Estudié piano doce años. Un día dejé. Estudié alemán. Dejé. Tuve un período de coser, otro de hacer origamis, otro de tener blogs, otro de querer ser cronista de viajes, otro de querer hacer crítica de cine. Todo lo dejé. Estudié cine porque me gustaba ver películas y porque era un poco canchero. En el primer rodaje dije esto no es para mi. Entonces me encerré en una isla de edición. Terminé la carrera hace diez años y nunca tramité el título. Empecé una segunda carrera que dejé porque no me gustaba la facultad donde se cursaba. Porque me quitaba demasiado tiempo de vida, porque ya estaba grande para pasar noches enteras sin dormir, estudiando. Y porque me había enamorado y el espejismo fue más fuerte que todo lo que estaba detrás: ahora estaba bien, no necesitaba estudiar nada más.
Me lleno de trabajo. Trabajo entre doce y catorce horas por día aunque si le restamos el tiempo que paso procastinando la cantidad de horas debe ser menor. Pero la ilusión es esa: trabajo entre doce y catorce horas por día. Mi trabajo me gusta cada vez menos. Ya me lo sé de memoria. Cada dos meses, seis o un año tengo la misma crisis: quiero cambiar de rumbo. Voy por lo que creo que me gusta: escribir. Escribo. Hago una lista de contactos a los que podría pedir trabajo. Pienso ideas de notas para presentar en revistas. Activar eso me da la sensación de estar haciendo algo, de estar moviéndome. Y caigo siempre en mi propia trampa: después del subidón de la planificación abandono todo. Me amigo con la edición, pienso que no es tan terrible, que hay trabajos peores, que ya me va a tocar algo mejor, que al menos gano bien.
Tengo planes por la mitad. Proyectos que empiezo y nunca termino. Libros de diez cuentos de los que tengo una línea escrita de cada uno. Una novela terminada, abandonada por la desidia que me provocó buscar un editor y no conseguirlo. Otra novela casi terminada que me recuerda a la peor época de mi vida y que no puedo retomar. La idea de una tercera novela, de una cuarta y hasta de una quinta. La idea de dos cortos y tal vez de un largo. La fantasía de que en algún momento se me va a dar. La fantasía de que cuando se me de, voy a ser feliz. La certeza de que no hago nada para obtenerlo. La creencia de que escribir es lo mio. ¿Es lo mio o lo convertí a la fuerza en un refugio?
Cada vez que en terapia resuena la palabra depresión me estremezco del miedo. Y cada vez resuena con más frecuencia: desorientación, falta de deseo, abandono, termino encallada en un sillón. Estoy muy dañada, mucho más de lo que pensaba. Hoy me fui de terapia con una verdad: no sé qué quiero hacer con mi vida.
Me hicieron creer (y yo me lo creí sin problema) que era genial. Que podía hacer lo que quisiera. Que era inteligente. Práctica. Resolutiva y obstinada. Pero no. Yo soy vaga, tengo poca voluntad, si genera esfuerzo no me interesa. Y así estoy, boyando de una isla de edición a seguir editando en mi casa. Sin ganas de hacer lo que hago pero haciéndolo porque lo único que sí soy es responsable, quizás demasiado. Me gustaría en algún momento convertirme en esas personas que tienen una historia que contar. Que tocaron fondo y se salvaron. Se entendieron. Se dieron cuenta de lo que querían y fueron a conserguirlo. Y lo consiguieron. Por ahora soy esto: una estatua hundiéndose en el barro. Cada vez que quiero salir me muevo un poco y con eso es suficiente: saco la cabeza para respirar y puedo seguir un poco más, todavía no me hundí del todo.