, de todos los que estábamos ahí, de todos los que la saboreamos y le dijimos al mozo que sí, que comeríamos un pedacito más. Podría hablar de la vaca que comimos un día entero. Brindemos por la vaca y todas las satisfacciones que la vaquita nos supo conseguir.
Yo estaba esperando un momento en particular. Lo estaba esperando hacía varias semanas: entregarles el regalo. Lo habíamos pensado mucho, los tres hermanos y yo, y habíamos conseguido el mejor regalo del universo. Los tres hermanos propusieron dejar el regalo entre los demás regalos y tuve que emplear toda mi destreza femenina para que eso no ocurriera porque yo necesitaba ver la cara de los novios cuando se enteraran el regalo que les habíamos comprado. El regalo que les entregamos, en realidad, era una foto del regalo concreto, que era demasiado grande y un poco incómodo de trasladar. Ya habíamos hecho todos los arreglos necesarios y el regalo concreto estaba instalado en la casa de los recién casados: un combinado antiguo en perfecto estado y funcionando. Un regalo fuera de la lista de casamiento. Un regalo de verdad. Una sorpresa. Un regalo que podía funcionar de la misma manera que podía resultar un perno absoluto. Llamamos a los novios a la mesa, les entregamos la foto, que tenía una dedicatoria que deliberamos algo así como cuarenta minutos y que escribí yo porque se suponía que mi letra era la mas linda. La novia dijo “¿Esto está en mi casa ahora?”. Sí. Eso estaba en su casa ahora. Y no exagero: sus sonrisas fueron de lo más auténticas, sus agradecimientos de los más felices. La habíamos pegado. Les habíamos dado uno de los mejores regalos que podían recibir.
Después, un casamiento es un casamiento. Hay que comer. Hay que bailar. Hay que brindar. Hay que rellenar las copas. Hay que conversar. Hay que pasarla bien. Bailé. Comí. Brindé. Rellené. Conversé. La pasé bien. No como imperativo. La pasé bien de verdad. La pasé bien hasta que me agarró mal humor. En cualquier evento social yo tengo un momento de mal humor. A veces se genera porque alguien me contestó mal. A veces porque me dejan sola. A veces porque pasan música que no conozco. Y muchas veces, por el drogadicto promedio. La impostura del drogadicto promedio, que aunque no consuma una sustancia se pone pesado por si acaso, porque existe la posibilidad de tomar algo, a mi me rompe soberanamente los ovarios. No sé qué hice cuando tuve el pico de mal humor. Creo que cambié la cara, me puse seria, dije que no me pasaba nada, mi novio (¡!) me preguntó hasta que confesé, y mi novio (¡!) me sacó el mal humor. Mi novio (¡!) siempre me saca el mal humor. Hubo un torneo de ping pong. Yo miré sentada en un pilarcito cómo los demás jugaban y pensé que mejor no iba a jugar, que todos jugaban demasiado bien. Entonces interpreté el papel de mi vida. Así como el drogadicto promedio se pone pesado, el borracho fiestero también. Y yo hice de borracha de la mejor manera que pude: con una copa en la mano, festejé cada vez que mi novio (¡!) le ganó a alguien, grité barbaridades sin sentido para distraer a los jugadores, aplaudí jugadas maestras y también aplaudí jugadas bochornosas. Arengué como suele arengar el borracho fiestero: molestando.
La procesión va por dentro, dicen algunos (¿algunos? ¿quiénes?). No sé si tengo una procesión, pero sí tengo un millón de payasos adentro mio que saltan y bailan, una orquesta con bombos y platillos, un espectáculo de fuegos artificiales que si mirás fijo, si me mirás fijo, te das cuenta que por las orejas me salen cañitas voladoras. Y también tengo problemas grandísimos de comunicación. No sé expresarme. Todo ese circo y alegría que tengo adentro se manifiesta, siempre, en una media sonrisa pobretona. Y todo esto para decir: lamento profundamente no haberme acercado a ver si agarraba el ramo. El espectáculo de las solteras matándose por el ramo me fascina, me encantaría estar ahí, pero algo, ese problema que tengo, no sé ni cómo se llama, no me lo permite. Los payasos me dicen andá, yo me quedo sentada y veo cómo las chicas se agarran de los pelos y luchan como gladiadores para ser la próxima en casarse. Aparte, imaginate si lo agarraba. Qué papelón.
No hubo avioncito (existe una tendencia generalizada en querer ser un casamiento judío y no poder porque se es un casamiento católico: los novios volando por los aires sentados en sillas es reemplazado en cualquier casamiento por los novios volando como avioncitos, levantados por los amigotes de la fiesta. Repito: avioncito). No hubo carnaval carioca. No hubo ese comportamiento de macho de fiesta de casamiento: saltando al son de “Los piratas”, revoleado por los aires al novio, haciendo pogo, haciendo rondita, haciendo cosas, por decirlas de alguna manera, feas. No hubo puentecito. No hubo, o creo que no hubo, trencito humano. Si hubo, no participé. No hubo nada de eso que hace al casamiento promedio. Hubo vals. Siempre hay vals. El vals nunca falla. Los acordes del comienzo del vals me encantan. Me encanta el momento del vals. Me encantan los novios que no saben bailar el vals y bailan como pueden. Me encanta que siempre haya una pareja que sí sabe bailar: en este casamiento hubo una, la mejor que vi en mi vida, una pareja seria que recorría toda la pista y casi se elevaba, parecían los Von Trapp. También hubo un toro mecánico, hubo borrachos dormidos en los sillones, un baño que se tapó, encuentros amorosos que uno nunca hubiera imaginado, queso y dulce como postre, hubo un momento en el que me sentí muy mal y me senté a ver todo desde lejos. Desde lejos, se veía clarísimo, la gente estaba contenta. Había felicidad, alegría. Después bailé, como pude, porque bailo mal pero me gusta bailar, pero bailo mal. Pero me gusta bailar.
Se hizo de día. Yo tenía mucho frío, nadie me había avisado que las madrugadas en el campo podían ser heladas. Nadie me había dicho que no me fuera con sandalias. Cuando nos fuimos todavía quedaba gente bailando. Los finales de fiesta son rarísimos: los novios están desaliñados, queda poca gente, en el piso hay cigarrillos apagados, por todos lados copas tiradas, las bebidas se van terminando. La música sigue sonando pero son pocos los que todavía tienen energía para moverse. Los finales de fiesta son raros. Cuando todo se vuelve raro, hay que emprender la retirada aunque el novio quiera convencerte de lo contrario.
Volvimos a Buenos Aires en el mismo auto con el que fuimos. Volvimos cansados, con mal humor, con resaca, con risas esporádicas que correspondían a algún cuadro de la noche anterior (siempre hay algún papelón que queda guardado en la memoria, algún detalle mínimo, el baile de alguien, la conversación con otro, cosas así). Yo pensé en ese civil tan tenebroso, en ese ¿juez? que decía cosas terribles del casamiento, de los momentos feos del casamiento, de las crisis, de lo difícil que puede ser estar casado, de los problemas, de todo eso que te dan ganas de decir no, gracias, paso, el casamiento no es para mi. Y pensé que mientras escuchaban eso, el novio y la novia sonreían y seguían sonriendo y no se apagaban nunca. Y me di cuenta que eso es amor.
martes, 26 de abril de 2011
Desempleada
lunes, 25 de abril de 2011
Un lunes con una pila de mal humor
sábado, 23 de abril de 2011
Ya nunca más digo "te amo"
miércoles, 20 de abril de 2011
Cómo me gusta
Es el último, prometo
El lenguaje corporal del director de orquesta
No sé, fijate acá, todo lo que pasa con esto de lo que estoy hablando, es increíble:
Y toda la bola
lunes, 18 de abril de 2011
Yo brindaría por mi bienestar
viernes, 15 de abril de 2011
La casa de Transradio I
Pronombre posesivo o muerte
Mi amor.
Mi lindo.
Mi novio.
Mi marido.
Mi corazón.
Mi vida.
Mio.
Todo mio.
jueves, 14 de abril de 2011
Cosas raras que pasan en Puán, edición número 2.356.321
miércoles, 13 de abril de 2011
lunes, 11 de abril de 2011
sábado, 9 de abril de 2011
Sueños horribles, basta por favor
viernes, 8 de abril de 2011
Dos cortitas de minitas en el colectivo
jueves, 7 de abril de 2011
Cosas raras que pasan en Puán
miércoles, 6 de abril de 2011
martes, 5 de abril de 2011
Los lindos días
lunes, 4 de abril de 2011
Nosotros, los consumidores
Consumimos películas, series, música, libros, revistas, artículos en internet. Video clips, entrevistas, telenovelas, cumbias, rock. Consumimos todo el día. Y nos comentamos todo. Nos mandamos mails, mensajes con recomendaciones. Nos mostramos videos. Nos burlamos de uno cuando dice que le gustó una mala película y lo escuchamos tratando de convencernos de que es una gran película. No sabemos hacer críticas. No gustamos mucho de las sinopsis. Pero hablamos igual.
Además, tenemos tiempo. Somos tres que consumimos y encima tenemos tiempo libre para hablar de lo que consumimos. Y nos hacía un poco de ruido que todo lo que hablamos, de todo lo que consumimos, quedara en nuestras casillas de mails, perdido entre cientos de mails laborales, entre mails con power points de perritos graciosos y bebés sonrientes. Entonces se nos ocurrió abrirnos un blog.
Y hoy empezamos a postear.
Somos El Perro, El Juan y La Ramera.
Consumimos.
Y hablamos de lo que consumimos.
Nada mas.
domingo, 3 de abril de 2011
La revancha de los ñoquis
Ayer hice de remolacha. No sabés lo ricos que estaban.