Después del día agitado que terminó tan tarde, lo primero que hice fue cancelarle a mis amigas el paseo al mercado al que íbamos a ir. Pero a la mañana cuando me desperté después de haber dormido duro y parejo más de siete horas, pensé que no podía perderme un mercado más (aunque los mercados empiezan a transformarse todos en lo mismo: cosas inalcanzables para mi bolsillo o cosas alcanzables pero truchísimas). Les mandé un mail tempranito y quedamos para encontrarnos todos en la estación que queda cerca del mercado Sunday Up! (aka Brick Lane).
Fue uno de los mercados que más me gustaron. No tenía nada demasiado novedoso pero los precios no eran nada del otro mundo y había algo barato para todos los gustos. Había también muchos puestos de comida pero ninguno era particularmente tentador (o sí, tentadores eran hasta que uno se acercaba y se daba cuenta que casi todo era comida del domingo pasado). Casi me compro una camisa a 5 libras y una pollera también a 5 libras y no me las compré porque me dio fiaca probármelas. De Brick Lane fuimos a un mercado a diez cuadras de ahí, dedicado exclusivamente a las flores.
Llegamos y vi tantas flores tan hermosas que pensé que estaba en el paraíso pero después vi que había gente como hay en nuestro subte a las nueve y media de la mañana y me di cuenta que de paradisíaco no tenía mucho. Caminé mirando todas las flores y sacándoles mil fotos, haciendo que los de atrás esperen un poco más de lo que tenían ganas de esperar. Presencié el espectáculo de los vendedores que a una hora en particular necesitan sacarse de encima todas las flores y empiezan a gritar como en una subasta inversa en la que cada vez van bajando más los precios Había abejas y bichitos por todos lados y un perfume floral que alegraba la vida.
Cuando llegamos al final había un negro cantando y tocando el violín y fue el único músico de calle realmente talentoso que vi en lo que va de mi estadía. Lo que hacía era bastante raro, medio contemporáneo pero con mucha fuerza, cantaba y tocaba y parecía que golpeaba al violín pero sonaba super bien. Cuando terminó la gente aplaudió, nosotros saludamos a mis amigas y nos fuimos.
Fuimos a la catedral de St Paul pero ya ni sé si me gustó o no, sólo que había que verla porque tenía una cúpula monumental que ni siquiera pudimos ver de lejos porque tras hacer dos pasos en la iglesia medio que te echaban a la mierda.
Dimos unas vueltas de nuevo por el Big Ben, fuimos a Picadilly Circus y a Carnaby Street. Queríamos encontrar un barcito para tomar un café y despedirnos de Londres y terminamos en uno que se llamaba Nordic Bakery y ofrecía cosas nórdicas: gravlax, rolls de canela, una tarta de verdura. Comimos uno de cada cosa y nos fuimos después de pagar un poco más de lo que esperábamos.
Terminamos en el hotel super temprano. Teníamos que terminar de arreglar el tema del alojamiento en Berlin y teníamos que armar las valijas y ordenar el cuarto. Tipo cinco de la tarde ya estábamos ahí.
Ya es la segunda vez que el último día en una ciudad nos pega con una nostalgia bastante tranquila y lo que hacemos es no hacer nada. Es como si tratáramos de olvidarnos que estamos en un lugar increíble al que no sabemos cuándo vamos a volver. Hacemos algún paseito corto o nos tomamos la mañna para dormir y tomar mates en piyama. Nos olvidamos de todo lo que nos quedó pendiente y lo dejamos para la próxima.
En el hostel conocimos a León: un cincuentón argentino que había reservado un cuarto para el solo y al llegar se enteró que tenía que compartir con tres personas más y estaba tratando de cancelar todo para irse a otro lugar. Nos contó que estaba en Londres por negocios, que vivía seis meses en una punta del planeta y los otros seis meses entre París y Londres. Que editaba una revista cultural-artística. Que había tomado cocaína con Marta Minujín, que había sido fotógrafo de arte. Que había fundido no sé qué empresa, que ahora no sé qué otra cosa. Puteaba muchísimo y según Juan tenía un aliento al menos discutible. Pero era simpático y estar con alguien tan porteño nos dio la dosis de argentinidad que necesitábamos para dejar de extrañar Buenos Aires.
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