Salgo corriendo y mientras escucho los tiros que pega el tipo que llegó hasta donde estábamos aunque no sé dónde estábamos ni con quién. No puedo creer haber zafado, pienso, pero enseguida percibo algo en la cabeza, cerca de la nuca. Llevo el pelo suelto, largo y muy rubio y el chorro de sangre empieza a teñirlo de un bordó oscurísimo, casi negro. Me toco la herida y me arde pero sigo corriendo y pienso me pegaron un tiro en la cabeza, me voy a morir. Cuando llego al lago me tiro al agua -o me caigo- y dejo que el agua me lleve. La corriente es suave. Veo el cielo limpio, casi turquesa, las copas de los árboles se mueven lentas, las hojas verde fosforescente se chocan y parecen un cascabel suave. Y vuelvo a pensar me voy a morir. Ya está. Esto fue todo. Hago la plancha. No lo veo pero sé que la sangre que sale de mi cabeza está dejando una estela que marca mi recorrido, una ruta sangrienta que es la huella de mi final pero que va a disiparse en unos minutos. No hay flashes de mi vida, no sé ni siquiera cuál es mi vida. El agua no está fría y por primera vez no tengo miedo a lo que pueda estar ahí: ni los bichos ni las algas ni la basura del lago puede asustarme. A los costados, en tierra firme, todo parece haberse detenido y los ojos se me cierran solos. Abro los brazos, inspiro y hago fuerza para volver a abrirlos y ese cielo limpio y esos árboles y ese agua transportándome me dan algo que podría llamarse paz. Alivio. Es un microsegundo. Recuerdo que alguien me dijo si te quedás así, te hundís y te morís. Tenés que darte vuelta y nadar. No sé en qué circunstancias alguien me habrá dicho esa pista de supervivencia pero es ese microsegundo en el que me digo: no me quiero morir. Me doy vuelta. Estoy pesada y sin energía, ya soy casi un cuerpo muerto. En unas piedras ahí nomás están mis amigas. Llamen a una ambulancia, les suplico con un hilo de voz, mientras uso la poca energía que me queda en seguir nadando. Cuando llego me arrodillo en la piedra junto a ellas, que no saben qué decirme y que no llamaron a ninguna ambulancia. La cabeza se me cae, siento los ojos inyectados en sangre. El pelo húmedo sigue empapándose con la sangre que sigue saliendo del agujero de mi cabeza. Llamen a una ambulancia, vuelvo a pedir, pero ellas me miran impávidas, soy un zombie. Espero arrodillada y sigo sin querer morirme pero la boca me queda abierta en una mueca estúpida y se me cae una baba rojiza que aterriza sobre mis piernas y luego pasa a la piedra, formando un charco a los pies de mis amigas. Mi campo visual se reduce a eso: una línea horizontal, que abarca el charco de baba sangrienta y un poco de mis piernas. Los brazos ya no me responden, están bobos al costado de mi cuerpo, ya ni siquiera puedo mover el cuello. Llega la policía y debo estar cerca de mi último aliento, aprovecho para usar lo que me queda de vida para repetir llamen a una ambulancia. Cuando abro los ojos me están terminando de subir a una camilla. Una señora me pone shampoo seco en la cabeza, especialmente en la herida. Otras dos se acercan y hablan muchísimo, no sé de qué pero hablan tanto que empiezo a prestarles más atención. Hay que hacerme masajes. Hay que ponerme crema. Hay que abrigarme un poco. Hay que dejarme ahí quieta hasta que se pase todo. Terminan de hablar y estoy más animada. Cuando me despierto me quedo inmóvil. Tardo varios minutos en terminar de salir del sueño, en dejar de pensar que estoy en una camilla. Todavía me parece sentir el ardor en la herida de la cabeza y no quiero tocar, no quiero saber cuán profundo es el agujero. Pero cuando termino de contextualizarme estoy en otro lado. En un cuarto cualquiera. Miro para el lado de la ventana y no siento nada raro en el cuerpo. Por las dudas me chequeo el pelo. Está seco.
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